Homilía del 8 de diciembre de 2024, día de la Solemnidad de la Inmaculada Concepción y II domingo de Adviento.

Queridos sacerdotes concelebrantes y diáconos, especialmente los curas de Motril, que han sido párrocos de la parroquia del Puerto. Don Alejandro, que es el actual, y don Antonio.

Queridos seminaristas, queridos hermanos y hermanas representantes del Ayuntamiento de Motril, de la Autoridad Portuaria de la Cofradía de Pescadores. Queridos hermanos y hermanas, todos en el Señor. Hoy es un día grande y felicidades a las Concepción y a las Conchas en este Día de la Virgen, tan querido por todos y en ese tiempo de Adviento en que estamos inmersos.

Os decía que María es el Adviento. María resume en sí todas las esperanzas del pueblo de Israel, que están resonando en las primeras lecturas de la liturgia de estos días, de esta semanas que anteceden a la fiesta de Navidad del Señor. Ella es la esperanza nuestra. Ella es vida. Nos da la vida, a Jesús. Vida, dulzura, ese amor maternal que Jesús nos confía como a sus hijos.

“Mujer, ahí tienes a tu hijo”, dirá al discípulo amado en la cruz. Ella es el ejemplo claro de la caridad que sale a socorrer, que sabe guiar con esa caridad silenciosa de la que muestra con sus hechos un amor operativo. Ella es, en definitiva, como decía San Juan Pablo II, lo que debe ser la Iglesia, lo que debemos ser cada uno de nosotros.

La Inmaculada Concepción. ¿Qué significa? Significa que la Virgen ha estado libre de toda mancha de pecado. No la tocó el maligno, como dice la vieja canción: “Dios libró del lobo a nuestra cordera”. Ella no ha sido tocada por el mal. En ella se realiza, pues, esa liberación de todo pecado, en previsión de los méritos de Cristo, que es el único Salvador.

Ella, que iba a albergar a Cristo en sus purísimas entrañas, estuvo limpia de toda mancha. Pero no sólo en esa dimensión, que podríamos llamar de ausencia de pecado, sino también de plenitud de santidad. Ella es la llena de gracia. Ella es en la que se cumple, como dando la vuelta al libro del Génesis, el pasaje que hemos escuchado, en ella se cumple realmente esa bendición de Dios que proclama San Pablo en la carta a los Efesios. Bendito sea Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo, que la persona de Cristo nos ha bendecido con toda clase de bienes espirituales y celestiales. Y dice San Pablo, “en él nos eligió antes de la constitución del mundo, para que fuésemos santos e irreprochables ante él por el amor”.

Eso se cumple en María, sobre todo. Ella es la criatura salida de las manos de Dios que acoge en sus entrañas. Y como fruto de esa libertad que nace del amor sin contagio, la limpia de toda mancha acoge en la libertad el designio de Dios. Y es precisamente María, que es ejemplo de fe. Bienaventurada tú la que has creído, que es ejemplo de esperanza, resume la esperanza del pueblo de Israel y confía en que las promesas se realizarán precisamente en aquel que lleva en sus entrañas. En la pobreza, en la pequeñez.

Ella, que es el ejemplo de la caridad, con su prima Isabel, con los esposos de la boda de Caná. María es la que hace la voluntad de Dios. Y por eso es grande María, porque hizo lo que Dios le pedía. Y nosotros, queridos hermanos, que no podemos imitarla, nos dice el dicho castellano: “Quién a los suyos parece, honra merece”.

¿Nosotros en que podemos imitar a la Virgen? Ella es lo que debemos ser. Pero nos parece que está inalcanzable. En cambio, como reza la Sagrada Escritura, ella es una de nuestro pueblo, una de nuestra raza. Nosotros tenemos que ser como ella. Y esto lo posibilita Cristo con su redención. En ella, aplicando los méritos de la salvación de Jesús, en previsión de sus méritos y en nosotros como consecuencia de la redención operada por Cristo, estamos llamados también a la santidad de vida. Y se cifra en el cumplimiento de la voluntad de Dios, en vivir como Dios manda, en cumplir los mandamientos, en vivir la santidad siguiendo nuestro modelo que es Jesucristo. Que es el camino por donde debemos de andar. San Agustín dice que es también la meta a la que nos dirigimos. Es la verdad. A nosotros, que vamos preguntando siempre las razones y buscando el sentido de nuestra vida. Y más en esta época en que se habla de la posverdad, de las fake news, de esas noticias falsas, en que tenemos más información que nunca, pero hemos perdido sabiduría, hemos perdido conocimiento.

Ella es la que nos lleva a Jesús. Muéstranos a Jesús, el fruto bendito de tu vientre. Y en esto podemos imitarla, en hacer lo que Dios me pide en mis circunstancias concretas, en tu estado de vida, en tu trabajo, en tu vida, en la oración con los demás, viviendo lo que Jesús nos pide en sus mandamientos. Y sobre todo ese resumen que decimos cuando terminamos de recitar los Diez Mandamientos.

Estos diez mandamientos se resumen en dos: “Amarás a Dios sobre todas las cosas, y al prójimo como a ti mismo”. Si queréis, todavía en uno, como decía San Agustín: “Ama y haz lo que quieras”. Queridos amigos, estamos llamados a la santidad, que no es para unos pocos, es para todos los hijos e hijas de Dios. Es para nosotros, los cristianos que ya hemos sido transformados en Cristo, revestidos de Cristo, injertados en Cristo.

Dios nada odia en nosotros, cuando hemos recibido ya la gracia del perdón y de la misericordia del Señor, cuando con sus sacramentos, con el bautismo, nos ha lavado de la mancha original de la que fue preservada Santa María. Cuando nos perdonan el sacramento de la Penitencia, cuando tenemos la debilidad de ofenderle a él y a los demás. Nos acompaña en el dolor con la unción de enfermos, se ha quedado con nosotros como con su cuerpo y con su sangre real y verdaderamente presente en el sacrificio eucarístico, que después se nos da como alimento y como presencia.

Nos fortalece con su Espíritu, para que no nos guardemos en nosotros la redención, sino que anunciemos a Jesús liberador, salvador del hombre, a toda la gente. Queridos hermanos, somos unos beneficiados. Estamos llenos de la gracia del Señor, vamos a vivir como tales en nuestro comportamiento. Ya sabemos que muchas veces nos proponemos una cosa, nos proponemos ser mejores en cosas concretas y luego no nos sale.

Pero el Señor no nos va a dejar. Retomemos el camino. Testimoniemos a Cristo con nuestra santidad, con nuestra vida coherente, con nuestra fe. No seamos solo cristianos de nombre, no seamos solo cristianos para tiempos en que estamos en dificultad. Y entonces nos acordamos de Santa Bárbara cuando truena. No seamos cristianos solo en Semana Santa, como si el resto de las semanas del año no tuvieran que ser santas.

Queridos hermanos, la Virgen intercede por nosotros. Sabemos que somos pecadores, no somos superhombres, por eso le decimos a ella, en la oración más sencilla, la que hemos aprendido desde niño. Ruega por nosotros, pecadores, ahora y en la hora de nuestra muerte. Mantengamos la devoción a la Virgen. No nos acostemos ninguna noche sin rezarle. No pase ningún día sin pedir su ayuda.

Saquemos las devociones que hemos aprendido de nuestros mayores, de nuestras madres, de nuestras abuelas, las oraciones sencillas que no se olvidan. Y cuando asistes a un moribundo, todavía perviven en su recuerdo y en sus labios. ¡Madre mía! Acudamos a ella como acudís la gente de la mar a ella cuando se está en esa infinitud del mar con sus peligros, cuando os cuesta tanto sacar adelante vuestro oficio. Acudir a ella y pedirle que nos proteja y nos lleve a buen puerto.

Queridos hermanos, ella es la estrella que nos guía. Ella nos lleva a Jesús. Ella es la esperanza, la vida, dulzura y esperanza nuestra. Ella es la Inmaculada Concepción. Ella es la Madre de Dios y Madre nuestra. Así sea.

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