Homilía del arzobispo de Granada, Mons. José María Gil Tamayo, en la Eucaristía celebrada en la S.A.I Catedral en el primer domingo de Adviento, el 1 de diciembre de 2024.
Querido don Ildefonso;
seminaristas;
queridos hermanos y hermanas en el Señor:
Habéis visto el inicio, con esta sencilla ceremonia, al comienzo de nuestra celebración eucarística dominical, encendiendo la primera vela de la corona del adviento. Esta imagen, como se nos ha explicado, nos recuerda que Cristo es la luz del mundo y que, precisamente el día en que los paganos celebraban el día del sol invencible en el solsticio de invierno, los cristianos hemos puesto la celebración del Nacimiento de nuestro Señor Jesucristo.
Pues esto, queridos hermanos, tenemos que pedirLe que realmente Cristo sea nuestra luz. Y hemos comenzado así un nuevo año cristiano. Un nuevo año litúrgico en el que vamos a ir recorriendo los grandes Misterios de la vida de Cristo y expresar así la contemporaneidad en la liturgia, la presencia de Cristo especial en la liturgia, que nos habla, que nos escucha, que está con nosotros realmente. Y ese saludo del Señor esté con vosotros, sea una realidad, sobre todo en las celebraciones, para después llevar esa presencia de Dios a nuestros ambientes, a nuestra familia y vivirla en el interior de nuestro corazón. Ciertamente, con el Adviento nos preparamos para la venida del Señor en las fiestas de la Navidad. Y vivimos de una manera especial esa virtud tan necesaria en nuestro mundo como es la esperanza.
Celebramos, por una parte, la primera venida del Señor, que vino en la humildad de nuestra carne. Esa venida para la que se prepara el pueblo de Israel, aunque de manera remota, como hemos escuchado en la Primera Lectura, donde el profeta anima al pueblo a mantener la esperanza en medio del destierro. Volverán. El Señor te salvará. Y esto mantiene viva esa esperanza y ese deseo de Israel de volver a la tierra prometida, de volver al templo. Y ese ejemplo nos va a seguir acompañando con la voz de los profetas, especialmente el profeta Isaías, en los próximos días, en las próximas semanas, en los próximos domingos. Él es uno de los protagonistas. Lo mismo que Juan el Bautista, el último de los profetas, el que anuncia de manera inmediata ya y señala al Cordero de Dios que quita el pecado del mundo en medio del pueblo.
Pero también tendremos otros protagonistas. El protagonismo de José, el hombre justo, el protagonismo de María, sobre todo. Y ya de manera inmediata nos preparamos a la fiesta de su Inmaculada Concepción. Fiesta tan querida en Granada y que expresa esa devoción a la Virgen. No tocó el pecado a la Madre de Dios. Limpia de toda mancha. Como dice el antiguo cántico, “Dios libró del lobo a nuestra cordera”. Y así nos vamos preparando en este tiempo, pidiendo esa virtud y, sobre todo, esa virtud de la esperanza.
Pero también, el tiempo de Adviento, como hemos escuchado en el Evangelio, nos recuerda que estamos de paso, que un día habrá un final en la historia y que el bien, Cristo vencerá. Y nos recuerda también con esos signos que a veces nos puede venir la tentación de identificarlos con las cosas que están ocurriendo en nuestro punto. O por desgracia, pueden ocurrir porque el ser humano, por desgracia, no ha aprendido de la historia y puede hacer maldades; puede hacer verdaderos crímenes para la humanidad, como ha ocurrido en el siglo pasado, y como puede ocurrirnos también en cualquier momento.
Pero, queridos amigos, el Señor nos ha dicho que no sabemos el día ni la hora. Nos ha hablado que será un momento final para el que tenemos que estar preparados y vigilantes, porque hay también un final personal, no sólo un final colectivo de la humanidad, sino que hay un final al término de nuestro caminar por la tierra. Y ese final queremos que sea con el abrazo de Dios, viviendo como Él nos pide. Esa venida del Señor también para nosotros, para pasar “Venid, benditos de mi Padre, heredad el Reino preparado para vosotros”. A esa plenitud, que colma el corazón del hombre, que anhela la plenitud del bien, de la verdad, de la belleza, que sólo está en Dios. Esa plenitud de trascendencia que da sentido a la vida del hombre y que no se sacia con las cosas de aquí abajo.
Y hace falta esperanza para todo esto. El Señor nos invita a estar vigilantes. Vigilad, estad atentos. Y, es más, san Pablo en la Segunda Lectura, que está tomada de la primera Carta a los Tesalonicenses, que es el primer escrito del Nuevo Testamento, en que san Pablo se ve en la necesidad de escribirle a los cristianos de Tesalónica, porque pensaban que ya iba a venir el fin del mundo y que Cristo estaba próximo a llegar. ¿Y qué ocurre? Pues, que se habían dedicado sólo esperar al Señor sin trabajar y estando absolutamente absorbidos por esa espera. Y san Pablo les escribe explicándoles que no podemos preparar el fin de la historia con los brazos cruzados, sino que tenemos que dejar un mundo mejor, tenemos que vivir la caridad, tenemos que vivir, en definitiva, la santidad, santos e irreprochables, como pide el Apóstol.
Y esa es también para nosotros la tarea. Tener esperanza. El esperar el Cielo, el vivir en esa tensión hacia la plenitud y vigilante nos tiene que llevar a hacer un mundo mejor, a ganarnos el cielo, como dice el dicho “A Dios rogando y con el mazo dando”; quedando a nuestro alrededor un mundo más justo y siendo para eso nosotros más santos.
Queridos hermanos, os decía que la virtud que nos hace poner en práctica especialmente y sacarle brillo en este tiempo es la esperanza. Si hubiera que hacer un análisis de la sociedad occidental y especialmente europea, veríamos el déficit de esperanza que tiene. Cuánta gente sólo piensa de tejas para abajo o todo lo más un optimismo. Un optimismo que culturalmente quedó frustrado con la Primera Guerra Mundial, donde murieron los más jóvenes. Y se le llamó la Gran Guerra. Vivimos en un mundo donde la fragilidad del ser humano se palpa a pesar de que nos creamos dioses. Lo hemos experimentado con la pandemia. Nos hemos dado cuenta de que somos poca cosa, de que no somos el centro del mundo, de que no lo tenemos todo bajo control.
Nos hemos dado cuenta de que somos vulnerables y esto, queridos amigos, provoca en nosotros miedo. Pero no hemos sacado las consecuencias de la pandemia. No me refiero a las consecuencias científicas, que todavía hay muchas incógnitas, sino sobre todo esas consecuencias de humanidad personal y colectivamente. Hemos vuelto a las andadas de vivir como si fuésemos los reyes y los señores del mundo.
Vivimos en un mundo enormemente frágil, con contiendas de gran calado, abiertas en el mundo y con procesos de rearme. Estamos en un mundo donde la violencia campea. Vivimos en una zona cómoda, pero una zona cómoda que depende de vectores y de situaciones que la pueden modificar esencialmente, como ocurrió con la pandemia. Y a la vez, vivimos en un tiempo en que aparecen las desgracias naturales, como hemos visto con la gran tragedia de la DANA, donde nos hemos visto inermes y donde vemos tanto sufrimiento. Y donde vemos que nos cuesta reaccionar, no sólo con la prontitud, sino también ante un tiempo, mantener el recuerdo, la ayuda, la perseverancia en la solidaridad. Y volvemos a las andadas de ver quién tiene la culpa. Y volvemos a instrumentalizarnos de unos contra otros.
Necesitamos recuperar la esperanza. La esperanza en un futuro, en el futuro de los jóvenes, que se pone difícil por las dificultades laborales, porque ven un mundo que se les cierra, donde el poder adquisitivo no les llega. Vivimos en un mundo con muchas incógnitas, en que pasan cosas, pero no sabemos realmente lo que nos pasa. En un mundo que es un cambio de época y esto provoca frustración, desánimo y no basta con tener cosas, no basta con una sociedad de consumo, no basta con unas luces que se encienden y se apagan y que no expresan nada, nada más que un devenir. Necesitamos tener las luces de la fe, de la esperanza y de la caridad. Necesitamos, en definitiva, reforzar los principios cristianos.
Que esta sea nuestra preparación para la Navidad. No simplemente el consumo, no simplemente esa Navidad a la que nos invita el mundo del consumo o nos invita simplemente el espectáculo, sino esa Navidad, porque hay una tercera venida de Cristo de la que habla san Bernardo y es la venida a nuestro corazón, la venida mediante la conversión, la venida a nuestras almas con la recuperación de la vida de la gracia, la venida a estar entre nosotros en una concordia, en una paz que nos ayude realmente a que el Reino de Dios se vaya realizando como anhelamos y pedimos en el Padrenuestro “venga a nosotros tu Reino”.
Pues, con esas tres venidas, la primera en la pobreza de nuestra condición humana para salvarnos, la venida al final de los tiempos como triunfador con el bien y el amor, y la venida a nuestra alma, a nuestra vida, a nuestra existencia, a nuestra familia, que esté presente Cristo, que reine Cristo.
Que María, a la que tenemos ya su fiesta de la Inmaculada tan próxima, nos ayude como Ella a esperar a Cristo, a guardar a Cristo en nuestro corazón y a darlo a los demás, como le decimos en la Salve “muéstranos a Jesús, el fruto bendito de tu vientre”. Así sea.
+ José María Gil Tamayo
Arzobispo de Granada
1 de diciembre de 2024
S.A.I Catedral de Granada
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