Homilía del arzobispo Mons. José María Gil Tamayo en la Eucaristía del día del Bautismo del Señor, el 12 de enero de 2025, celebrada en la S.A.I Catedral.
Muchas gracias Don Juan Manuel, párroco de Órgiva, la comunidad en la que ha estado viviendo este proceso Andrea,
Queridos hermanos concelebrantes,
Queridos seminaristas,
Queridos hermanos y hermanas, también los que habéis venido de Órgiva.
También al coro, os doy las gracias por acompañarnos y ayudarnos a vivir esta liturgia.
Estamos celebrando el bautismo del Señor, con el que concluyen las fiestas de la Navidad del Señor. Jesús, que veíamos en la Epifanía, se manifiesta a todos los pueblos a través de una estrella, con esa atracción de los Magos que vienen a adorarle.
Hoy vemos ya el inicio de su vida pública que los evangelistas nos ponen, precisamente, en el momento del bautismo del Señor. Entre medio hay un tiempo de ocultamiento del Señor, el tiempo de Nazaret. El tiempo en que el Señor, pues, en ese silencio operativo del trabajo sencillo y de la vida oculta, asumió también nuestra condición humana en el trabajo, en la obediencia, en la sencillez, en la humildad.
Esa lección tan larga de Cristo, la que le ocupa más tiempo y es el tiempo que nos invita a nosotros también, los cristianos, porque su vida es ejemplo para nosotros de que nuestra vida está hecha de las cosas ordinarias de cada día. De que no tenemos que esperar cosas extraordinarias, espectaculares, a las que tan acostumbrados nos tiene nuestro mundo, que vivimos de espectáculo, que vivimos de cosas llamativas.
El Señor nos enseña el valor de la vida ordinaria, del trabajo, de la vida de familia. Nos enseña el valor de esos días, todos iguales, pero que no son iguales a los ojos de Dios. Porque en ellos tenemos que desplegar nuestras virtudes cristianas. Pero volviendo al bautismo del Señor, tenemos una epifanía, que se llama así teológicamente. Una manifestación de Dios en su Trinidad.
El Padre que nos habla del Hijo, el Hijo que acude a ser bautizado, poniéndose en la cola de los pecadores. Él, en quien no hay pecado, para mostrarnos el espíritu de conversión y cómo quiere ser presentado ante el pueblo de Israel. Como ese Mesías soñado, ciertamente, por el profeta, en la primera lectura. De aquel sobre el que viene el Espíritu y que viene a salvar a su pueblo. Aquel que es el siervo sencillo y humilde, pero que es al mismo tiempo el Mesías Salvador, el Mesías liberador, liberador del pecado.
Porque eso es, en definitiva, lo que significa el Mesías, y lleva ese nombre Jesús, porque Él salvará a su pueblo de los pecados. Y Él se acerca y se pone en la cola, de tal manera que el Bautista queda extrañado. Soy yo quien tiene que ser bautizado por ti. Pero Jesús le pide que se cumpla lo que está escrito.
Y vemos que aparece esa manifestación de Dios Padre que nos muestra que su Hijo amado, el que ha enviado… Tanto amó Dios al mundo, que entregó a su propio Hijo. Y este es el gran amor y la misericordia de Dios. Que es cercanía, que es ternura, que es misericordia, en su Hijo Jesucristo. Él carga con nuestros pecados. Él se hace el siervo de Yahvé que llevará la cruz y tomará nuestros pecados sobre sí para expiar por todos nosotros. Ese sacrificio redentor de Cristo que ya se nos muestra desde el momento, ciertamente, del bautismo, de una manera clara.
Y Él viene a bautizarnos con un bautismo mucho más importante. El bautismo que tú vas a recibir, Andrea, ahora, que es el bautismo salvador de Cristo. El bautismo en el nombre de la Trinidad del Padre, y del Hijo y del Espíritu Santo. El bautismo del que habla Jesús, que es bautizado. El Espíritu Santo y fuego.
Ese fuego del amor de Dios, de su misericordia. Ese Espíritu que nos transforma y que tú también vas a recibir de manera especial al recibir el Sacramento de la Confirmación. Ese Espíritu que hace de nosotros hijos e hijas de Dios. No hemos recibido un espíritu de esclavitud, nos dice la Sagrada Escritura, para recaer en el temor, sino un espíritu de hijos que nos hace exclamar ¡Abba, Padre!
Luego, queridos hermanos, querida Andrea, esta es nuestra condición de bautizados, de la que este domingo del bautismo del Señor nos invita a tomar conciencia. Somos hijos de Dios. Y como nos dice San Juan en su primera Carta, cuando nos habla y nos dice: “Mirad qué amor nos ha tenido el Padre para llamarnos hijos de Dios”, dice el evangelista Juan. Y lo somos.
No es un título simplemente. Y aún, dice él, no se ha manifestado lo que seremos. Sabemos que cuando se manifieste seremos semejantes a Él, porque le veremos tal cual es. Ese es el viejo sueño del hombre de querer ser como Dios, de ver a Dios. Pero se cumple por Jesucristo, que se ha convertido en nosotros en el camino por el que transitar, siguiendo sus huellas, siguiendo sus mandatos.
La verdad que da razón a nuestras aspiraciones, a nuestras preguntas, a nuestro deseo de saber que forma parte inseparable de la vida del hombre, hasta el punto de definir al propio hombre como una pregunta en la historia.
Y la vida, esa Vida con mayúsculas que nos hace trascender nuestra propia muerte. Esa vida que hace que tengamos esa esperanza para siempre, que no queda defraudada porque el Hijo de Dios, el primogénito de entre los muertos. Como nos dice la Escritura, ha abierto para nosotros la esperanza de la vida eterna.
Nuestra condición de bautizados es ser otros Cristos. Y es en Él en el que vas a ser bautizada. Vas a ser hecha hija de Dios, vas a ser transformada en Cristo. Y esa es nuestra condición de cristianos, otros Cristos, revestidos de Cristo, injertados en Cristo. De tal manera que, como San Pablo, nosotros podamos decir: “Ya no soy yo quien vive, es Cristo quien vive en mí”.
Cada cristiano es otro Cristo. Y por eso tiene mayor sentido desde el punto de vista cristiano y queda elevado aún más la solidaridad entre los hombres, porque queda elevada a la caridad cristiana, que no es dar ropa usada, lo que nos sobra, o solo beneficencia. Que es el amor de Dios con el que amamos a los demás. Les miramos, hermanos nuestros, y esto es más necesario en un mundo como el de hoy, donde vemos tanta fractura, tanta división.
El amor cristiano espera en el otro, otro Cristo. Cualquier cosa que hagáis con uno de estos mis humildes hermanos, nos dice Jesús, lo hacéis conmigo. Luego esta es nuestra vida. Ser cristiano, fundamentalmente, es corresponder a ese amor de Dios. Porque somos hijos de Dios, porque Él nos ha hecho hijos en el Hijo. Él nos ha hecho de esta condición divina y por eso lo hemos pedido en la oración colecta, en la primera oración de la misa, en la que es esta oración, para este día en todas las iglesias del mundo. Quedar transformados, interiormente, a imagen de Aquel que ha compartido nuestra naturaleza, nuestra condición.
Luego, querida Andrea, se trata de que te parezcas a Jesús. Y podrás decir, eso qué difícil es. Cumplir sus mandatos, vivir en amor a Dios y a los demás. Eso que nos cuesta a todos, vivir las bienaventuranzas. Pero el Señor te va a dar su ayuda. Y eso son los sacramentos. Esa participación en la vida divina, en la vida de la gracia.
Porque no se debe solo a nuestras fuerzas, sino es el Señor quien nos ayuda. Nos levanta cuando caemos, nos da fuerza para ser mejores, nos hace amar a los demás con el amor de Cristo. Nos hace, pues, hacer cosas imposibles humanamente de bondad, que por nuestra sola fuerza no podríamos. Y nos hace, en definitiva, caminar hacia una plenitud que ya se inicia en ti hoy, con la recepción del Bautismo. Formando parte de la comunidad cristiana de la Iglesia, de esta Iglesia nuestra que confesamos, como tú lo harás dentro de un momento: una santa, católica y apostólica. Renunciando a la vida interior, la vida de pecado. Y esa es una tarea de toda la existencia renunciar al mal y tratar de vivir como Jesús nos pide. Pues hoy, en la fiesta del bautismo del Señor, al asistir y participar en tu bautismo, le pedimos al Señor que nosotros también tomemos conciencia de nuestra condición de bautizados, llamados a vivir como Jesús en su Iglesia.
A vivir la santidad como hijos hijas de Dios. Que la Virgen, Santa María, Madre de Dios y Madre nuestra, nos haga vivir como Jesús nos pide. Ella, que nos ha acogido como hijos, nos ayude a parecernos al Hijo de Dios y su Hijo por antonomasia, que es Jesucristo. Dios hecho hombre en sus purísimas entrañas y manifestado hoy con esa presencia de la Trinidad. Como aquel que pasó haciendo el bien, como hemos escuchado en la predicación de Pedro, en la segunda lectura, pasó haciendo el bien y curando en los oprimidos por el mal.
Que así sea.
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+ José María Gil Tamayo
Arzobispo de Granada
12 de enero de 2025
S.A.I Catedral de Granada