El 3 de noviembre se celebra la festividad de san Martín de Porres, religioso dominico.
En el Perú del siglo XVII eran muchos los que desembarcaban en las Indias sin oficio ni beneficio. A la espera de encontrar una fortuna que nunca llegaría, terminaban en la calle, enredados en reyertas por un lugar para dormir o unos pesos que arrebatarse. En el barrio limeño de Malambo, donde creció nuestro santo, vivían españoles empobrecidos, indios y negros hacinados en “corralones” a la espera de ser vendidos.
Martín sabía que los negros, mano de obra en plantaciones y construcción, eran bien pagados como esclavos, y ya de fraile, cuando en su convento del Rosario hubo un gran problema económico, propuso al prior que lo vendiese, en lugar de los objetos preciosos con los que intentaba conseguir un préstamo, alegando que él era propiedad de la casa y valía como poco mil pesos.
Martín de Porres Velázquez era hijo del hidalgo español Juan de Porres, que fue gobernador de Guayaquil, y de la negra liberta panameña Ana Velázquez. El matrimonio entre ambos era impensable en aquella época, por lo que Juan se amancebó con ella y no reconoció como legítimo a Martín hasta años después de su nacimiento, aunque siempre se ocupó de su sustento. La ilegitimidad fue la causa principal de que el santo no fuera admitido en un principio como fraile en el convento de los dominicos de Lima, sino solo como “donado”, es decir, recibía alojamiento y se ocupaba de la limpieza.
Pero “el Santo de la escoba”, había aprendido desde su adolescencia en Malambo los principios de la medicina aborigen, el uso de las plantas curativas y la relación de confianza entre quien cura y quien quiere ser curado, y puso todos sus conocimientos al servicio de los hermanos dominicos y de los enfermos que acudían cada vez más numerosos a Santa María del Rosario, pues su fama había corrido por toda Lima.
Dotado de un fino sentido del humor, su sencillez apabullante, su disponibilidad y paciencia hacían que acudieran a él personas de todos los estamentos sociales, desde el virrey de Perú hasta los zapateros remendones, en busca de ayuda material y espiritual, de consejos y curas. Se le atribuye el don de la bilocación: cuentan que mientras estaba en su celda, fue visto llegar junto a la cama de algunos moribundos para consolarlos, y que a veces salía del convento para atender a algún enfermo y volvía a entrar sin que nadie le abriera y sin llave de la puerta. Cuando le preguntaban cómo hacía, contestaba, riéndose: “Yo tengo mis modos de entrar y salir”.
Vivió hasta el extremo el voto de pobreza. Si en el convento había organizado un ropero a disposición de quien no tenía con qué vestirse, el santo remendaba su hábito hasta que se caía a pedazos. Una vez, su hermana Juana, visto que el hábito estaba tan raído que se veía la ropa interior, de soga, se presentó con uno nuevo que Martín rechazó diciendo: “En la religión no desdicen pañetes pobres y remendados sino costumbres asquerosas y sucias”.
Murió el 3 de noviembre de 1639, de fiebres cuartanas. Por él doblaron todas las campanas de la Ciudad de los Reyes.