El 6 de octubre se celebra la festividad de san Bruno de Calabria, sacerdote, fundador de los Certosinos. 

Nació en una familia noble alemana de Colonia, en Lotaringia, Bruno o Brunone, en 1030. Era una época de gran fermento y movilidad en toda Europa, por lo que no es de extrañar que su vida haya transcurrido entre Alemania, Francia e Italia. Asistió a la escuela de san Cuniberto y fue inmediatamente acogido por el obispo que lo nombró canónigo de su iglesia; luego se trasladó a Reims para estudiar y más tarde para enseñar. Allí se encontró cara a cara con la simonía, aquella plaga nacida dentro de la Iglesia que consistía en el vergonzoso comercio de la compra y venta de los oficios eclesiásticos. A partir de esa triste experiencia de los vicios del clero corrompido que comerciaba con los santos ministerios – que debían ser para el servicio espiritual y no para imitar el poder mundano- comenzó a nacer en él un fuerte rechazo a la hipocresía de ese mundo.

Mientras dirigía la escuela que lo había visto como alumno, el obispo de Reims murió. Por lógica natural a Bruno le correspondía ser su sucesor, pero fue elegido Manasés de Gournay, a quien Bruno había acusado de simonía. Naturalmente las cosas se complicaron para Bruno que llegó a una ruptura completa y se vio obligado a huir. Fue el periodo en el que Bruno maduró su decisión radical de dejar el mundo secular. Durante un tiempo se puso bajo la dirección de san Roberto en la ermita de Molesme, pero luego comprendió que el Señor le llamaba a otro lugar. Junto con seis compañeros que compartían sus mismos ideales, se presentó al obispo de Grenoble quien, confiando en su buena fama, les concedió unas tierras hostiles e inexploradas en Chartreuse, a una altitud de casi 1200 metros.

Bruno, en ese lugar aislado estaba feliz. Con sus compañeros comenzó la construcción de las chozas, todas de paja, en las que iban a vivir, y la construcción de la iglesia, el único edificio de piedra, según los criterios de consagración de un lugar sagrado, consagración que llegó en 1085. Aquí Bruno comenzó a pasar su vida en silencio, hablando sólo en su corazón con Dios, a quien encontraba en la oración y el recogimiento, mientras que la vida comunitaria, aunque presente, se redujo al mínimo. Él y sus compañeros no eran conscientes de fundar algo nuevo – esta no era su intención – sólo querían mantenerse alejados de los mercaderes de lo sagrado y vivir el Evangelio radicalmente. Pero la voluntad de Dios se debía cumplir, y esa nueva experiencia de vida cristiana decididamente ascetica y de contemplación, con el tiempo, se transformará en una nueva Orden monástica: los monjes cartujos.

Sólo seis años después del nacimiento de la Cartuja, Bruno fue llamado a Roma: un antiguo alumno suyo fue elegido Papa con el nombre de Urbano II y lo quería a su lado como consejero. Bruno no se atrevió a desobedecer al Papa, pero le costó mucho abandonar la vida monástica. En Roma, de hecho, aguantó sólo unos meses, luego logró obtener del Papa que lo transfierese a Calabria: Urbano creía que podía elegirlo obispo de Reggio, pero Bruno, en cambio, recibió providencialmente como regalo de un noble un bellísimo bosque en la localidad de Torre donde comienzó a construir una nueva comunidad eremítica, exactamente donde hoy se encuentra la ciudad que en su honor se llama Sierra san Bruno. Pasó los últimos años de su vida allí, viviendo como siempre había querido: en continua penitencia, caridad y oración contemplativa hasta su muerte en 1101.