El 6 de enero se celebra, a parte de la Epifanía del Señor, la festividad de San Andrés Bessette.
El superior de los Hermanos de la Santa Cruz en Montreal no pudo evitar las dudas sobre la vocación de Alfred Bessette (1845-1937), cuando, a los 25 años, se presentó ante su puerta pidiendo entrar en la vida religiosa. El joven, huérfano desde los doce años, era desesperadamente pobre. Había sido un trabajador itinerante la mayor parte de su vida, en Quebec y en fábricas de Estados Unidos. Los empleos que había tenido no habían durado mucho, pues Alfred padecía de mala salud desde su nacimiento y no podía trabajar tanto como un obrero ordinario. Además, ¿qué hacía un analfabeto pidiendo ser admitido en una orden de hermanos educadores? Todo indicaba que el superior debía rechazar a tal solicitante. Pero había una nota del párroco del joven que decía: “Te envío un santo”.
Al principio, el superior rechazó a Alfred. Sin embargo, el obispo de Montreal intervino, y los Hermanos de la Santa Cruz aceptaron finalmente a ese joven enfermizo. Le llamaron “hermano Andrés”, asignándole un nuevo nombre para su nueva vida. A la hora de darle un encargo, consideraron que lo más adecuado para él sería atender la puerta del colegio como fraile portero. “Al final de mi noviciado -bromeó más tarde el hermano Andrés-, mis superiores me enseñaron la puerta, y allí me quedé cuarenta años”.
EL PORTERO
Cuando el mismo fraile abre la puerta a centenares de personas día tras día, año tras año, sucede algo: quienes llaman llegan a conocerlo, y algunos intuyen que ese hermano reza más que la mayoría; comienzan a abrirle el corazón y a contarle sus sufrimientos. Y él reza con los enfermos, pide a Dios que los cure, los encomienda a san José, a quien ama mucho. La voz comienza a esparcirse discretamente por la ciudad: ¿ese fraile simple que no sabe leer? Dios le ha dado el don de curar. La gente ya no llama a la puerta para entrar: busca al portero.
Algunos frailes comienzan a murmurar diciendo que es un embaucador, un peligro para la congregación. El hermano Andrés no comprende estas críticas. Explica que ciertamente no es él quien cura, sino que tan solo reza a san José y él intercede ante Jesús por los enfermos. Mientras tanto, el número de personas que buscan al hermano portero para pedir la curación ha crecido tanto, que los superiores le piden que vaya a recibirlas a una estación cercana. Las cartas que le envían llegan pronto a las 80.000 al año.
“VE A JOSÉ”
La respuesta del hermano Andrés a todos los que acuden a él es siempre la misma: “Ve a José, él te ayudará”. “Ven, recemos juntos”. En 1904, el hermano Andrés pide permiso al arzobispo de Montreal para edificar una pequeña capilla en honor de San José, frente a la escuela. El arzobispo responde que puede construir solamente lo que pueda pagar. Como no tiene dinero, el hermano Andrés añade una tarea a su servicio: empieza a cortar el pelo a 5 céntimos el corte. Pocos años más tarde ha ahorrado lo justo para construir lo que, esencialmente, es apenas una cabaña sin tejado. Con el paso de los años, se añaden muros reforzados, un tejado, calefacción… y miles de peregrinos, tantos, que se empieza a pensar en transformar la pequeña choza de madera en una basílica. A este lugar de milagros, donde Dios visita a los afligidos, los peregrinos llevan las heridas de sus corazones, los sufrimientos de sus cuerpos y su fe en san José. Y también en su amigo, ese sencillo fraile que les acoge y les ayuda a rezar.
El hermano Andrés tiene 90 años cuando pide a algunos de sus hermanos que coloquen una estatua de San José en la iglesia aún inacabada. Lo llevan, viejo y enfermo, hasta lo alto de la colina para que pueda verla. Cuando muere, el 6 de enero de 1937, los cientos de miles de peregrinos que habían acudido a lo largo de los años regresan, a pesar del duro invierno canadiense. Vienen con tanta gratitud: en una semana, más de un millón de personas desfila ante el féretro del fraile analfabeto que los había acompañado en sus penas y sufrimientos, que había sido para todos una especie de camino hacia el Cielo.
El Oratorio de San José, terminado tras la muerte del hermano Andrés, sigue atrayendo a más de dos millones de peregrinos al año. Está lleno de exvotos, escritos de agradecimiento, oraciones: las firmas de los amigos del hermano Andrés, ayer y hoy.