Homilía de Mons. José María Gil Tamayo, arzobispo de Granada, en la Eucaristía del IV Domingo de Adviento y Jubileo de los laicos, celebrada en la Catedral de Granada el 21 de diciembre de 2025.

Queridos sacerdotes concelebrantes;
queridos diáconos;
seminaristas;
queridos hermanos y hermanas;
queridos miembros del equipo de Apostolado Seglar de nuestra diócesis, de la Delegación de laicos;
queridos hermanos todos:

Estamos ya en el cuarto domingo de Adviento. Ya con la proximidad de la Natividad del Señor, que nos ha ido mostrando esa proximidad la Corona de Adviento, en estos sucesivos domingos en que hemos ido acompasados por la Palabra de Dios, por la proclamación de las profecías del Antiguo Testamento, que se cumplen en nuestro Señor Jesucristo; por las lecturas de las Cartas paulinas, en que nos hablan del acontecimiento de Jesucristo y nos van desgranando el Misterio central de nuestra fe, que es Jesucristo mismo. Como hoy en la segunda lectura de San Pablo, en la Carta a los romanos, que nos habla de Jesucristo como el centro, de Jesucristo nacido de la estirpe de David y, al mismo tiempo, proclamado Señor del Universo, levantado, sobre todo, ante Él se doblará toda rodilla en el cielo y en la tierra y proclamará Jesucristo Señor para gloria de Dios Padre, después de ese Misterio y de ese recorrido de Encarnación, que es lo que celebramos fundamentalmente en la Navidad, y no podemos perderlo de vista, y que culmina con el Misterio Pascual.

Por eso, la Oración colecta de este cuarto domingo de Adviento es la misma que cuando recitamos y concluimos el Ángelus, ese momento en el día en que felicitamos a la Virgen Santísima para, en el decir de San Bernardo, haber aceptado generosamente el ser la Madre de Dios. Se lo recordamos y, al mismo tiempo, terminamos y concluimos esa oración mariana con esa significación cristológica, el Misterio de la Encarnación, que hemos conocido por el anuncio del Ángel.

Y esta iglesia catedral está dedicada precisamente a ese Misterio, con ese magnífico cuadro de Alonso Cano que preside la capilla mayor, el ábside de nuestra catedral. El momento culminante de la historia en que Dios se hace hombre en las purísimas entrañas de María.

Pero, ahí se inicia ese momento culmen en la historia de la salvación, que nos dice la Carta a los hebreros: Dios se nos manifiesta plenamente en que habló a nuestros padres a lo largo del Antiguo Testamento de muchas maneras por los profetas y, en esta etapa final, se nos ha mostrado en Su Hijo Jesucristo, la Revelación del Misterio de Dios. Cristo mismo es Dios hecho hombre. Y que culmina en esa manifestación y en esa proclamación en la cruz y que bien nos lo recuerda esta estampa, esta imagen del Cristo de la Misericordia. Por Su Pasión, muerte y Resurrección hemos sido redimidos, pero se inicia por el Misterio de Su Encarnación, porque sólo Aquél que se ha hecho hombre puede redimirnos, siendo de condición divina y asumiendo nuestra naturaleza menos en el pecado. Esto es lo esencial y nuclear del Misterio de la Navidad y por eso hacemos fiesta, por eso nos alegramos de manera especial.

No perdamos esto de vista, queridos amigos. Y el tiempo del Adviento con el que hemos iniciado el año cristiano nos va recordando, precisamente como decíamos en el primer domingo, esa primera Venida de Jesús, esa primera Venida en nuestra condición humana, en la humildad de nuestra carne, dice la liturgia. Pero, esperamos esa Venida al final de los tiempos, como Rey victorioso, como Señor y Juez de la Historia, como el Cristo vencedor del pecado y de la muerte. Y esa victoria al final de los tiempos, ya plena, ya se nos ha dado y se nos ha anticipado, y es, queridos amigos, en ese tiempo y en el tiempo de la liturgia en el que hemos de revivir eso. Decía el Papa Ratzinger que, si nos quedamos en un recuerdo de la Navidad, cada vez la veremos más lejana en el tiempo. Dos mil veinticinco años ya, la vemos lejana, como un acontecimiento pasado, que, incluso, se ha llenado a veces de cosas extrañas al propio sentir cristiano, como si fueran unas fiestas paganas o de invierno, o se quedara en un sentimentalismo estéril, en una fiesta pasajera, en un recuerdo, pues sí, de alguien que ha tenido una importancia decisiva en la historia, pero dejándonos llevar de ese secularismo ambiental, puede parecernos un personaje más que se nos pierde en la noche de los tiempos.

Pero, por eso, también hemos de refrescar, hemos de profundizar, hemos de recobrar el sentido de la presencia de Cristo. Y por eso, no sólo hemos de esperar esa Venida, porque somos caminantes, peregrinos, hacia el final de nuestra historia personal, en el momento de nuestra muerte, llamados a la Presencia de Dios, en el que concluirá nuestra peregrinar en la esperanza que ha dado sentido a este año jubilar, en ese encuentro con el Señor cada uno en que seremos juzgados de amor, si no es el final de la historia. Pero también, al contrario de los primeros cristianos, sentimos en este mundo paganizado y materializado de tejas para abajo -de “comamos y bebamos, que mañana moriremos”-, en ese mundo como lejano y todo lo demás también, lo hemos llenado de un aparato y de una escenografía apocalíptica. No, tenemos que redescubrir, como nos recuerda Benedicto XVI, esas otras presencias del Señor en el Adviento, y sobre todo en la Navidad. La liturgia nos dice que Dios se manifiesta en cada hombre y en cada acontecimiento.

Esa presencia del Señor en la historia personal de cada uno, en que sentimos su cercanía. Esa presencia del Señor en un gesto de misericordia, de perdón. Esa presencia del Señor en Su Palabra, que nos anima y nos ilumina nuestro caminar cristiano. Esa presencia del Señor en la vida sacramental de la Iglesia y en la celebración litúrgica, la obra de Dios por antonomasia, en que Cristo se hace contemporáneo nuestro, como nos dice el Concilio. Esa presencia de Dios que nos lleva a descubrir en el perdón, en la proximidad de la oración y de la adoración. Esa presencia del Señor al recibir el consuelo de Dios en un enfermo. Esa presencia de Dios en el gesto de una obra de misericordia. Esa presencia de Dios en la naturaleza, que Dios ha puesto a nuestra disposición y que embellece nuestra vida. Esa presencia de Dios en el trabajo, como don y como tarea. Esa presencia de Dios en la fe, que nos hace descubrir los acontecimientos. Esa voz del Señor, como hoy se nos muestra en los dos grandes personajes egregios del Adviento. María.

María acepta y concibe a Cristo, nos dicen los Padres de la Iglesia, antes por la fe en su corazón. Lo concibe en sus purísimas entrañas por obra del Espíritu Santo. Pero antes, Ella ha aceptado el querer de Dios con esa respuesta de una criatura sin la mancha del pecado, con la libertad absolutamente entregada al Dios que se revela y se manifiesta, con la aceptación del designio de Dios que cambia su historia personal y en su generosidad cambia la historia del mundo, la historia de la humanidad. Esa aceptación de la fe de María, que pasa por los claroscuros de los acontecimientos difíciles, desde Belén a la huida a Egipto, al Misterio de la cruz junto a Su Hijo Jesucristo. Ese ejemplo de fe de José, el justo, el hombre que nos lleva al Antiguo Testamento y a la fe de los patriarcas, a la estirpe de David, que personifica en su propio ser.

Esa persona, José, con la elocuencia de su silencio, con la manifestación de Dios en sus sueños, vemos cómo vive también la inquietud de no saber, la inquietud de preguntar, la inquietud ante los designios de Dios, como a nosotros muchas veces en la vida en que preguntamos ante lo que nos ocurre: “Señor, ¿qué quieres de mí en este momento? ¿Por qué esta situación difícil? ¿Por qué esta enfermedad? ¿Por qué esta contrariedad? ¿Por qué nuestro mundo así? ¿Por qué esto? ¿Por qué lo otro?”. Y José se abandona en las manos de Dios. José discierne ante la Revelación de Dios. Y lo mismo que María dice “sí, hágase”, José, como hemos escuchado en la proclamación del Evangelio, dice, acepta, pero, sobre todo, hace lo que le dice el Ángel, lo que le dice el Señor en sueños. Hizo cuanto el Señor le pedía.

Y es que, queridos amigos, nuestra vida cristiana está en cumplir la Voluntad de Dios. Jesús mismo nos advierte de ello: “No todo el que dice ‘Señor, Señor, entrará en el Reino de los cielos, sino el que hace la Voluntad de mi Padre, ese entrará”.

Pues, vamos a pedirle al Señor que esta Navidad sepamos descubrir Su voluntad en nuestra vida. Pongamos a Cristo en el centro de nuestras celebraciones, de nuestra alegría, y cobrarán sentido la fraternidad que nos une en un mundo dividido y al que hemos de responder con el amor de Cristo.

Vivamos esa fe de María y de José, que, en medio de las dificultades, se fían de Dios, que saben que no nos deja de la mano, sino que nos acompaña. Pongamos, en definitiva, y hagamos realidad en nosotros el Misterio, por increíble que parezca, como pareció en el anuncio del profeta Ajaz, que “una virgen está encinta”, que “un hijo se nos ha dado”. Pues, vamos a vivir así.

Y perdonad que aparezca con un brazo menos, pero me operaron el lunes y no quería perderme estar con vosotros. Gracias a Dios todo ha ido muy bien.

Que paséis una feliz Navidad. Que viváis estos días muy unidos en familia, muy pendientes de los demás.

Y queridos amigos de Apostolado Seglar, no necesitamos ningún título, el que nace de nuestro bautismo, el que nace de la centralidad de Cristo, para hacerlo presente. Vamos a vivir esa condición de cristianos que es la básica, que es la fundamental, que es la que decía san Agustín, el gran obispo de Hipona “Yo con vosotros soy cristiano y esa es mi dignidad, ese es mi título de gloria. Yo para vosotros soy obispo, esta es mi carga”. Pues, vamos a vivir esa común condición de hijos e hijas de Dios.

Que no lo olvidemos: Dios se ha hecho hombre para hacernos, precisamente, como decía también san Agustín, hijos de Dios, para hacernos Dios en Cristo Jesús, el Centro, el que es, el que era, el que viene, el Alfa y Omega, el Señor de la Historia.

Así sea.

+ José María Gil Tamayo
Arzobispo de Granada
Catedral de Granada, 21 de diciembre de 2025

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