Carta del arzobispo de Granada, Mons. José María Gil Tamayo, con motivo del Día de la Iglesia Diocesana, que se celebra el 9 de noviembre.

Queridos hermanos y hermanas en el Señor: La celebración del Día de la Iglesia Diocesana, el próximo domingo 9 de noviembre, nos ofrece este año una ocasión singular.

Coincide con la fiesta de la dedicación de la basílica de San Juan de Letrán y se convierte también en jornada de memoria agradecida por los santos, beatos y testigos de nuestra Iglesia particular. Ellos nos recuerdan que la santidad no es un ideal lejano, sino una posibilidad real: una fe encarnada en la vida de cada día. La santidad es la vocación común de todos los bautizados. No se trata de una perfección abstracta, sino de vivir conscientes de haber sido amados gratuitamente por Dios. Desde ahí brota también la misión: no evangelizamos porque seamos mejores, sino porque hemos recibido un don inmerecido. Como enseña el Evangelio: «Gratis habéis recibido, dad gratis» (Mt 10,8). La misión no nace de la iniciativa personal, sino de una respuesta agradecida al amor primero de Dios. Ese don recibido nos convierte en deudores del mundo entero, pues lo que hemos recibido de Cristo no puede quedarse guardado. Con esta conciencia caminamos como diócesis en este curso pastoral, cuyo tema central es el anuncio del Evangelio.

Queremos hacerlo desde el horizonte del camino sinodal: como Iglesia que sabe escuchar, discernir y dejarse guiar por el Espíritu. Más que una estrategia, es una conversión del corazón para reavivar la alegría de creer y el deseo de compartir la fe. Este testimonio adquiere hoy un valor profético. En un mundo marcado por la lógica del consumo y la instrumentalización de las personas, la Iglesia existe para mostrar otro modo de vivir: una comunidad que responde gratuitamente al Dios que se nos dona. Desde esa gratuidad, proclamamos que las personas no son objetos y que la vida encuentra sentido en el amor compartido.

Nuestra tierra ha sido fecundada por ese Evangelio hecho vida en muchos rostros: san Juan de Dios, que convirtió el hospital en casa de misericordia; san Cecilio, primer testigo de nuestra fe; el beato Leopoldo de Alpandeire, sencillo hermano limosnero; y la beata Conchita Barrecheguren, que desde la enfermedad se ofreció totalmente a Cristo. Sus vidas muestran que la santidad es posible aquí y ahora.

Por eso, queridos hermanos, os invito a redescubrir vuestra vocación bautismal a la santidad y a vivir con alegría vuestra pertenencia activa a esta Iglesia que camina. La misión se transmite de persona a persona, con respeto y gratuidad, desde quien sabe decir: «Hay un espacio para ti en Cristo». Y si tu fe se ha debilitado, si una herida te apartó, no temas volver.

La santidad comienza con pequeños pasos dados con confianza. La puerta está abierta, tu parroquia te espera y Dios sale de nuevo a tu encuentro, porque Él nos amó primero. Con todo mi afecto y bendición en el Señor.

+ José María Gil Tamayo
Arzobispo de Granada