Homilía de Mons. José María Gil Tamayo, arzobispo de Granada, en el domingo XXXI del Tiempo Ordinario. Día de los Fieles difuntos, el 2 de noviembre de 2025, en la S. A. I. Catedral de Granada.
Queridos sacerdotes concelebrantes,
Querido diácono,
Querido seminaristas,
Queridos hermanos y hermanas en el Señor,
Ayer la Iglesia nos convocaba a celebrar la fiesta de Todos los Santos. Una fiesta de alegría. Una fiesta de gozo en que, pues, rendíamos culto, honor a quienes, entre los que nos han dejado, participan ya de la gloria de Dios, de la vida eterna.
Era la fiesta de todos aquellos que han seguido a Jesucristo y son santos realmente, aunque no hayan sido canonizados. Han vivido conforme al Evangelio y todos, como os decía ayer, experimentamos, sobre todo cuando nos dejamos. No sólo su cercanía, sino también ese buen olor de Cristo. Ese ejemplo, ese testimonio, muchas veces callados, la mayoría de las veces, pero es un testimonio de vida cristiana ejemplar.
Y la Iglesia ayer nos recordaba todos juntos y acudía a su intercesión. Al mismo tiempo que se fijaba en el ejemplo de su existencia. Esos santos de la puerta de al lado, como llamaba el Papa Francisco. Hoy, en este día dos y coincidiendo con este domingo, la Iglesia dirige su mirada, como hemos escuchado al comienzo, a aquellos hermanos nuestros que nos han precedido en la fe, que han muerto ya en este mundo y que los encomendamos a Dios para que perdone todos sus pecados, los acoja en su Reino. Y al mismo tiempo con un deber, pues, de justicia si queréis, pero sobre todo de caridad.
Pedimos por todos los difuntos del mundo, especialmente por aquellos que no tienen quienes recen por ellos. Esta fiesta, al mismo tiempo, por mucho que la disfracemos de Halloween o muchas cosas que hagamos, siempre nos pone ante los ojos una realidad que nuestro mundo moderno trata de obviar. O todo o más de maquillar, o si queréis, incluso espectacularizar.
Y es la realidad de la muerte. La realidad de la muerte está presente en la vida de los seres humanos. No solo en los informativos o en las guerras que ocurren lejos. La visita a los cementerios, al mismo tiempo que vamos a recordar y a rezar por quienes allí descansan en la paz del Señor, esperando el juicio final, esperando la Resurrección, los que hayan vivido conforme al Evangelio… No solo es eso, es también un recordatorio que la caducidad de nuestra vida, que de alguna manera en la primera lectura está presente con ese lamento por la caducidad de la vida. Pero al mismo tiempo ya está expresando en esa lectura, del Libro de las Lamentaciones… Está expresando la esperanza en la vida eterna.
Esa esperanza de la que va tomando conciencia el creyente del Antiguo Testamento y que llega a su plenitud en Jesucristo. Es más, Él mismo se muestra como la Resurrección y la vida. Marta expresa en esa queja y resumen esa queja, la queja de la humanidad ante la realidad de la muerte. Esa queja que sentimos todos cuando perdemos algún ser querido manera especial.
Esa protesta porque la vida se termina, por quienes aquellos a quien estábamos unidos por los lazos de la sangre, la amistad o la estima, nos dejan. Y nos dejan en el dolor, con esa agonía que viene del griego “agonos”, que significa lucha, por el final de la existencia.
Al principio de la existencia venimos llorando, el grito de un niño recién nacido. Y nos vamos de la vida también con el dolor, si no con el grito, el sufrimiento. Pero al mismo tiempo esa realidad que está ahí, que expresa la queja de Marta: Si hubieras estado aquí, no habría muerto mi hermano. Es la impotencia de la humanidad, es la impotencia de la debilidad humana. Porque la muerte, de alguna manera, nos hace tomar conciencia, sobre todo cuando la hemos tenido próxima o la hemos contemplado en un ser querido o la hemos tenido personalmente próxima.
Nos damos cuenta de nuestra dependencia de Dios y de los demás. Nosotros, que nos creemos autosuficientes, nosotros que hemos llegado al progreso, nosotros que luchamos por lo que se llama calidad de vida, cuando no “esperanza de vida”. Pero nos damos cuenta de que la muerte está ahí. Pero no para una película de miedo o de terror. Sino para darnos cuenta de que forma parte de la existencia humana y nos ayude a sopesar la vida con unos criterios que van más allá del tener. Del comamos y bebamos, que mañana moriremos. Y de apaga y vámonos, que el último cierre la puerta.
Si no, el ser humano está hecho para la esperanza, está hecho para la plenitud. Y de ahí, que se sabe precisamente que unos restos son vestigios de un ser humano en las civilizaciones más antiguas, en todas ellas. Porque hay un culto a los muertos, porque hay una esperanza de trascendencia, porque hay un deseo y un anhelo que expresa San Manuel Bueno, y nos lo relata Unamuno en su novela “No me da la gana de morirme”. Es el deseo del ser humano de la pervivencia. Pero solo es posible en Dios. Solo es posible por la fe. Marta responde ante esa respuesta de Cristo, “tu hermano resucitará”. Marta responde “Ya sé que él resucitará en el último día”. Es la fe del pueblo judío.
Pero Jesús da un paso, se presenta a sí mismo. Un paso decisivo y esencial. Él es la Resurrección y la vida. Por eso dice “Yo soy la Resurrección y la vida. El que cree en mí, aunque haya muerto, vivirá. Y el que está vivo y cree en mí, no morirá para siempre. ¿Crees esto?” Y ahí, queridos hermanos y hermanas, nos jugamos nuestra vida eterna.
Esa parte final del Credo que vamos a recitar después y que lo hacemos muchas veces casi de forma rutinaria. Esa parte final del Credo: creo en la resurrección de los muertos y en la vida eterna. Creo en la resurrección de la carne. Esa parte final hoy está silenciada en nuestra vida. Por el materialismo que nos invade, por esta sociedad de tejas para abajo solo.
Porque muchas veces el amor a nuestros difuntos es simplemente la pervivencia de un recuerdo, cuando no esoterismos al uso e importados. Solo merece la pena la vida si hay una fe profunda en la Resurrección. Sabiendo que Dios tiene la última palabra. De que el mal no tiene la última palabra. Sabiendo que esta debilidad nuestra, esa carne que fenece, esta vida que se termina, es un paso hacia una plenitud de vida que anhelamos y que Cristo nos ha hecho posible con su muerte y Resurrección.
Es lo que nos describe San Pablo en la Carta de los Romanos en la segunda lectura. Los que por el bautismo nos incorporamos a Cristo, fuimos incorporados a su muerte. Para que así como Cristo fue despertado entre los muertos, también nosotros vivamos una vida nueva. Resucitemos una vida nueva. Cristo nos ha precedido como cabeza nuestra. Y esa es la esperanza del cristiano.
Esa es la esperanza en medio de las persecuciones. Esa es la esperanza en medio de las dificultades de la vida. Esa es la esperanza que da ánimo y da consuelo ante la realidad de la muerte, sabiendo que nos duele y nos escuece. Y especialmente cuando en estos días recordamos a los más próximos que nos han dejado. Y que un día nos pasará a nosotros, cuando no de manera inesperada, ante una enfermedad que aparece, ante un accidente que ocurre, ante una vida joven que queda destrozada, un inocente que es muerto en los escenarios de guerra y de violencia.
Pero la muerte no tiene la última palabra. Para los creyentes, nuestra fe en la resurrección. Que es nuestra fe en Cristo, que es nuestra fe en Cristo. Por eso Jesús hace sus signos, como nos dice San Juan, sus milagros, para que creamos en Él.
Bueno, pues, ¿cómo vamos de fe en la Resurrección? Tenemos que preguntarnos. Pues ya mañana volvemos a las cosas cotidianas, a la vida de cada día, a los intereses de tejas para abajo. Y nos olvidamos que un día seremos nosotros. Pero no en el sentido romántico de nuestro románticos pesimistas y nostálgicos. No, sino en ese sentido profundo de una fe a la que tenemos que cambiar nuestras nostalgias.
Esa fe en Cristo resucitado. “Espera Israel en el Señor, como el centinela a la aurora”, nos ha dicho el salmo. Pues ojalá nosotros vivamos con esa esperanza que el Papa Francisco ha querido que en este año Jubilar sea precisamente la virtud puesta en un primer plano. Acudamos a la Virgen. Ella no está enterrada en ningún sitio. Ella ya participa también con su cuerpo mortal de la Resurrección de Cristo, mediante su asunción a los cielos. Porque en ella no tuvo ninguna parte el pecado, que es el origen de la muerte.
Ella está junto a los cielos, pero como dice el Concilio, no se ha olvidado de sus hijos, que todavía peregrinan. Pues acudamos a ella. Pidámosle por nuestros difuntos. Recordémosle hoy con la oración. Pero, sobre todo, también avivemos nuestra fe en la Resurrección, porque nos dará fuerza. Nos dará ese ánimo para vivir la vida como Dios quiere, dejando un mundo mejor tras de sí.
Que así sea.
+ José María Gil Tamayo
Arzobispo de Granada
2 de noviembre de 2025
S. A. I. Catedral de Granada
