De la Pastoral Bíblica de la Archidiócesis de Granada, para el domingo 12 de enero de 2025.
Hay películas que hablan de héroes con poderes. A nosotros, a través del bautismo, también se nos han dado poderes, unos poderes para la construcción de un mundo mejor: el poder de ser hijos y el poder de ser hermanos unos de otros. Son regalos del Señor para ponerlos al servicio de la construcción de la comunidad, la comunidad cristiana y la humana. Estamos llamados a la heroicidad de vivir según los dones recibidos.
Mi elegido (Is 42,1-4.6-7)
La liturgia nos propone un texto profético situado en el Deuteroisaias (Is 40-55), escrito probablemente durante el destierro babilónico que forma parte de un cuarteto conocido como los cánticos del siervo, de los cuales el nuestro constituye el primero (Is 42,1-7; 49,1-6; 50,4-9; 52,13-53,12).
En un contexto adverso y desesperanzado como es el exilio, se nos presenta la figura de un personaje anónimo y misterioso denominado por el Señor como “mi Siervo”, y con quien tiene un vínculo estrechísimo: “es su elegido, en quien se complace, ha puesto su espíritu sobre él, lo llamó en su justicia, lo cogió de la mano, lo formó”. Este personaje, sostenido por el Señor ha recibido de Él una importante misión que no se circunscribe únicamente al pueblo de Israel: “manifestar la justicia a las naciones (42,1), ser alianza de un pueblo y luz de las naciones para que abras los ojos de los ciegos, saques a los cautivos de la cárcel, de la prisión a los que habitan en tinieblas” (42,6).
La grandeza de la identidad y las cualidades de este personaje, así como la importancia de su misión, contrastan poderosamente con la forma humilde y suave con que la va a ejercer: “no gritará, no clamará, no voceará por las calles”, siendo cuidadoso especialmente con lo débil “la caña cascada no la quebrará, la mecha vacilante no la apagará”.
Muchos, a lo largo de la historia de Israel, trataron de identificar al personaje histórico que motivó este canto del profeta. La tradición cristiana al leer el profeta Isaías a la luz de la Pascua, pronto reconoció en Jesús de Nazaret a este personaje profetizado ya en el siglo VI a. C.
Hijo y ungido (Lc 3,15-16.21-22)
El evangelio que nos propone hoy la liturgia no sigue secuencialmente el texto lucano, sino que hay una interrupción en el relato evangélico. En la primera parte, aparece el Bautista presentando a Jesús (15-16), seguido del relato de la prisión de Juan por parte de Herodes (18-20); la segunda parte nos narra la Teofanía de Dios en el Jordán (21-22).
En el relato lucano a diferencia de los otros sinópticos, Juan no aparece bautizando a Jesús; pareciera que el tercer evangelista no lo considera “políticamente” correcto, pues podría dar pie a considerar a Juan mayor que Jesús, e incluso a considerar que Jesús tenía pecados.
1) Juan Bautista presenta a Jesús (15-16)
Tras la predicación de Juan, la gente parece confundirlo con el Mesías. Sin embargo, el Bautista va a clarificar pronto la confusión presentando a Jesús en contraste consigo mismo. Juan, tiene clara su identidad: él no se sabe protagonista de la Historia, él es el telonero, de quien viene detrás, otro “más Fuerte”. Ni siquiera es digno de desatarle la correa de las sandalias, que era lo propio del esclavo. Proclama un bautismo de conversión e invita a sumergirse en el agua como símbolo del deseo profundo de transformación. Jesús en cambio, trae el bautismo en Espíritu Santo y fuego que sumergirá a su seguidor en una vida nueva.
2) Teofanía (21-22)
La escena nos presenta a Jesús ya bautizado y en oración. En ese momento son tres realidades las que expresan la manifestación de Dios:
-Se abre el cielo.
-Baja sobre Él el Espíritu Santo en forma corporal, como una paloma. -Llega una voz desde lo alto.
Los cielos se rasgan, lo que expresa la comunicación directa entre el cielo y la tierra (Is 63,19). Por los cielos abiertos desciende el Espíritu de Dios como paloma, símbolo en el AT del poder creador (Gn 1,2), de la paz y la reconciliación (Gn 8,8-12). Junto a ello, llega la voz de Dios: “Tú eres mi Hijo (Is 42,1), hoy te he engendrado” (Sal 2,7). Jesús queda así ungido con el poder de Dios.
La teofanía nos está presentando a través de distintas claves la identidad de Jesús, así como su misión. Él es el ungido por el Padre como Mesías e Hijo de Dios, pero no es un Mesías político, sino un Mesías al estilo del Siervo de Yahvé.
La Palabra hoy
“El cielo es el lugar donde Dios habita”. Desde el cielo llega una voz, dice el Evangelio, que señala a Jesús. Ahora, al inicio de su vida pública la voz muestra la identidad de Jesús y su misión, como lo hará luego en transfiguración en el camino hacia su muerte y resurrección en Jerusalén: “Este es mi Hijo, el Elegido, escuchadlo” (Lc 9, 35). Con sus palabras, además de reconocerlo como su Hijo, está señalando a Jesús como el siervo doliente que redime al pueblo sin recurrir a la violencia (Is 42,1); y el rey ungido que manifiesta el poder de Dios a través de un reinado justo que privilegia a los oprimidos y a los vulnerables (Sal 2,7).
Cada uno de nosotros, por el bautismo somos “injertados” en Cristo. También somos hijos y ungidos y escuchamos las mismas palabras del Padre: “Tú eres mi hijo, yo te he engendrado”. El Espíritu también nos envía a nosotras-os a redimir a otros desde la misma actitud de abajamiento y humildad, poniéndonos al lado de los más pequeños; nos envía a ir haciendo visible el Reino de Dios abriendo los ojos de los ciegos y sacando de la prisión a los cautivos. En definitiva, el Espíritu nos envía, como dice Isaías, a “establecer el derecho en la tierra”.
Mariela Martínez Higueras, OP