Elaborado por la pastoral bíblica.

Celebramos este domingo la solemnidad de la Ascensión del Señor a los cielos, y con ella vislumbramos ya también, el final de la Pascua con el precioso don del envío del Espíritu Santo. A los cuarenta días de la Resurrección, el evangelista Lucas nos dice que Jesús volvió al cielo pero, si en la Encarnación bajó solo, ahora no regresa solo junto al Padre, sino que regresa llevando consigo a todos los rescatados por su victoria sobre el pecado y la muerte.

¿Qué hacéis ahí plantados mirando al cielo?

El libro de los Hechos de los Apóstoles nos muestra hoy una especie de resumen de cómo fueron aquellos últimos momentos de Jesús con los suyos desde después de su resurrección hasta que regresó junto al Padre en los cielos. El evangelista Lucas es quien aporta más detalles a este relato, pues nos cuenta que Jesús resucitado continuó con sus discípulos “apareciéndoseles durante cuarenta días y hablándoles del reino de Dios” (Hch 1, 3), y “a la vista de ellos, fue elevado al cielo, hasta que una nube se lo quitó de la vista” (Hch 1, 9). Una vez que Jesús fue elevado a los cielos y exaltado a la derecha del Padre, aquellos que habían contemplado semejante espectáculo quedaron atónitos, y unos ángeles se les parecieron y les comunicaron una hermosa promesa: “El mismo Jesús que ha sido tomado de entre vosotros y llevado al cielo, volverá como lo habéis visto marcharse al cielo” (Hch 1, 11)

El salmista nos recuerda hoy que “Dios asciende entre aclamaciones” (Sal 46, 6), que “Dios es el rey del mundo” (Sal 46, 8) y “se sienta en su trono sagrado” (Sal 46, 9), y por tanto nosotros estamos llamados también a exultar y a manifestar ese gozo: “pueblos todos, batid palmas, aclamad a Dios con gritos de júbilo; al son de trompetas: tocad para Dios, tocad; tocad con maestría” (cf. Sal 46, 2.7.8).

Cristo, nuestra Cabeza, ya está en los cielos

San Pablo, escribiendo a la comunidad de Éfeso, invita a los creyentes a confiar en la promesa de Jesús e invocarlo para que les “dé espíritu de sabiduría y revelación” (Ef, 1, 17) con una finalidad muy concreta: “poder conocerlo y que ilumine los ojos de nuestro corazón, para que comprendamos cuál es la esperanza a la que nos llama, cuál la riqueza de gloria que da en herencia a los santos, y cuál la extraordinaria grandeza de su poder en favor de nosotros” (cf. Ef 1, 17-19). Esto es algo imprescindible y sabemos que podemos pedirlo precisamente porque Dios es fiel y cumple siempre sus promesas, pues, así como ha sentado al Hijo a su derecha y “lo dio a la Iglesia, como Cabeza, sobre todo” (Ef, 1, 22), del mismo modo un día nosotros, su cuerpo, participaremos de esa gloria celestial, la de los hijos de Dios.

También nosotros, su cuerpo, volveremos a la Jerusalén del cielo con alegría

El evangelio de este domingo forma parte de la última aparición de Jesús resucitado a sus discípulos. Cristo se presenta en medio de ellos, les invita a comprobar que es de carne y hueso, que no es un fantasma, come con ellos y a continuación les recuerda que su pasión era necesaria, estaba en el plan de Dios: así está escrito, “el Mesías padecerá, resucitará de entre los muertos al tercer día y en su nombre se proclamará la conversión para el perdón de los pecados a todos los pueblos” (Lc 24, 46-47). Esto debía quedar claro para que ante su retorno al cielo no se entristecieran, para que pudieran dar fe a sus palabras y a la siguiente promesa, es decir, el envío del Espíritu Santo: “yo voy a enviar sobre vosotros la promesa de mi Padre, la fuerza que viene de lo alto” (cf. Lc 24, 49).

Una vez que Jesús terminó de comunicar a sus discípulos todo lo que les había de revelar, nos dice el evangelista que “los sacó hasta cerca de Betania y, levantando sus manos, los bendijo. Y mientras los bendecía, se separó de ellos, y fue llevado hacia el cielo” (Lc 24, 50-51).

La Palabra hoy

El Catecismo de la Iglesia Católica nos dice, acerca del misterio que celebramos, que “La ascensión de Jesucristo marca la entrada definitiva de la humanidad de Jesús en el dominio celeste de Dios de donde ha de volver (cf. Hch 1, 11). Jesucristo, cabeza de la Iglesia, nos precede en el Reino glorioso del Padre para que nosotros, miembros de su cuerpo, vivamos en la esperanza de estar un día con Él eternamente. Jesucristo, habiendo entrado una vez por todas en el santuario del cielo, intercede sin cesar por nosotros como el mediador que nos asegura permanentemente la efusión del Espíritu Santo (CEC 665-67).

Jesús recomienda a los apóstoles: “vosotros, por vuestra parte, quedaos en la ciudad hasta que os revistáis de la fuerza que viene de lo alto” (Lc 24, 49), es decir, han de permanecer allí, los anima a perseverar en la comunidad, unidos a la Iglesia, sostenidos por la gracia de los sacramentos. ¿Cómo se conjuga ese “no quedarse mirando al cielo” con el “quedarse en la ciudad”? La explicación es posible, ya que Jesús quiere que “volvamos a nuestra Jerusalén con alegría” (cf. Lc 24, 52), que volvamos a nuestro quehacer cotidiano, pero transformados por su gracia, hagamos comunión, construyamos puentes que conduzcan nuestros pasos hacia el cielo, y no vivamos de espejismos y proyecciones que nos hagan tropezar y perder el auténtico horizonte de nuestras vidas: Jesucristo, el lucero que no conoce ocaso.

Hablar de la Ascensión no es un mero elemento de referencia geoespacial, sino que nos recuerda dos cosas: en primer lugar, que Jesús vuelve junto al Padre, que está por encima de todo, que lo trasciende todo y lo inunda todo, y, en segundo lugar, nos remite a la alta dignidad a la que ha sido encumbrada la naturaleza humana. La ascensión de Jesús completa la existencia terrena de Jesús e inaugura la etapa de la Iglesia, quien asegura la presencia del Maestro a través de sus mismas palabras “Yo estaré con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo” (Mt 28, 20). La Ascensión no nos habla de un lugar como meta de la humanidad, sino más bien de una relación nueva que se convertirá en nuestra plenitud.

La Ascensión nos muestra la certeza de aquella antigua expresión “lo que no ha sido asumido no ha sido redimido”, es decir, al asumir Cristo nuestra naturaleza humana, no solo la redime, sino que la eleva hasta coronarla e introducirla en el misterio mismo de Dios. También la Virgen María experimentó esto al decir “sí” en la anunciación. Su carne fue consagrada por esta gracia divina, de tal modo que ella misma sería preservada de la corrupción y asunta también a los cielos como nos dice el prefacio de la Asunción: “ella es figura y primicia de la Iglesia que un día será glorificada; ella es consuelo y esperanza de tu pueblo, todavía peregrino en la tierra. Con razón no quisiste, Señor, que conociera la corrupción del sepulcro la mujer que, por obra del Espíritu, concibió en su seno al autor de la vida”.

Moisés Fernández Martín, presbítero diocesano.

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