Del domingo 6 de enero de 2024.

Cada año, en el marco litúrgico de la Navidad, la Iglesia nos propone celebrar el día de la Epifanía del Señor, es decir, su “manifestación a todas las naciones”; dicho evento ya nos indica la naturaleza de este Mesías que ha nacido, que no se va a revelar tan solo a los suyos, sino que pretende que todos, sin excepción alguna, puedan contemplar su gloria. También nosotros “hemos visto salir su estrella y venimos a adorar al Señor” (Mt 2,2), hagámoslo en primer lugar degustando bien su Palabra.

En primer lugar, el profeta Isaías nos invita hoy a ponernos en pie para recibir al Señor, como Jerusalén, no ya porque haya que volver del exilio, sino más bien porque llega Aquel que es el Camino hacia la auténtica ciudad santa, la Jerusalén celeste. Una vez más se subraya la gratuidad de este don, pues es el Mesías, que nos alcanza con su luz, quien hace posible este maravilloso encuentro.

El salmo por su parte traza los rasgos que asumirá este Niño Dios que ha nacido: “él librará al pobre que clamaba, al afligido que no tenía protector; él se apiadará del pobre y del indigente, y salvará la vida de los pobres” (Sal 71,12-13). Al recibir tan grande noticia entendemos por qué la antífona nos invita a postrarnos para adorarlo.

Pablo toma el testigo ahora y nos recuerda lo excepcional del momento presente, puesto que este misterio “no había sido manifestado a los hombres en otros tiempos, como ha sido revelado ahora por el Espíritu” (Ef 3,5). Estamos asistiendo, es más, participando de un acontecimiento prometido y esperado desde los tiempos de los patriarcas y profetas.

Y ahora, el Evangelio nos muestra ya la persona concreta y el lugar preciso hacia dónde hemos de encaminar nuestros pasos para admirar a Aquel en quien se han cumplido todas las promesas. Nos invita a pedir el don del Espíritu Santo para poder, como bien nos decía el Concilio Vaticano II, leer los signos de los tiempos. Son unos sabios extranjeros, gente ajena al pueblo de Israel, pero sinceros buscadores de la verdad, quienes han sabido ponerse en camino, salir de sí mismos, y de ese modo han podido ver aquella estrella que los ha llevado al Salvador; aquellos que no conocían la Escritura Sagrada han sabido leer en el cielo la señal, han encontrado la huella del Creador. Mientras tanto, el pueblo elegido aún desconoce qué está sucediendo, y los poderosos del momento, que han oído hablar del Niño, piensan que, en lugar de haber nacido la esperanza, ha nacido una amenaza para su autoridad y quieren eliminarlo.

Durante estos días de la Navidad hemos ido viendo poco a poco algunos personajes que van conociendo al Niño Jesús, pero hoy es distinto, porque estos magos de oriente que llegan a Belén representan a toda la humanidad. Belén aparece como un faro luminoso que hace llegar su luz desde oriente hasta occidente, “para guiar nuestros pasos por el camino de la paz” (Lc 1, 79); aquella que es llamada “casa del pan” se ha convertido en el lugar donde el Padre nos ha dado el verdadero Pan del Cielo (Jn 6, 32); un pan que no es para almacenarlo, sino para comerlo y ponernos en camino. Pero, ¿qué hacer después de encontrar al Salvador, hacia dónde nos dirigimos? La respuesta es clara: a todas partes. “Epifanía” es sinónimo de “misión”, de “acogida”, de “servicio”, puesto que estamos llamados a compartir lo que hemos recibido. Sabemos que la luz no disminuye al ser compartida, sino más bien al contrario, crece y se expande, pues hagamos nosotros de igual modo; quizás no podemos ofrecer oro, incienso y mirra, pero sí que podemos pedir que nuestra caridad sea concreta, nuestra fe luminosa y nuestra esperanza alegre.

Moisés Fernández Martín, pbro

PUEDES DESCARGAR EL COMENTARIO AQUÍ

[/fusion_text][/fusion_builder_column][/fusion_builder_row][/fusion_builder_container]