Del domingo 7 de enero de 2024.

Estamos cerrando ya el tiempo de Navidad con la celebración del Bautismo del Señor. Jesús a punto de iniciar su vida pública, baja al Jordán para ser bautizado por Juan. El Señor está preparado para comenzar su misión en Galilea, los ecos del Bautista han llegado hasta esa región y desea ser bautizado por él.

La primera lectura ( Is 42,1-4.6-7) del llamado segundo Isaías nos presenta a uno de los personaje más extraños y fascinantes de su libro: el siervo de Yahvé, figura que más tarde se identificará con Jesús de Nazaret. En este primer canto (Is 42,1-7) la imagen del siervo resulta misteriosa. Se trata de un oráculo de presentación en el que Dios habla en primera persona, mostrando a un personaje a quién denomina “mi siervo” y “mi elegido”.

No sabemos de quién se trata, solo que se encuentra en íntima relación con Dios: él lo sostiene y es objeto de sus complacencias. Lo que sigue pone en claro que el siervo tiene una misión frente a las naciones y además no actúa por iniciativa propia sino porque el espíritu del Señor se lo ha comunicado. Su acción se presenta de manera humilde para que todos reciban la justicia y el derecho.

El Evangelio: Mc 1, 7-11 del bautismo de Jesús en el Jordán va a significar su unción mesiánica en la que el Padre le declara Hijo-Siervo-Profeta. Se trata de una experiencia vocacional, en la línea de Is 6, 1-13 y Jr 1, 4-19. Cuando Juan predicaba el bautismo de conversión, Jesús abandona Nazaret, se dirige a él y recibe su bautismo. La tradición del NT es unánime en asociar este gesto a las profecías del Siervo de Yahvé, el profeta solidario que toma sobre sí los pecados del mundo. Jesús recibe el bautismo porque se siente solidario con los pecadores y hace un gesto propio de este Siervo-Profeta.

Al mismo tiempo, estamos ante una escena privada, un encuentro personal con Dios. Al salir del agua, Jesús vio que los cielos se rasgaban, lo que implica que ya es posible la relación entre el cielo y la tierra. Por los cielos abiertos desciende sobre Jesús el Espíritu de Dios, como paloma, símbolo del poder creador (Gn 1,2), de paz y reconciliación (Gn 8,8-12). Mientras tanto Dios, con palabras del primer poema del siervo de Yahvé (Is 42,1), lo declara ungido como Hijo Amado. Esta experiencia inmediata de Dios, esta llamada del Padre que se dirige a Jesús, llamándole Hijo querido, es fundamento y centro interior del evangelio. Además, añade un comentario justificante: “en ti me complazco”. Todo se debe a la elección gratuita de Dios.

Marcos ofrece de esta forma una clave importante para llegar a comprender el misterio de la persona de Jesús, y presenta con más claridad lo que Juan quería decir cuando hablaba del Más Fuerte que bautizará con Espíritu Santo. La profecía mesiánica se ha cumplido, el tiempo de la espera ha cesado y la salvación de Dios ha llegado a la tierra.

La Palabra hoy

El viento sopla dónde quiere y es capaz de penetrar las rendijas más pequeñas de la tierra con un susurro leve, o convertirse en un fuerte huracán. La ruah de Dios es capaz de colarse por los entresijos del alma y hacernos vibrar de vida y de alegría. Sumergirnos en la ruah, implica zambullirse en las aguas siempre en movimiento del compromiso, de la solidaridad, de los márgenes donde viven tantas personas que necesitan el soplo del amor, de la misericordia. Dejarnos llevar y conducir por el Espíritu es abrirnos a la misión a la que el Señor nos envía desde lo que somos y hacemos. El Espíritu Santo, como dice el Papa Francisco, nos hace ver todo de modo nuevo: según la mirada de Jesús. Él nos enseña por dónde empezar, qué caminos tomar y cómo caminar.

Carmen Román Martinez, op