De la Pastoral Bíblica de la Archidiócesis de Granada, para el domingo 17 de marzo de 2024.
Llegamos al último domingo de este tiempo de cuaresma. Tiempo de gracia, de desierto y de novedad evangélica. Hoy la Palabra nos invita a acoger interiormente la nueva alianza que Dios escribe en nuestros corazones.
La nueva alianza escrita en el corazón
La primera lectura tomada del profeta Jeremías nos dispone, desde el principio de la liturgia de la Palabra, a renovar nuestro compromiso con el Señor. En ella, leemos que Dios anuncia a su pueblo cautivo una situación radicalmente nueva e inaudita. Se anuncia el final del tiempo del exilio en tierra extranjera y la necesidad de interiorizar la ley de Dios. Todo ello se realizará por medio de una nueva alianza que señala el inicio de un tiempo nuevo.
La Alianza es un pacto entre iguales, un compromiso bilateral, pero lo singular del anuncio del profeta Jeremías es que el protagonista del nuevo pacto es Dios. Es él quien actúa. La alianza pasada, pactada con la generación del desierto, fue quebrantada por la desobediencia del pueblo. En esta ocasión la alianza se sostiene en la fidelidad de Dios. Ahora, Dios quiere mantenerla de un modo nuevo. Por ello, la nueva alianza que Dios actúa estará escrita en el corazón de cada persona. Será Dios mismo quien la escriba. La fórmula de la alianza es la misma que se dio a los padres en el desierto. Dios no se limita a renovar lo antiguo, sino que establece una alianza nueva, distinta, más plena; es más, la hace inquebrantable. Si el pasado estaba marcado por la desobediencia, la nueva alianza tiene como principio el perdón de las culpas, la cancelación de las deudas.
LA HORA DE JESÚS
En Jesús la nueva alianza llega a su plenitud. Diariamente proclamamos y escuchamos en la eucaristía sus palabras con las que identifica su sangre con la alianza nueva y eterna. La sangre de Jesús es derramada por nosotros.
Los días de la cuaresma se van acortando y el evangelio presenta a Jesús ante su propia hora, la hora de la pasión y de la gloria. El texto que leemos en la liturgia de hoy, tomado del evangelio de san Juan, sitúa a Jesús ante su propia muerte. Con la llegada de los griegos que muestran su deseo de conocer a Jesús, el evangelista completa el deseo universal de conocer- creer en Jesús. En los capítulos anteriores fueron los samaritanos, los funcionarios romanos, los doctores de la ley… de una manera u otra, todos han manifestado su interés por el Maestro al que serán atraídos “cuando sea elevado sobre la tierra”.
Nada más escuchar el deseo de los griegos, Jesús reconoce que ha llegado la hora de glorificar al Padre. Él es el grano de trigo que tiene que morir para fructificar, si bien, tiene la alternativa de no morir y quedar solo, lejos del Padre. Jesús se enfrenta desde su libertad con su propio destino.
La segunda lectura también presenta este momento de Jesús. Recuerda el autor de Hebreos que el Señor, en los días de su vida mortal, se dirigió con ruegos y súplicas, con poderoso clamor y lágrimas, al que podía salvarle de la muerte. Su alma se turba, y de Jesús no puede salir otra palabra que el sí al Padre y a su plan de salvación: Padre, glorifica tu nombre.
Jesús opta por ser como el grano de trigo. Declara que su vida está destinada a fructificar en favor de otros. La donación de su existencia es causa de salvación de muchos y su sangre, entregada por la humanidad, es la sangre de la nueva alianza que cancela nuestras culpas.
Jesús ve que cuanto se realiza en él es también el proyecto de vida de quien le sigue. El que quiera servirme que me siga. Seguir a Jesús significa estar donde él está, en comunión con el Padre y entregando su vida en favor de los hermanos. El destino del seguidor de Jesús es el mismo que el del Maestro, les une un destino común de muerte y de gloria.
LA PALABRA HOY
Oramos en este tiempo el viacrucis, recuerdo de la pasión del Señor. Hoy escuchamos en la Palabra que un destino común de muerte y de gloria une a los discípulos con el Maestro. En muchas partes del mundo hay cristianos que viven su viacrucis, que son perseguidos por su entrega al Evangelio y por su servicio evangélico. Reflexionemos y oremos por ellos con las palabras del Papa Francisco: “son muchos los que sufren y mueren para dar testimonio de Jesús, y también hay otros que son penalizados en distintos niveles por comportarse de manera coherente con el Evangelio, y otros que luchan todos los días para mantenerse fieles a sus deberes, sin hacer ruido, mientras el mundo se burla de ellos y predica lo contrario. Estos hermanos y hermanas también pueden parecer fracasados, pero hoy vemos que no es así. La semilla de sus sacrificios, que parece morir, germina para dar frutos, porque Dios a través de ellos sigue obrando maravillas, transformando los corazones y salvando a los hombres”.
Ignacio Rojas Gálvez, osst