Fecha de publicación: 9 de octubre de 2022

Muy querida Iglesia del Señor, Pueblo santo de Dios, Esposa amada de Jesucristo:

Sería muy fácil decir que las Lecturas de hoy son una invitación a la gratitud, a la acción de gracias. La acción de gracias y la gratitud -lo decía yo hace una semana y lo he hecho probablemente muchas veces a lo largo del ministerio de estos años- es la actitud fundamental del cristiano. El centro de la vida cristiana es la Eucaristía, que significa precisamente “acción de gracias”. Pero toda la vida cristiana es una acción de gracias. Todos hemos sido curados de la lepra, no de la lepra física. Sin duda, el Señor no ha querido y es un designio bueno librarnos de nuestra condición mortal, para que podamos esperar nuestra condición definitiva, que es el Cielo, que es la vida eterna, que es la comunión con Dios. Y así, sin velos y sin oscuridades, y con el corazón y los designios de Dios. Y eso podría decirse que son las Lecturas, a lo que nos invitan las Lecturas de hoy. El general sirio, en el siglo VII-VIII antes de Cristo, tenía la lepra y fue una criada suya…, pues le habló del profeta que había en Samaria; y él fue y le mandó una cosa que le pareció a él muy estúpida, que es que se lavara siete veces en el Jordán. Pero obedeció al profeta: se lavó y quedó curado de la lepra y expresó su gratitud diciéndole que le pidiera lo que quisiera. Y sin embargo, el profeta lo rechazó y luego le hizo otra oferta. Dijo: te quedas con esta tierra y quédate conmigo con unos animales, y así para tu servicio. En todo caso, aquel pagano, aquel sirio que no creía en Dios, creyó en Dios a raíz de aquel hecho y supo volver a agradecérselo al profeta. En el caso de los diez leprosos a los que Jesús cura, también sólo un extranjero, un samaritano, que los judíos tenían como medio paganos (no los consideraban parte del pueblo judío, no se hablaban los judíos y los samaritanos, aunque los samaritanos tenían una parte del Antiguo Testamento, pero sus diferencias eran tan grandes que no los consideraban judíos, los consideraban paganos); y es sólo el samaritano el que vuelve a dar gracias a Dios.

Pero yo quisiera fijarme en dos detalles que a veces uno, en la Lectura del Antiguo Testamento, le pedimos a Dios cosas que no nos las concede o no actuamos como aquel general sirio. En realidad, lo que le tenemos que pedir a Dios siempre es que vivamos unidos a Su corazón; que vivamos según Sus designios, que es la oración que Dios escucha siempre, que no deja nunca de escucharnos cuando se lo pedimos. Y eso a veces significa pasar por la prueba, como pasó el general sirio, de que te diga “pues, mira, es que esto es estúpido”. Dice: “Pero no hay ríos mejores en Siria que están el Éufrates y el Tigris y los ríos de Damasco. Dónde me puedo lavar mejor que en este riachuelo que es el Jordán”. Y si él hubiera accedido a ese pensamiento suyo ni hubiera sido curado y hubiera tenido motivos de dar gracias a Dios, cuando rezamos aunque sea el Padrenuestro, sobre todo cuando rezamos el Padre Nuestro o los Salmos, lo que hay que pedirLe al Señor es “Señor, que abras nuestro corazón a tus designios. Señor, que se haga Tu voluntad, porque Tu voluntad es siempre buena, y por Tu voluntad, si aprendemos a amarla, podremos darTe siempre gracias”. Suceda lo que suceda, porque todos tus designios, son para bien. Qué padre le da a su hijo una piedra cuando le pide un pescado. O le da una piedra cuando le pide un pan; o una serpiente cuando le pide un pescado. Y dice: “Si vosotros, que sois malos, sabéis dar cosas buenas a vuestros hijos, cuánto más vuestro Padre del Cielo dará cosas buenas a quienes se lo piden”. “Dará el Espíritu Santo -dice otro de los evangelistas- a quienes se lo piden”. Al final, lo que Le pedimos al Señor es que nos dé Su Espíritu y desde Su Espíritu: que podamos afrontar todas las circunstancias de la vida.

La otra cosa que yo quisiera subrayar: los niños del Camino Neocatecumenal por las noches, antes de entrar en la segunda cosa que quiero decir, tienen una oración muy sencilla, cuando se despiden, hacen y piden por su abuela, por sus titos, por otro, por los padres, por los hermanos, por el mundo, por la paz. Pero siempre terminan la oración diciendo: “Y a mí dame la fe y el Espíritu Santo”. A mí siempre me ha conmovido oír a niños de cuatro años o de seis años o de diez, decir “dame la fe y el Espíritu Santo”. Si nos das la fe y el Espíritu Santo, terminar el día haciendo esa súplica -dame la fe y el Espíritu Santo- es una cosa grande, porque en realidad es lo que le pedimos al Señor cuando le decimos, cuando rezamos el Padrenuestro: “Sálvanos, danos la fe y el Espíritu Santo”. Danos tu Espíritu, para que podamos vivir la vida y hasta morir, la muerte, llenos de Tu Espíritu, sin verla sólo con los ojos de este mundo, sino viéndola, viendo todo lo que sucede incluso en nuestra muerte, con los ojos de Dios, que entonces la muerte deja de ser algo que pincha, que muerde, que rompe el corazón, que desespera. No, la muerte es el paso a la vida eterna, es el paso a la vida verdadera. Y lo podemos vivir. No digo sin dolor, pero hasta con alegría. Y como soy testigo de esa alegría y lo he sido muchas veces en mi vida de sacerdote, lo puedo decir: hasta con alegría.

La otra cosa que quería deciros es que San Pablo, cuando habla al final de la Lectura dice “y si nosotros somos infieles, Él permanece fiel, porque no puede negarse a Sí mismo”. Dios mío, ¡qué cosa tan grande! Si nosotros descubrimos que no somos agradecidos; si nosotros descubrimos que somos pequeños, que somos torpes, que queremos hacer las cosas bien, pero luego las hacemos mal; que queremos hasta vivir para el Señor, pero luego vivimos para nosotros mismos o para nuestros caprichos, o para nuestros intereses, o para lo que sea (siempre son supuestos nuestros intereses, son nuestros caprichos, pero no en realidad para el Señor, aunque creamos en Él, aunque queramos que sea el centro y la guía y el motor y todo en nuestra vida. Y lo decimos sinceramente, pero luego somos muy torpes). Pero, gracias a Dios, Dios no nos mide por nuestra torpeza. Dios no nos mide por nuestros pecados. En las Confirmaciones, en la oración de consagración de los confirmandos, hay una cosa que se dice y que a mí siempre tengo tentación de explicarla, porque se dice “Tú que el agua y el Espíritu redimiste a estos siervos tuyos y los libraste del pecado”. Y yo lo pienso y digo: estos chicos se van a pensar que esto es mentira, porque se han peleado ayer con su madre, porque han dicho esta mañana una mentira a alguien, porque viven pensando sólo en la fiesta que van a tener el viernes, porque cometen pecados, ¿cómo puedo yo decir los libraste del pecado, los libraste del poder del pecado? Desde la Redención de Cristo, la medida de nuestro valor no son nuestras obras. Claro que quien ama a Cristo desea vivir bien, pero no es la medida de nosotros mismos nuestras obras. La medida de lo que valen nuestras vidas es la Sangre de Cristo. Por muy torpes que seamos. Porque si nosotros somos infieles, Él permanece fiel. Él permanece fiel, porque no puede negarse a Sí mismo.

¿Y quién es Él para ti? ¿Cómo se negaría Dios a Sí mismo? Dejando de querernos. Y si Dios nos quiere, Dios mío, la salvación la tenemos al alcance de la mano, la tenemos en nosotros. Está en nosotros. Y si hay algún camino para que nosotros abandonemos el mal, es el amor. El amor que Dios nos tiene, la certeza de que a pesar de todo, Tú eres siempre fiel, siempre fiel, aunque yo meto la pata. Pero Tú sigues ahí, siempre fiel, con la mano tendida siempre. Por eso es tan equivocado juzgar a los demás, porque es olvidarnos de que Dios ama con un amor infinito y que no excluye de ese amor a nadie, a nadie. Eso no hace más que incrementar los motivos que tenemos para dar gracias y vamos a proclamar nuestra fe.

Os pido perdón porque ya está más difícil estar atentos cuando tenemos… no me atrevo a decir, la música, el ruido que tenemos, sobre todo los que estáis más atrás. Pero también podéis veniros más adelante si queréis. Pero que el Señor nos haga experimentar Su amor de todo, de modo que toda nuestra vida sea alegría y júbilo, como dice también un Salmo y la alegría de que nace, de que Tu amor no tiene fin.

Palabras finales antes de la bendición final

Perdonad que interrumpa vuestra acción de gracias, pero sólo dos minutos. Hace apenas diez, veinte, treinta años, quizá el cristianismo se presentaba como algo contrario a la razón, lo contrario a la inteligencia humana, contrario a casi hasta el estado humano como tal. Eso ya no funciona y me parece que no hace falta mucho razonamiento para sencillamente comparar lo que se está celebrando fuera en la Plaza de las Pasiegas. Y cuando yo era adolescente me gustaban los Beatles. Quiero decir que no tengo nada contra la música, contra la música moderna buena, que también la hay, incluso rock&roll bueno, que también lo hay. Y lo que se celebra en el interior de esta Catedral para poder decir que el cristianismo está por lo humano, defiende lo humano, defiende la razón, es el espacio: la Iglesia, a pesar de todos nuestros errores, nuestras equivocaciones y nuestras meteduras de pata, también en esto. Pero está llamada a salvar en este mundo en el que estamos, el valor de la inteligencia, el valor del bien y del bien supremo que es el Amor, pero el amor verdadero, no el amor instintivo, no cualquier cosa; y la belleza. La belleza es patrimonio de lo cristiano y lo tenemos que volver a descubrir quienes lo somos. No se puede creer en Jesucristo sin amar la belleza de una belleza en la que tendemos siempre a superarnos (…).

(…) Nosotros tenemos que pedirLe al Señor, ¿por qué los jóvenes se juntan ahí? ¿Y qué tenemos que hacer nosotros para poder atraer a los jóvenes a la buena belleza, a la verdad del amor verdadero, a la verdad de lo bello, que atrae y seduce y atrapa el corazón, y no sólo a lo que promueve los instintos y los instintos más bajos.

(…)

+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada

9 de octubre de 2022
S.I Catedral de Granada

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