Queridísima Iglesia del Señor, reunida aquí para venerar hoy la Imagen de Nuestra Madre, la Virgen de las Angustias;
muy queridos sacerdotes concelebrantes, D. Francisco, D. Blas, los demás sacerdotes;
queridos seminaristas;
querido Hermano Mayor, Junta de Gobierno, saludo especialmente a los Hermanos Palieros, que ofrecéis esta Eucaristía de manera especial;
muy queridos hermanos y amigos todos:
El Evangelio dice en la Pasión de Jesús unas poquitas cosas acerca de la Virgen, pero una de las que dice es la que acabamos de escuchar: que la Iglesia, los discípulos de Jesús, representados en la figura de San Juan, el apóstol virgen, el discípulo amado, recibió a la Madre de Jesús como madre. Jesús en la cruz, en el momento de su sacrificio supremo, en el momento en que nos entrega su vida y su Espíritu para que se queden para siempre sembrados en la historia humana, sembrados en la carne de cada uno de nosotros, para que cada uno de nosotros, y cada uno de los hombres que quisiera acoger el don de Dios, como lo acogió aquella mujer de Samaria, pudiéramos vivir como hijos de Dios. Todos nosotros tenemos, pues, a María como madre nuestra.
¿Qué significa tener una madre en el cielo?, ¿qué significa que María sea nuestra madre? Significa muchas cosas, pero yo voy a subrayar sólo una: tenemos un lugar de refugio. Los niños pequeños, cuántas veces lo ve uno, sobre todo si se encuentran en una multitud, en un centro comercial, o en la calle, en medio de una multitud, y de repente se sienten perdidos, acuden inmediatamente a protegerse junto a su madre. Yo diría que eso es uno de los motivos, uno de los fines para los que Jesús nos deja a su madre: que tengamos un lugar de refugio, un lugar de refugio en esta vida al que poder acogernos. Ella, Tú, Señora, Madre nuestra, eres ese lugar de refugio que necesitamos.
Lo necesitamos para muchas más cosas de las que solemos acudir a Ella. Con frecuencia, acudimos a la Virgen para que nos resuelva problemas humanos, problemas de la salud (que no digo que no haya que acudir, aunque no es muy razonable pedirle a la Virgen, cuando uno tiene ochenta años, que nos permita vivir como si tuviéramos veinticinco, porque sé que ese tipo de milagro no lo hace el Señor). El Señor nos ha creado de una manera, con una condición que es nuestra condición mortal, marcada por el paso del tiempo. Y el paso del tiempo tiene un valor y la vejez tiene un valor. Y los años y el paso de los años tienen un valor, que también es aprender a desprendernos de las cosas en las que hemos puesto nuestra esperanza en este mundo, para aprender a confiar en el único que realmente está a la medida de los anhelos de nuestros corazón que es Dios.
Refugiarse en la Virgen claro que vale para pedir, no a veces que nos cure, sino que nos ayude a vivir bien la enfermedad; que nos ayude a ser conscientes de, justamente, de que Dios es nuestra única esperanza, el único capaz de saciar los anhelos de nuestro corazón; que nos vaya enseñando a vivir de manera que pongamos más y más nuestro corazón, nuestra esperanza, nuestra confianza en Dios. Ésa es la única esperanza que no defrauda.
Pero tenemos necesidad de acudir a la Virgen como refugio para muchas otras cosas. La más importante de todas -mucho más que la salud, mucho más incluso que otras necesidades materiales o humanas que le pedimos que son legítimas-: que nos libre del poder del pecado; que purifique nuestro corazón del egoísmo, que purifique nuestro corazón de la envidia, que purifique nuestro corazón de la lujuria o de la avaricia; que nos permita vivir con un corazón sencillo, de hijos de Dios, capaz de acoger con gozo las circunstancias en las que el Señor nos pone en cada momento de nuestra vida, porque el Dios que es Amor, el Dios que hemos conocido en Jesucristo es un Dios que nunca nos da una piedra cuando nos puede dar un pan, que nunca nos da una serpiente cuando le pedimos un pescado, que está siempre dispuesto a darnos su Espíritu, que es el único bien indispensable en la vida. El único bien que necesitamos para vivir de acuerdo con las exigencias profundas de nuestro corazón y con el designio de Dios que nos ha creado y nos ha llamado a la vida eterna es el Espíritu de Dios. Y el Espíritu de Dios no lo niega jamás Dios a quien se lo pide. Acudimos a nuestra Madre para pedirle que nos dé el Espíritu de Dios para poder vivir según ese Espíritu.
Luego, son tantas las formas en las que perdemos la paz, o perdemos la paciencia, o se meten en nuestra vida, en nuestras relaciones humanas, las relaciones de familia, las relaciones de vecindad, las relaciones de convivencia social y política (puesto que formamos todos una gran sociedad), se envenenan, se deterioran, el Enemigo encuentra siempre caminos para deteriorar nuestro camino humano, para hacer generar motivos aparentes de violencia, de odio, de división.
Las raíces más profundas de todos esos motivos de división, en el seno del matrimonio, en el seno de la familia, en el seno de la convivencia del barrio o del pueblo, de la ciudad, o de la sociedad en general, es siempre el diablo, es siempre el Enemigo. El diablo es el que divide, divide a los hombres, divide al hombre de la mujer y a la mujer del hombre, divide a los hijos de los padres, divide a los hermanos entre sí, y no porque no haya motivo, repito, aparentes, pero detrás de todos esos motivos se esconde una de las siete pasiones capitales que envenenan nuestra vida. Por eso, la petición más grande que podemos hacer a la Virgen, el refugio más grande que de Ella necesitamos: que Ella nos dé su corazón, que Ella nos haga partícipes de su corazón, que Ella sea instrumento, interceda por nosotros para comunicarnos el Espíritu de su Hijo y que podamos vivir en la libertad gloriosa de los hijos de Dios.
Eso es lo que nosotros nos sabemos darnos a nosotros mismo nunca, nunca, porque hace falta la Gracia de Dios para vivir como un hijo de Dios; hace falta el Espíritu de Dios, pero eso es lo que nos ha dado Cristo en su Pasión, y eso es lo que nos dado Cristo al darnos a su Madre: un lugar de refugio donde podemos suplicar siempre el Espíritu de Dios, ese don que jamás el Padre niega a aquéllos que se lo piden. Eso es lo que podemos pedirle a nuestra Madre.
Yo podría decir que la Virgen, además de Madre nuestra, es mucho más: es Hija de Dios, Hija de Dios Padre. Cuando yo rezaba el rosario de pequeñito con mi abuela en una aldea de las montañas de Asturias, el primer avemaría del misterio se decía “Dios te salve María, Hija de Dios Padre, Madre de Dios Hijo, Esposa del Espíritu Santo”. Como hija de Dios Padre Ella es modelo de los que estamos llamados a ser hijos de Dios. Tenemos alguien en quien vernos. Tenemos alguien que puede acoger. ¿Cómo la vemos a Ella como hija? Pues, cuando acoge el designio de Dios con la confianza de un niño pequeño en las manos de su padre, cogido, bien cogido de la mano de su padre. Le dice el ángel unas cuantas locuras y Ella no duda del designio de Dios: Aquí está la sierva del Señor, que se haga en mi según tu palabra. Y aquella mujer de una aldea pequeñita que no tenía más de doscientos habitantes, que era Nazaret, se ha convertido en la mujer más querida, más famosa, más bella, pero, sobre todo, más querida…, si de lo que tenemos los seres humanos en la vida es de amor, no hay mujer que haya recibido más amor en la historia que la Virgen María. Lo dijo Ella en su cántico de alabanza: “Me dirán dichosa todas las generaciones”. Y cualquiera que la hubiera oído en ese momento hubiera dicho “esta mujer está loca, ¿quién se va a acordar de ella de aquí a tres generaciones? Sus nietos, sus bisnietos, sus tataranietos, alguien un poco famosa a lo mejor si le hacen una escultura o algo así”.
Dios mío, son dos mil años. Son cinco mil kilómetros de distancia. Y en todos los lugares del mundo -en Japón, en Indochina, en Alaska, en Brasil, en Perú, en el fondo del cono de América del Sur, en Chile, en Australia- se canta y se venera a la Virgen María en todas las lenguas del mundo; en el corazón del África negra se canta a la Virgen María. Y aquella locura ha dejado de ser una locura. Ella es modelo, referencia. Y de una manera muy sencilla: basta con decirLe a Dios que sí, que no es resignarse. No es resignarse. Resignarse es lo que hacen los paganos. Basta con decirLe a Dios: “Sí, hágase en mi según tu palabra”, y nuestras vidas crecen, crecen y se hacen grandes en el designio de Dios, crecen en la capacidad de amar, de perdonar, a la manera como Dios perdona y ama.
Y como Esposa del Espíritu Santo también es referencia para nosotros. Entonces, se concierte en un espejo de la Iglesia. La Virgen es el espejo en el que cada uno de nosotros podemos ver la belleza de la vocación a la que todos hemos sido llamados. Cuando yo entraba se estaba dando la Comunión de la Eucaristía anterior, aquí en la Basílica. De aquí a un momento, el Señor se repartirá humildemente como alimento, como pan, para sostener nuestras vidas, para sostener nuestras vidas de nuevo dándonos su Espíritu Santo para que seamos uno con Él, hijos en el Hijo.
¿Cuál es la belleza a la que el Señor nos llama a cada uno? La belleza de la Virgen. ¿Cuál es la vocación que resume todas las vocaciones? La de la Virgen. ¿Dónde podemos reconocer nuestro destino? ¿Cuál es nuestro destino: un hospital de la Seguridad Social? Pasaremos por ellos, seguro. ¿Cuál es nuestro destino el silencio y el olvido de los cementerios? No. Nuestro destino es la gloria del Hijo de Dios. Nuestro destino es Dios, donde Ella ya participa resplandeciente de belleza. Dios mío, la Virgen no estaba así con su hijo en las rodillas, con su hijo muerto. La Virgen era una mujer casi, a lo mejor, medio escondida en ese momento para poder estar cerca de la cruz de su hijo, con un manto probablemente lleno de polvo y no especialmente limpio en aquel momento junto a la cruz, viviendo el dolor más grande que un corazón de madre haya podido conocer jamás. Pero la vestimos de reina. ¿Qué quiere decir eso? Quiere decir que la historia no terminaba en la cruz para Jesús. La historia empezaba para todos nosotros con la muerte, con el misterio pascual de Cristo. Empezaba para la humanidad un alba nueva, una humanidad nueva. Y Ella, que es la perla, y el comienzo, y la plenitud de esa humanidad nueva, goza ya para siempre del triunfo resucitado de su Hijo. Ése es nuestro destino. Y cuando te vemos a Ti, Madre nuestra, como Reina con tu Hijo muerto en tus brazos, nosotros sabemos que pasemos por donde pasemos nuestro destino es esa misma corona, ese mismo manto, esa misma belleza, esa misma gloria que Tú ya gozas, en nombre nuestro y como principio nuestro en el Cielo, en el Reino de tu Hijo.
Dios mío, que nos acojamos a Ti como madre; que aprendamos de Ti a ser hijos del Padre; y que nos miremos en Ti para vivir de acuerdo con nuestro destino, para que podamos vivir cada momento de la vida con la certeza de que la última palabra nunca la tiene el mal, nunca la tiene el desamor, nunca la tiene el pecado, nunca la tiene la violencia ni la muerte. La última palabra la tiene la Misericordia de Dios, que nos ha llamado a todos a participar del Reino de su Hijo.
Que así sea para mi. Que así sea para todos vosotros. Que así vivamos todos los días de nuestra vida.
Hacemos profesión de nuestra fe.
+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada
24 de septiembre de 2017
Basílica de Ntra. Sra. de las Angustias
XXV Domingo del T.O y por la intención del Cuerpo Hermanos Palieros Hermandad de las Angustias