Queridísima Iglesia del Señor, Esposa muy amada de Jesucristo, Pueblo santo de Dios;
queridos hermanos y amigos todos:
Cuando llegamos al final de la parábola del hijo pródigo, nos parece espontáneamente que el hijo mayor tiene razón. “Yo toda la vida aquí contigo, toda la vida trabajando para ti y nunca hemos celebrado una fiesta, y este sinvergüenza que se llevó lo tuyo, que lo malgastó, que lo dilapidó y se hizo pastor (-no habría seguramente ningún oficio más proscrito en el pueblo de Israel que de ser pastor y pastor de cerdos, un animal impuro por excelencia-), viene y, sin más, le celebras un banquete”. Tiene razón, pero pone de manifiesto cómo nuestros pensamientos, gracias a Dios, no son los pensamientos de Dios.
Porque si le damos la razón al hijo mayor, todos nosotros nos veríamos excluidos de la vida divina, porque ninguno podemos presumir. Más podría presumir San Pablo de haber perseguido a la Iglesia, porque lo hacía por ignorancia. Lo hacía pensando que, con ese perseguir a los cristianos cumplía la Ley, puesto que era la Ley del Sanedrín, que era el tribunal más alto de la Ley judía, el que había condenado a Jesús. Por tanto, perseguía a la Iglesia pensando que hacía bien, como tantos también en nuestro tiempo, que piensan que persiguiendo a la Iglesia, que esto es una patraña de curas, que esto del Evangelio es muy difícil tomárselo verdaderamente en serio, en profundidad y que sea eso el criterio y la luz de nuestra vida, piensan que hacen bien. Y sin embargo, todos nosotros tendríamos que tener la actitud del hijo pródigo, que dice “me levantaré, iré adonde mi padre (-es lo que hemos cantado en el salmo-) y le diré: ‘No, no merezco que me trates como un hijo, pero trátame como a uno de tus jornaleros. Que mejor estar siendo jornalero tuyo que viviendo por mi cuenta sin que nadie me dé ni siquiera las bellotas que les dan a los cerdos’”.
Las categorías de Dios no son las nuestras. Gracias a Dios. Dios no es justo con nuestra justicia. Es justo con una justicia que tiene otro nombre, que se llama misericordia. Hace unos días leí una frase que me chocó: “La misericordia no es uno de los nombres de Dios, es Dios mismo”. Es verdad, por misericordia hemos sido creados, pero por misericordia, a pesar de todas nuestras torpezas, nuestras mezquindades, nuestras pequeñeces, nuestros escándalos, nuestros pecados… los nuestros, los de quienes hemos conocido al Señor. Porque, repito, quienes no han conocido al Señor también pueden pecar, también pueden obrar mal, sin duda, pero muchos también obran bien, sin haber conocido al Señor. Pero, aunque obren el mal, tienen menos responsabilidad que nosotros, justo porque nosotros conocemos la Bondad de Dios, nosotros hemos conocido a nuestro Padre. Rezamos el Padrenuestro. Somos, nos sabemos hijos de Dios.
Todos, absolutamente todos, tenemos necesidad de la misericordia de Dios y, por lo tanto, no podemos escandalizarnos de la misericordia que Dios tiene con otros, en nombre de una supuesta justicia, que es nada más que justicia aparente. “Es que yo hago esto muy bien”. Bueno, pero si te pones delante de Dios con esa actitud, no has entendido nada de quién es Dios.
Las parábolas de la misericordia que hemos leído hoy son el corazón del Evangelio, junto con las bienaventuranzas, que son la proclamación que, para este mundo en el que lloramos, para este mundo en el que todos somos pobres, porque nuestra condición mortal nos hace a todos radicalmente pobres; ante la muerte, todos somos sumamente pobres, nadie podemos ponernos por encima de la muerte, ni dominarla, ni manejarla, ni controlarla. Jesús proclama que hay una dicha; que hay una dicha para los hombres. Para los hombres pobres que lloran, es decir, para todos los hombres. ¿Cuál es esa dicha? Señor, el conocimiento de Tu misericordia, la experiencia de Tu misericordia. Hemos pedido en la oración que “podamos experimentar el fruto de Tu misericordia”. ¿Cuál es el fruto de tu misericordia? Una vida alegre. Una vida que sabe que el Señor no nos va a abandonar jamás a pesar de nuestras torpezas, a pesar de nuestras mezquindades, a pesar de nuestros extravíos, a pesar de nuestras previsiones y nuestros conflictos. El imaginarnos un amor de Dios así nos cuesta y el pensar que un amor de Dios así pueda dirigirse a nosotros nos cuesta mucho más, porque nosotros nos conocemos un poquito y sabemos lo que somos en definitiva. Sabemos que hasta que muchas veces nuestra bondad es una pose o postureo, como se dice hoy, y que nuestras pasiones, en el fondo, la avaricia, la envidia o el egoísmo son las que rigen nuestra vida, son las que rigen de verdad nuestra vida.
Mis queridos hermanos, levantémonos, volvamos hacia nuestro Padre. Si lo que Dios quiere es que celebremos el banquete, lo que Dios quiere es que podamos ser felices con Él. Dios quiere nuestra felicidad. Dios no quiere otra cosa, precisamente porque Dios es Amor y porque el amor que Dios tiene para con su criatura, el hombre, creado a su imagen y semejanza, se llama misericordia. Es misericordia. Esa misericordia es el suelo más firme sobre el que podemos edificar nuestra vida. No hay otro.
El Evangelio es la Buena Noticia que hay. Si no has venido a llamar a los justos, viniste a llamar a los pecadores, dijo el Señor. No son los sanos los que tienen necesidad de médico, sino los enfermos. Señor, nosotros somos pecadores, nosotros estamos enfermos, nosotros te necesitamos. Necesitamos tu amor que nos cure y que levante el corazón, que nos ilumine, que haga surgir el gusto por la vida y el gusto por la libertad. Esa libertad preciosa de quien se sabe hijo de Dios, a quien Dios no va a abandonar jamás. Señor, yo puedo abandonarte, yo puedo tropezar y caer mil veces, hasta mil veces, cada día, pero si mi corazón suspira por tu causa, si suspira por Ti, si desea sinceramente estar contigo, Tú estás. También estás cuando no lo deseamos. Porque tú no nos abandonas. No nos abandonas nunca.
Ese que es más pecador, que se burla de nosotros, que nos insulta, pensamos nosotros que está más lejos de Dios; es el que tiene a Dios más cerca. Él no lo sabe porque no lo conoce, por eso vive en el resentimiento. Tantas personas viven en la amargura hoy, en la desesperanza. La desesperanza es esa. Es como la soledad más profunda que se da en el hombre, se da especialmente en el hombre de hoy. Vivir en la desesperanza, esa soledad que reina por dentro de las entrañas del corazón. No, no hemos nacido para eso. El Señor, que es Amor, quiere que vivamos en el gozo de la misericordia encontrada, en el gozo del amor reconocido, de la pobreza reconocida. El Señor nos acoge en cada Eucaristía. Levantémonos, dirijámonos a nuestro Padre, pidámosLe: “Señor, acógenos. Acógenos a nosotros (…). Señor, acógenos Tú. Acógenos Tú en tu seno, en tu misericordia y toda nuestra vida será alegría y júbilo”, como dice el Salmo. Yo lo pido para mí. Yo lo necesito y creo que todos lo necesitamos.
Dirijámonos a nuestro Padre y celebremos el banquete, que no es el del novillo cebado, sino el de Su Hijo, la vida divina. El Señor nos entrega a cada uno de nosotros la vida divina para la que hemos nacido. La vida divina, que es lo que verdaderamente cumple los anhelos más profundos de nuestro corazón.
Que así sea.
+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada
11 de septiembre de 2022
S.I Catedral (Granada)