Homilía de Mons. José María Gil Tamayo, arzobispo de Granada, en las ordenaciones diaconal y sacerdotal del 18 de octubre de 2025, en la S. A. I. Catedral de Granada.

Queridos Óscar y Lenon,

Queridas familias,

Queridos hermanos y hermanas también,

Que antes se me ha olvidado saludaros a los que habéis venido de los pueblos. No se me olvida. Yo también soy obispo de toda la diócesis y de los pueblos de la Alpujarra, con mucho cariño, además. De Válor, de Mecina, Alfalá, de Nechite, de Mairena, de Laroles, de Jubar. Y también de la Herradura, de Jete, de Otívar y de Lentegí.

Bienvenidos seais todos. Estáis en vuestra casa. Aunque cueste mucho llegar. Sois unos pueblos de altura. Muchas gracias por vuestra presencia. Queridos hermanos y hermanas. Queridos sacerdotes concelebrantes, queridos diáconos, queridos seminaristas. Es, como os decía, un motivo de alegría la ordenación que estamos celebrando. Lo es para la Iglesia de Granada, lo es para la Iglesia Universal.

El pasado miércoles, al Papa León, a quien saludé por primera vez en manifiesto de la comunión y el cariño de la Iglesia de Granada con él, sucesor de Pedro. Desde ese espíritu vivimos esta celebración. Acabamos de escuchar las palabras de Dios que es lámpara para nuestros pasos, luz en nuestro sendero. En esa Palabra de Dios hemos escuchado en el texto del libro de Isaías, en que nos habla de que el Espíritu del Señor está sobre el Mesías. Y este texto se lo apropia el propio Jesús en la sinagoga de Nazaret. Cuando se levanta hacia la lectura, es proclamado este texto y dice: Hoy se cumplen estas palabras que acabáis de oír.

Él es realmente aquel sobre el que se ha posado el Espíritu. Él es el que ha sido enviado a evangelizar a los pobres, a darnos la libertad verdadera, a salvarnos. A darle al mundo la alegría del Evangelio, la esperanza. Y esto es a lo que estamos llamados todos en la Iglesia. San Pablo VI decía que la Iglesia existe para evangelizar. Y esa evangelización se lleva a cabo con orden, mediante la disposición con la que Dios ha querido ordenar su pueblo.

Todos estamos llamados a ser anunciadores de Cristo. Todos participamos del sacerdocio real de Cristo por nuestro bautismo, que es la condición fundamental, la de hijos e hijas de Dios. Pero Dios ha elegido entre los hombres de su pueblo aquellos que participen de una manera especial de su capitalidad, que es Cristo, cabeza y pastor de su pueblo. Ese pastor que, como hemos entonado, cantado en el salmo, no nos abandona, continúa. Continúa mediante el ministerio apostólico, continúa a través de los pastores del pueblo de Dios, anunciando el Evangelio con el nombre y la autoridad de Cristo.

Y eso es cometido. Ahora, Oscar, dentro de un momento, te entregaré los santos Evangelios. Te diré que recibas el Evangelio de Cristo del que has sido constituido mensajero. Convierte en fe viva lo que te voy a decir. Y lo que has hecho fe viva anúncialo, difúndelo. Y lo que has anunciado, testimónialo con tu ejemplo. Allí está resumido… Que también vale para todos los otros sacerdotes.

Lo hizo también Lenon en el día de su ordenación de diácono. Vale para todos nosotros. Vais a ser anunciadores, privilegiados y cualificados de la Palabra de Dios. Ya no simplemente sois unos expertos en la Sagrada Escritura, sino que también sois maestros del pueblo de Dios. Pero es el testimonio lo que convence. Es ciertamente Dios el que hace crecer la semilla de su Palabra en nosotros.

Pero lógicamente, nos tenemos que hacer creíbles por nuestro testimonio, por nuestra palabra. Querido Oscar, llevas mucho tiempo dedicado al anuncio mediante la enseñanza religiosa, su seguimiento. Te has preparado durante muchos años y esperado con paciencia. Gracias a Dios, la Iglesia instituyó pues de nuevo el ministerio de diácono permanente. Que vivieron los primeros cristianos, como nos relata el libro de los Hechos de los Apóstoles y la primitiva comunidad cristiana. Y que el Concilio Vaticano II puso de nuevo en la Iglesia como un ministerio, no solo destinado en el camino al sacerdocio ministerial mediante el presbiterado, sino también como ministerio propio. Como vocación completa.

Pues, querido Oscar, ha llegado ese momento. Dios tiene su tiempo. Nunca llega tarde, aunque nosotros nos parezca. Él tiene el momento que no coincide con nuestros relojes, con nuestros calendarios. El Señor te bendiga. Te has preparado. Ahora, anuncia Jesucristo y doy gracias a tu familia por acoger este don y esta vocación. También tu familia ha sido seminario, semillero, donde esa semilla de la vocación que Dios puso en ti hace ya mucho tiempo, la han cuidado, la han completado.

Has vivido ese testimonio con el que el Señor bendice a su Iglesia, también mediante el sacramento del matrimonio que continúa. Que continúa en esta nueva vocación al servicio del pueblo de Dios. Ahora, ya como ministro cualificado, como alguien que anuncia el Evangelio en el nombre y con la autoridad de Cristo, como servidor de la mesa de la Palabra, pero también de la mesa eucarística.

Pero hay algo que nos ha mostrado hoy la Palabra de Dios y que vale para todos nosotros, los cristianos, pero de manera especial para el ministerio ordenado. El ministerio es servicio. Nuestro Señor nos ha dicho que el Hijo del Hombre no ha venido a ser servido, sino a servir y a dar su vida en rescate por muchos. De alguna manera, hoy sois expropiados de una manera especial.

Sois expropiados de vuestro ego, de vuestro yo, aunque que siempre la tentación del hombre viejo reclama sus fueros perdidos. Pero estamos hechos para Dios y para los demás. La consagración nos lleva, precisamente, a ese sentido de una proexistencia en favor de Dios y de los otros. Y el Evangelio, hoy vemos que Jesús se pone por los suelos. San Juan no nos relata la institución de la Eucaristía en Jueves Santo, porque ya nos ha hablado del discurso del pan de vida, del capítulo seis de su Evangelio.

Nos ha explicado el sentido teológico de la Eucaristía como nadie. De Cristo, como pan de vida eterna, que nos anticipa la Resurrección y al mismo tiempo el misterio de su entrega, sacrificada por nosotros. Tenéis que ser hombres de Eucaristía, hombres de Cenáculo. Pero una cosa, el Cenáculo también es lavatorio de los pies.

El Cenáculo también es servicio. Un autor francés escribía no hace mucho en el diario La Croix: ordenados por los pies. Y habla y recuerda de que Cristo es Mesías por abajo. Y puede sorprendernos, ¿qué quiere decir ordenados por los pies? Cuando la ordenación, cuando la haré dentro de un momento, es por la cabeza. Cuando somos consagrados, precisamente, al ser ungidos. Y al mismo tiempo por la imposición de manos en nuestras cabezas.

Y este autor francés, con una gran creatividad, dice que Cristo en la Última Cena, cuando instituyó el sacerdocio, les muestra a sus discípulos que hay que ser también ordenados por los pies. ¿Habéis visto lo que yo he hecho con vosotros? Vosotros también debéis hacer lo mismo. Debéis lavaros los pies unos a otros.

Es el ejemplo y el testimonio del Papa Francisco pocos días antes de morir, visitando la cárcel el Jueves Santo y rememorando el lavatorio de los pies. Cristo fue ungido también en sus pies por una mujer, por una pecadora. A María también. Fue ungido con perfume, fueron lavados sus pies con lágrimas. Cristo nos enseña que tenemos que estar a los pies.

Y esto no se puede… No entráis a formar parte de una casta, sino de un ministerio. No podéis servir a Dios y al poder. No podemos servir a Dios y al dinero. Este es el estilo, lo que has leído, lo que has hecho fe viva, difúndelo, predícalo. Lo que has predicado, vívelo con tu ejemplo. Este es nuestra vida. Y esto exige un permanente e inseparable relación con el misterio eucarístico de Dios que se anonada.

Pero ese Dios es Jesús de Nazaret. Ese Dios es el Señor. Ese Dios es sobre quien está el Espíritu, porque me ha ungido. Me ha enviado. Luego está la misión, también. Lenon, vas a recibir ahora el ministerio de la santificación de una manera especial. Te vas a comprometer a vivir de manera especial, único Jesucristo. Los dos. Impersonando a Cristo, cada uno en el orden que recibís. Personando a Cristo, Lenon, en el sacrificio eucarístico. Celebrando la Eucaristía como el centro y culmen de tu vida, como lo es de todo sacerdote y de todo fiel cristiano. Haciendo el centro, haciendo el amor de tus amores. Viviendo ese sentido al mismo tiempo de misterio, de oración ante el Dios que se ha hecho nuestro. Y que está presente en nuestros Sagrarios, desde la Alpujarra a la costa. Desde poniente hasta la parte opuesta, hasta el Levante.

Está entre nosotros. Ese Dios es el que se pone por los suelos, pero que es Eucaristía, que es el Señor. Que es el Mesías que nos anuncia el Evangelio de la alegría, como como hemos oído. Vas a ser dispensador del perdón de Dios.

Y yo te pediría que aprendas también del pueblo de Dios, que acuda a pedir el perdón. Porque hay mucho santo. Hay mucho santo en el pueblo de Dios. Santos anónimos, santos de la puerta de al lado, decía Francisco. Ejercita el ministerio del perdón y vive el perdón para con los demás. Y no dejes de recibirlo. Ejercita también la cercanía a los enfermos. Con la unción, como nos dice Santiago en su carta: Si alguno está enfermo, llame a los presbíteros de la Iglesia, que oren por él y lo unja.

Vas a ejercitar el ministerio de acompañamiento de los esposos. Vas a ejercitar, en definitiva, la presencia de Cristo en medio de su pueblo. Y ambos, unidos al ministerio del obispo. De este pobre obispo, en vuestro caso. Y todos bajo Pedro y con Pedro, en su sucesor, el Papa.

Tenéis un regalo que nos ha hecho el Papa. Al mismo tiempo, con el recuerdo y con la presencia en sus letras y en su espíritu del Papa Francisco, en la exhortación apostólica “Dilexi te”. Donde nos habla de que los pobres no son una opción, es una obligación. Los pobres concretos, los pobres con rostros, no podemos nunca olvidarnos.

Queridos hermanos, os vais a comprometer también en la oración, en identificación con Jesucristo. Tenéis que ser hombres de oración, hombres de espíritu en un mundo paganizado y en un mundo materializado.

Hombres serenos que den paz a quien está agobiado, a quien está polarizado, a quien está enfrentado. Tenéis que ser, en definitiva, entre comillas, superhombres. Sabiendo que sois débiles y de que nuestra fortaleza es prestada, es de Dios. Y que nosotros también seremos como Pedro, capaces de andar sobre las aguas. Pero el momento en que dudemos, nos vendremos abajo como él. Y el Señor nos dirá: ¿Por qué has temido, hombre de poca fe?

Queridos hermanos, os pongo bajo la protección de la Virgen Santísima. Madre del ministerio ordenado, madre nuestra, la que es la servidora por antonomasia, porque es la esclava del Señor. Y por eso en ella hizo la más grande. En vosotros y en mí también la hará, en la medida en que demos permiso a Dios para que nos expropie y sea Él. Y podamos decir como el apóstol: Ya no soy yo quien vive, es Cristo quien vive en mí.

Así sea.

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