Querida Iglesia del Señor, Esposa muy amada de Jesucristo, Pueblo santo de Dios;
muy queridos sacerdotes concelebrantes, diácono que nos acompaña;
hermanos y amigos:
Para quien haya visitado la catedral de Chartres, os recuerdo que os acordaréis de este detalle que es muy llamativo. Pero, para quien no la haya visitado, se puede buscar también en Internet o en cualquier libro de arte. La catedral de Chartres es probablemente la culmen o la obra culminante del gótico europeo, sin hacer de menos a la Catedral de León, que es mi favorita por lo unitaria que es. Pero en la catedral de Chartres no nos damos cuenta, por ejemplo, de que las proporciones de la nave son idénticas a la proporción de la imagen de la Virgen que hay en ella. Quiero decir, que hay una serie de armonías casi musicales en ese bellísimo edificio gótico. Y en el pórtico de la entrada -igual que en el pórtico de Santiago, que es, a su vez, la iglesia románica más bella de todo el románico europeo, está la figura de Santiago- en la catedral de Chartres lo que está es Jesucristo creando a Adán. Está la figura de Adán y Jesucristo, como trabajando en la cabeza de Adán, como creador de Adán. Esa imagen para nosotros es un poquito extraña, porque estamos tan acostumbrados a la idea de eso que ha dicho el Papa hace poco, que, además ha llamado la atención a mucha gente, porque ha dicho “nosotros no creemos en Dios. Nosotros creemos en el Padre del Hijo y el Espíritu Santo”, que es decir el Dios cristiano no es el Dios del deísmo o el Dios de la filosofía de los siglos XVII y XVIII, o el Dios de la masonería; es el Dios que hemos conocido en su historia con nosotros, que es Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo.
Fijaros en la Segunda Lectura de hoy. Hablando de Jesucristo, decía “todo ha sido creado por Él y para Él. Por Cristo”. Cuando nosotros decimos que estamos creados a imagen y semejanza de Dios, sólo de una manera infinitamente lejana estamos creados a imagen del Padre o imagen del Espíritu Santo. Estamos creados a imagen del Hijo: el Hijo de Dios. El Hijo de Dios es el fruto de la donación que Dios hace de toda Su vida divina, porque Su vida es donación. Porque Dios es Amor y lo que hace es donarSe por entero. Y no a partir de un momento de su historia, sino por toda la eternidad. Dios se dona y por eso el Hijo es igual de eterno. Y por eso el Hijo tiene la misma dignidad que es idéntico al Padre, con una sola diferencia que el Padre da la vida y que el Hijo la recibe. Pero es absolutamente idéntico, no como en la creación o en nuestra generación humana. Pero, cuando decimos que somos imagen de Dios, decimos que somos imagen del Hijo de Dios. Y Dios nos ha creado con un cuerpo y nos ha creado hombre y mujer. El Hijo de Dios nos ha creado hombre y mujer, para que pudiéramos asomarnos un poquito al misterio de Su amor, porque Él, ya desde la creación del hombre, tiene su vista puesta en la encarnación del Hijo de Dios. Somos imagen de Dios. Somos imagen del Hijo. Y eso explica nuestros anhelos de plenitud, nuestros anhelos de felicidad.
Si buscáis en el Nuevo Testamento la Carta a los Colosenses, en el capítulo primero, ahí hay un himno. Era un himno que cantaban los primeros cristianos por los años 60 ó 70 del siglo primero, y ahí es donde dice: “Todo ha sido creado por Él y para Él”. Luego, la traducción dice “todo se mantiene en Él”. Es una manera un poco pobre de decirlo. Todo tiene en Él su consistencia, es decir, consistimos en Cristo, nuestra consistencia como seres humanos, como criaturas. No digo como cristianos. Nuestro ser consiste, tiene su consistencia en Cristo. Es fuertísimo. En el fondo, si lo pensamos, diríamos está hasta el fondo. Y yo sé que todas las palabras humanas son muy pobres y se quedan siempre pobres a la hora de hablar de Dios. Si no se quedaran pobres, el Dios del que hablamos no sería Dios. Pero son siempre muy pobres. Pero, lo cierto es que, si lo pensamos hasta el fondo, estamos hechos de Cristo. Me diréis, estamos hechos de células, de nervios, de músculos, de huesos, claro que sí. Pero en el fondo, en el fondo, en el fondo estamos hechos de Cristo. Y porque estamos hechos de Cristo, es verdad aquello que decía san Agustín y que rompe todas las medidas del positivismo científico y de la cortedad de mirada de la ciencia positivista: “Nos hiciste, Señor, para Ti y nuestro corazón está inquieto -es decir, no hallará descanso- hasta que descanse en Ti”.
Nos has hecho a imagen tuya y hay en nosotros como un anhelo, como una nostalgia del hogar, como un deseo de plenitud, de felicidad, de amor, de verdad y de belleza, pero, sobre todo de amor, que no hallará su saciedad mientras no se sacie en el amor, en el océano infinito del amor infinito de Dios. Y eso explica esta cosa de la que yo sé que los curas predicamos poco porque nos hace meternos en charcos que hay… que suscitan un montón de preguntas y que, si tuviéramos tiempo, yo estaría encantado de respondérosla. Pero, pensad, estoy creado a imagen de Jesucristo. Hombre y mujer, varón y hembra, somos imagen del Hijo de Dios. Y somos imagen y estamos hechos para un amor parecido al del Hijo de Dios. Sólo saliendo de nosotros mismos y encontrando a los otros, nos encontramos a nosotros mismos. Pero, digo, esto explicaba la frase de san Agustín que resume el pensamiento cristiano sobre el ser humano: “Nos hiciste, Señor, para Ti, y nuestro corazón andaba ansioso, inquieto, desasosegado, hasta que descanse en Ti”. Pero explica también otra cosa. La Primera Lectura decía “verás que en la Ley de Dios y el mandamiento de Dios no está ya más allá de lo que tengas que decir. Quién me va a subir hasta el Cielo, para que pueda ver sus mandamientos” (¿o para que pueda vivir sus mandamientos?, o ¿no está al otro lado del océano y del mar para que pueda decir: quién me va a llevar a lo que tienes en el corazón?).
¿Qué significa esto? Que hay una connivencia y una complicidad entre el Dios que nos ha creado a imagen y semejanza de Su Hijo y el corazón nuestro, que desea y anhela esa plenitud que llamamos felicidad, que está hecha de belleza contemplada y admirada, de verdad reconocida y acogida con sencillez de bien y de amor que se recibe y que se da. Porque también recibir el amor es un arte, no sólo darlo. Un arte y una virtud. San Juan Pablo II, que tiene en una de las cartas que escribió, habla mucho del dar y el recibir. Solía hacerlo con mucha frecuencia como el rasgo de la vida humana hecha para el amor. Decía el amor que se recibe, porque el amor que se da o que se recibe engrandece tanto al que lo da como al que lo recibe. Saber recibir el amor, saber acogerlo, hace crecer tanto como darlo, porque hace falta, para recibirlo igual que para darlo, renunciar a uno mismo, renunciar al orgullo, renunciar a afirmarnos a nosotros mismos por encima de todo. Y eso es un gran acto de humildad, acoger el amor, dejarse querer. Veréis, las madres saben de esto y cuando se hacen mayores les cuesta mucho que sean sus hijos quienes tienen que cuidar de ellas. Y hay ahí algo que uno entiende. Dios mío, pero yo siempre he cuidado de mis hijos, siempre he hecho todo lo que podía hacer y ahora como me vuelvo tan pobre o tan pequeño que tienen que cuidarme a mí, y se resisten todo lo que pueden. Mamá, déjate querer, porque es tan importante dejarse querer. Y en la experiencia cristiana, hasta en los mandamientos de la Ley de Dios, es tan importante dejarnos querer por Dios como quererLe. Yo creo que, en realidad, es casi más importante dejarse querer por Dios. Porque viene eso antes de los mandamientos. Es verdad que el primer mandamiento, como decía el escriba de hoy, es “Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón”. Pero, ¿cómo voy a amar a alguien que no sé que me quiere? Sólo cuando tengo la experiencia de que el Señor me ama y que me ama en mis circunstancias concretas.
Y ahora paso al Evangelio. Todos nosotros somos ese hombre que cayó en manos de bandidos. Pues, anda que no estamos en manos de bandidos; pues, anda que no son bandidos muchos de los que nos venden productos y cosas inútiles completamente, a través de los anuncios, que nos venden una felicidad barata de todo a euro, simplemente en disfrutar, por así decir, de los placeres o de la vida de este mundo. Y cómo nos deja eso el corazón vacío tantas veces. Hemos caído en manos de bandidos, estamos en manos de bandidos y esa es la condición humana. Pero, no ahora por unas circunstancias, sino que esa es la condición humana desde que dejamos el Paraíso. ¿Y quién es el buen samaritano? Ese a quien todos desprecian y nos ha recogido y nos ha cargado en su cabalgadura y le ha pedido al posadero que nos lave las heridas, que nos cure y ha dejado el precio pagado hasta que él volviera. Es Jesucristo. El buen samaritano es Jesucristo. Y la parábola del Buen Samaritano no es sólo para que nosotros seamos buenos, samaritanos los unos con otros; es para que reconozcamos, en primer lugar, que somos nosotros, el hombre maltratado, que somos nosotros el ser humano herido, a veces muy herido, malherido, molido a palos, molido a palos por la vida a veces y sin culpa de nadie, pero por haber nacido en este mundo de pecado. Y sólo Jesucristo viene a nosotros, viene ahora en esta Eucaristía, Se nos da, nos comunica Su vida divina. ¿Va a hacer eso que desaparezcan nuestros dolores o nuestras enfermedades? Yo vengo justamente ahora de despedir en el tanatorio a un sacerdote que ha muerto de covid y, Dios mío, dices no desaparece ni nuestra condición mortal, ni nuestras enfermedades, ni nuestras heridas, pero sabemos que hay un amor más grande que esas heridas cuando reconocemos a Jesucristo, cuando reconocemos que estamos hechos de Jesucristo. Cuando reconoces que tu novia o tu mujer o tu marido, tu novio, está hecho de Jesucristo y está hecho para Jesucristo. Y tú no le vas a poder hacer feliz nunca o no la vas a poder hacer feliz nunca. Tú eres un compañero o una compañera de camino que camináis juntos hacia el Señor, plenitud de todo en todas las cosas. Plenitud también de nuestro corazón.
“Busquemos al Señor -decíamos en el Salmo- y revivirá vuestro corazón”. Busquemos al Señor que Él es capaz de dar sosiego a nuestro corazón y que está ya en nosotros. Está en nosotros por la Creación. Si estamos hechos de Él, está en nosotros por la Creación. Pero está en nosotros porque ese anhelo y esa sed de felicidad que hay en nuestro corazón nace también de Él y tiende hacia Él. BuscadLe y Él hará que nuestro corazón rebose de gratitud, rebose de alegría, rebose de gozo en medio de nuestra pobreza, y haga que valga la pena que nazca un niño.
Claro que es una preciosidad que nazca un niño. Pero es una necesidad y es una alegría inmensa, justamente porque nace un ciudadano más del Cielo. El misterio tan inmenso que es ese niño pequeño que está ahí, que hemos sido nosotros, que lo seguimos siendo. Sólo que nos damos menos cuenta. Nos damos más cuenta de la pequeñez de un bebé, pero ese misterio que somos sólo se esclarece, sólo se sacia, sólo se llena en Cristo Jesús que nos aguarda, que nos espera y que es nuestra felicidad completa.
Hoy viene misteriosamente a través de Sacramento de la Eucaristía. Vamos a acogerLe con sencillez de corazón, para que Él nos colme con Su amor y entendamos el misterio que somos. No está destinado simplemente a conseguir pequeñas migajas de lo que el mundo reparte, sino la felicidad de los hijos de Dios, la plenitud de los hijos de Dios, el Reino que Él tiene preparado para nosotros, porque es el Reino de Su Hijo.
Que así sea para los que estáis aquí. Que así sea para todas las personas que amamos y que tenemos cerca. Y que así sea para el mundo entero si fuéramos capaces de comunicar con pasión esta vocación de ser hombres y mujeres creados a imagen y semejanza del Hijo de Dios.
+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada
10 de julio de 2022
S.I Catedral de Granada