Fecha de publicación: 11 de diciembre de 2014

Queridísima Iglesia del Señor, Pueblo santo de Dios y Esposa de Nuestro Señor Jesucristo,
queridos sacerdotes concelebrantes,
Real Federación de Cofradías,
hermanos cofrades que habéis querido acompañar esta preciosa imagen de la Virgen Inmaculada;
hermanos de la comunidad de San Juan de Letrán, que también os habéis querido unir a esta Vigilia;
hermanos y amigos todos:

San Efrén -que es un Doctor de la Iglesia del siglo IV, que vivió en esa tierra tan herida que es el norte de Irak y que es uno de los Padres grandes de la Iglesia, aunque sea muy poco conocido- decía que el Señor nos daba a conocer Su designio, Su voluntad, se nos daba a conocer Él, en un doble libro: en el libro de la Creación y en el libro de la Escritura y que para quien tenía la mirada limpia, la mirada de fe, que era el primer don de Dios, uno podía ver cómo la Creación estaba -dice él- preñada de Cristo si supiéramos verla, y cómo la escritura está toda ella llena de sus esbozos, de sus figuras, de cosas que nos enseñan, de personas sobre todo que representan para nosotros aspectos del misterio de la Salvación.

En el Adviento, y esta Vigilia de la Inmaculada -porque en la liturgia de la Iglesia prevalece el Domingo de Adviento sobre cualquier otra Solemnidad-, hay una imagen de la Creación, que es la que ha regido toda la primera lectura, y dos figuras de la Escritura que representan lo que la Iglesia quiere enseñarnos en esta pedagogía, en esta escuela, que es el Año Litúrgico, en la que se va desplegando el Misterio de Cristo.

La figura de la Creación es la figura de la tierra reseca, la tierra de otoño, la tierra donde ya segada, ya en barbecho a veces, en la que todavía no ha caído la primera lluvia. Si os fijáis, el profeta Isaías usa esa imagen, usa varias imágenes en este pasaje, y dice: “Consolad, consolad a mi pueblo, consolad a Jerusalén (Jerusalén es la Esposa de Yahveh, la Esposa del Dios de Israel) porque ya ha sufrido bastante, ya ha pagado bastante por sus pecados”. Y entonces empieza a hablar de una imagen de la tierra y del cielo. La imagen que está detrás de eso es la tierra reseca y la lluvia que cae. De hecho llega a decir el Salmo que hemos leído después: “El Señor nos dará la lluvia y nuestra tierra dará su fruto”. Y en la lectura hablaba de la fidelidad que brota de la tierra y de la justicia; la justicia en la Escritura es siempre la Salvación, la Salvación de Dios que viene desde el cielo. Se unen cielo y tierra y es cuando cae la lluvia y la tierra florece, y quizá hace falta haber visto alguna de esas lluvias que en primavera o en otoño, uno o dos días al año nada más, cae una lluvia en el desierto de Judá, y el desierto se convierte en una alfombra de flores que duran un día o dos días, porque inmediatamente se vuelven a secar, pero el espectáculo de ese día que ha caído la lluvia es de las cosas más bellas que hay sobre la tierra.

¿Qué quiere decirnos el Señor con eso? Pues que en este tiempo de Adviento qué es lo que pedimos: la lluvia, la lluvia para nuestra tierra seca. ¿Quién es la tierra seca? Nosotros, nuestras vidas, nuestros corazones. Sin Dios toda nuestra vida es nada y vacío. Sin Dios todos nuestros esfuerzos conducen a cosas muy pequeñas, muy limitadas, incluso cuando conseguimos que las cosas salgan bien o funcionen bien o estén bien, o cuando conseguimos hacer obras hasta heroicas. Pero si el hombre mira en el misterio de su vida, en toda su integridad, hasta esas obras heroicas resultan trágicas si no hay lo que la vida nos da, si no hay mas que esta tierra, si el horizonte final de todo es, en definitiva, la muerte y el silencio de la muerte. (…)

+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada

7 de diciembre de 2014
S.I. Catedral
Vigilia en la Solemnidad de la Inmaculada Concepción

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