Homilía del arzobispo Mons. José María Gil Tamayo en la Eucaristía con la que se inician las celebraciones del V centenario de la colocación de la primera piedra de la Catedral de Granada, que data de 1523, y de inicio de forma solemne del ministerio del arzobispo como titular en la Archidiócesis.
Queridos hermanos sacerdotes concelebrantes, os doy especialmente las gracias por vuestra presencia, lo mismo que a todo el Pueblo de Dios de Granada; a vosotros, queridos fieles, y miembros de la vida consagrada, por vuestra presencia en esta celebración;
Que es la celebración de la Encarnación de Jesucristo, Hijo de Dios, que es una celebración de agradecimiento a Santa María, Nuestra Señora de la Encarnación, por haber dicho sí, porque el Verbo se ha hecho carne y nos ha salvado. Y lo que hemos visto y oído, como dice Juan en su Primera Carta, “eso os anunciamos, para que también vosotros tengáis comunión con nosotros. Y nuestra comunión verdaderamente es con el Padre y con su Hijo Jesucristo”.
Queridos hermanos y hermanas, la comunión con Cristo, la acogida y la confesión de Jesucristo como Dios y hombre verdadero, hemos pedido al Señor en la oración colecta que nos haga a nosotros también participar de manera más plena en la naturaleza divina de Cristo. Como dice san Agustín: “Dios se ha hecho hombre, para que el hombre se haga Dios”. Y ahí está la grandeza del hombre, la grandeza que estamos llamados, queridos hermanos, a proclamar: “El hombre es el camino de la Iglesia”, decía San Juan Pablo II; y el Verbo, el Verbo encarnado, como nos dice el Concilio, el Verbo le dice al hombre lo que debe ser el hombre. Cristo es la vocación suprema del hombre. Luego, la evangelización a la que estamos llamados y el compromiso cristiano es, al mismo tiempo, un canto de ensalzar al hombre y su dignidad. Pero esto, esta comunión con Cristo, el Verbo encarnado, con Cristo real, con Dios, que se ha puesto en nuestro camino, con Dios que se ha hecho hombre, misterio central de la fe cristiana hasta el punto de lo que encarnacional está también en todo el quehacer de la Iglesia.
Esto tiene mucho que ver con lo que hoy celebramos también. Con la colocación de la primera piedra de nuestra Catedral, de esta magnífica Catedral, orgullo de Granada y de la cristiandad. El 25 de marzo de 1523, en la solemnidad litúrgica de la Anunciación del Señor, el arzobispo Antonio de Rojas Manrique, primer sucesor de Fray Hernando, antecesor mío en la sede de Ávila y primer arzobispo de la sede de Granada, pone la primera piedra del templo catedralicio antes de ser destituido en abril de 1528 el arquitecto. Había levantado los muros de la cabecera en la parte norte de la Catedral hasta la torre, siguiendo el estilo gótico tardío, y seguirá una nueva y fundamental etapa constructora, ya de estilo romano, como le llaman, renacentista y barroco al final. Iniciado todo ello con Diego de Siloé.
Poned la primera piedra. Nosotros también ponemos la primera piedra de este V centenario, que tendrá su Año Jubilar en 2028. Y en todo ello, al mismo tiempo, será un tiempo de gracia, de renovación cristiana, de toma de conciencia de nuestra realidad de Iglesia particular de Granada, con sus características, con su idiosincrasia, con su sentido local, porque la Iglesia está asentada en nuestra tierra. Y con esta primera piedra que se puso hace cinco siglos, se inicia la segunda etapa cristiana de nuestra diócesis. Antes, y ahí lo tenemos como fundamento, desde los albores del cristianismo, desde los obispos Cecilio y Gregorio de Granada, tenemos esa presencia entre nosotros. Luego, en nuestro ADN, personal y colectivo como cristianos, está la impronta cristiana, está el ser de Cristo.
Y queridos amigos, hermanos, he querido comenzar de una manera más solemne mi ministerio como obispo, ya propio de la diócesis de Granada, de esta Iglesia particular, con esta celebración, amparándome y destacando sobre todo lo primero: que somos una Iglesia; que el templo nos representa y todos, como piedras vivas, entramos a formar parte de su construcción, como nos dice el apóstol.
Vosotros, después de estos seis meses que llevo ya en esta tierra, en esta iglesia en la que he procurado conoceros más de cerca y, al mismo tiempo, iniciar mi camino, pero unirme a un caminar con una Iglesia con solera, con estilo propio, con grandes realidades y, al mismo tiempo, con un futuro esperanzador. Sois mi familia y sois mi Iglesia. Y la Catedral, que hoy celebramos su primera piedra, es la sede del obispo. La Catedral es una realidad mistérica que hay que verla a la luz de la teología de la Iglesia particular y del ministerio del obispo. Por lo tanto, qué feliz coincidencia. El Concilio Vaticano II en el decreto “Christus Dominus”, al describir el oficio pastoral de los obispos en la Iglesia, señala que, por su ministerio, al predicar el Evangelio y celebrar la Eucaristía, el Espíritu Santo congrega en unidad a la Iglesia particular.
La Catedral, por tanto, es un símbolo de todo esto. El ministerio del obispo hace la Iglesia con la ayuda y con la gracia del Espíritu. Desde la cátedra y el altar que están radicados simbólica y realmente en la Catedral. La cátedra, desde la que ahora os hablo, es un elemento definitorio de la Catedral. El obispo en la cátedra es el garante de la fe de la Iglesia, maestro de la fe, a pesar de los pesares, de su indignidad, como es mi caso. La cátedra, pues, tiene una función capital en la inserción del obispo en el corazón mismo de la apostolicidad de la Iglesia y desde la fe entendemos también el altar. En él se concentra la mediación jerárquica y la mediación sacramental, que son las dos mediaciones que estructuran la comunión entre Dios y los hombres. Participar del altar donde celebra el obispo, concelebrar con él en su altar es la más expresiva forma de reafirmar y confirmar la comunión eclesial. La Catedral es, por tanto, el centro de la realidad sobrenatural de la diócesis, mediante la predicación del Evangelio y la celebración de la Eucaristía.
Por tanto, queridos hermanos y hermanas, nuestra Catedral no es un parque temático, no es un museo, no es una exposición para atraer turistas, sin más. Tiene, sobre todo y por encima de todo, una significación eclesial. Nos representa, nos acoge. La primera definición de la Iglesia diocesana, tomada del decreto del Concilio Vaticano II “Christus Dominus”, es la siguiente; nos dice que “la diócesis es la porción del Pueblo de Dios, que se confía al obispo para que la apaciente con la cooperación del presbiterio, de modo que, atendida a su pastor y congregada por él en el Espíritu Santo por medio del Evangelio y de la Eucaristía, constituye una Iglesia particular en la que verdaderamente se encuentra y opera la Iglesia de Cristo, una, Santa, Católica y Apostólica”.
Nuestra Iglesia diocesana de Granada, verdadera Iglesia enraizada en nuestra tierra, en Andalucía, en España, en ella opera, se encuentra y se hace presente, en este contexto concreto, la única Iglesia de Cristo. Y esto es un misterio de comunión para la misión y el compromiso. Una, Santa, Católica y Apostólica –confesaremos en el Credo-, para promover y vivir la unidad, la santidad, la universalidad de la misión y del compromiso en sus miembros e instituciones en la sucesión de los apóstoles.
La celebración gozosa y jubilar del V Centenario de nuestra Catedral que iniciamos, imagen de nuestra Iglesia diocesana, debe ser un tiempo de gracia y de bendición, una oportunidad para hacer memoria agradecida de nuestro pasado, un momento para vivir con pasión el presente en esta nueva etapa evangelizadora a la que nos sigue convocando el Papa Francisco en el “Evangelii Gaudium”, que para mí, ya lo he dicho más de una vez, es la guía de la acción pastoral en nuestra diócesis y en un aliento para abrirnos a la acción del Espíritu, abrazando con esperanza el futuro, dejando a un lado desánimos y pesimismos, divisiones, enfrentamientos, siento una Iglesia en camino. Se trata de que en este tiempo que iniciamos, queridos hermanos, profundicemos en el misterio y en la vida de la Iglesia Diocesana de Granada. Comprendamos mejor su naturaleza, mostremos la eclesialidad de la diócesis, acojamos el don de Dios que con ella nos brinda y responder con nuestra entrega y compromiso a su misión evangelizadora y al compromiso social cristiano en su esencia más profunda.
Las diócesis es siempre una realidad teológica, signo e instrumento de salvación, porque ella, mediante su estructura visibles y algunas veces incluso a pesar de las deficiencias de las mismas, Jesucristo está presente y actúa, para la salvación de los hombres. Y el obispo, a él le está confiada la comunidad diocesana como es su Pastor, con la cooperación de vosotros, queridos hermanos sacerdotes. Os necesito. Sin vosotros no podemos hacer nada. Tomar conciencia de la grandeza de vuestra misión. ¡Ánimo! Mirad y adquirir también una autoestima más profunda del don depositario que lleváis en vosotros. De la misión a la que estáis llamados. Gracias por vuestro servicio. Os he ido conociendo a casi todos, creo, a lo largo de estos seis meses. Estoy orgulloso. Nos queda mucho por hacer.
Ninguna palabra define mejor la misión del obispo diocesano que la de pastor, como Jesucristo. Él es el Buen Pastor. El obispo, en su nombre, representa en la diócesis a Cristo como cabeza y en cuyo nombre actúa. El obispo es quien debe reunir a su rebaño, alimentarlo, conducirlo, a buscar la oveja perdida, dar la vida por los suyos. Como os dije al comienzo y en mi presentación el 1 de octubre del año pasado, recordando palabras del Papa Francisco, el obispo tiene que ir delante, guiando, en medio, acompañando al Pueblo de Dios, y detrás, buscando a quienes se han alejado, no han venido nunca o se han sentido heridos y defraudados.
Pero el protagonista es el Espíritu. El protagonista es Cristo. El protagonista es Dios. El obispo, con la gracia del Espíritu Santo, y a pesar de los pesares de su indignidad, como es mi caso, garantiza la comunión en la Iglesia particular y la comunión de esta con la Iglesia universal. Me toca el ministerio de la unidad y de la comunión, queridos hermanos. El obispo es en su diócesis, pero junto con los demás obispos de todo el mundo, presididos por el Sucesor de Pedro, cabeza del Colegio Episcopal, quien está ahí apacentando el Pueblo de Dios. El obispo es, pues, signo y agente de comunión el que manifiesta y alimenta y alienta esa unidad y comunión e integra la Iglesia diocesana en la Iglesia universal. Rezad por mí, porque tengo más responsabilidad que vosotros. Rezad por este obispo, consciente de su debilidad os necesita, para que sea realmente elemento de unidad y de comunión en la Iglesia de Granada, a la que quiero apasionadamente. La Iglesia es una realidad profunda y mística de comunión y misión, al mismo tiempo que de compromiso. Comunión y misión y compromiso constituyen los tres aspectos fundamentales del Misterio de la Iglesia. Se sostienen o caen juntos. Considerar sólo la comunión es arriesgarse al gueto, al grupo cerrado, e incluso a la secta. Quedarse sólo con la misión o con el compromiso sería reducir la iglesia a opciones humanas y técnicas pastorales.
Comunión y unidad. “Que todos sean uno para que el mundo crea”, pide Jesús al Padre. Comunión efectiva y afectiva: que nos queramos, en la variedad y en la unidad. Primar lo común y fundamental cristiano. La comunión es “encarnacional”, queridos hermanos. Tiene rostro, se manifiesta en la carne de nuestra comunidad cristiana, en sus hombres y mujeres, en sus realidades visibles. Tiene, por tanto, que ser cierta, afectiva y efectivamente; tiene que ser comprobable. Y la misión es evangelizar. San Pablo VI en la exhortación apostólica “Evangelii Nuntiandi” afirmaba que la tarea de la evangelización de todos los hombres constituye la misión esencial de la Iglesia. Evangelizar, decía el Papa Montini, constituye, en efecto, la dicha y la vocación propia de la Iglesia. Su identidad más profunda. Ella existe para evangelizar.
El Papa Francisco, desde hace diez años, nos tiene una y otra vez a insistir con especial fuerza en esto. Y lo hace con su palabra y con sus gestos proféticos. Y nos pide una conversión pastoral que yo pido también ahora para vosotros y para mí. Con palabras apremiantes nos exhorta a inaugurar -dice él en “Evangelii Gaudium”- “una nueva etapa evangelizadora marcada por la alegría”, tan connatural a Granada. Con la mirada puesta en el Evangelio “Evangelii Gaudium”, el Papa Francisco habla de una Iglesia centrada en Jesucristo. Una Iglesia en salida, obediente al mandato misionero: id y anunciad; id sin miedo a servir, nos dice. Una Iglesia no autorreferencial, con las puertas abiertas, incluso físicamente hablando. Y esto tiene un doble sentido. En primer lugar, abrir las puertas nos permite salir de nosotros mismos. Salir a la calle sin miedo a accidentarnos, al estilo de Jesús, nos dice el Papa, donde se juega la vida de la gente.
Nos permite estar en las periferias, cerca de la gente, de los pobres, de los que sufren, de los alejados, de los jóvenes. Nos permite dialogar con la cultura, con la sociedad. Y evangelizar nuestra cultura, para encarnar mejor el Evangelio sin ser una ideología. Pero somos nosotros quienes hemos de llevarlo a cabo con la fuerza del Espíritu. Los agentes. Y todos somos necesarios. No hay clases pasivas en nuestra Iglesia de Granada. Los sacerdotes, os reitero que os necesito. Que gracias por vuestro servicio, que renovar y recordar la gracia primera que vino con la imposición de manos; buscad el amor primero para que, a pesar de los años, a pesar de las vicisitudes y de las contrariedades personales y eclesiales, recobrar la fuerza. Es el Señor quien actúa, en el pobre instrumento que somos cada uno. Necesitamos sacerdotes. Tenemos que adquirir una cultura vocacional. Tenemos que llamar a los jóvenes siguiendo la fuerza del Espíritu que actúa sin medida.
Queridos miembros de la vida consagrada, vuestros carismas enriquecen nuestra Iglesia de Granada. Pero hemos de vivir la comunión, el servicio eclesial. Hemos de reconocer la diversidad y la variedad de carismas que nos enriquecen, pero sin buscar nunca lo propio a expensas de la comunión, sin aislarlo, sin imponer lo nuestro por encima de lo común.
Estamos todos llamados a la evangelización. Tiramos todos del mismo carro. Estamos en la misma parte de la mesa. Queridos laicos, Pueblo de Dios. Vosotros sois el Pueblo de Dios, el pueblo con igual dignidad de todos por nuestra condición bautismal. Tenemos aquí una gran tarea. Una gran tarea en el campo de la familia, una gran tarea en la formación de los hijos, una gran tarea en la presencia pública, una gran tarea en que nuestra religiosidad popular adquiera cada vez una fuerza evangelizadora mayor, una presencia pública que vaya más allá de lo cultual e incluso de lo cultural, y vaya al compromiso.
Queridos hermanos, el amor y la entrega a la Iglesia no es un simple sentimiento espiritual o afecto místico, o una presunta Iglesia invisible. Más bien, cada cristiano debe amar y entregarse de modo efectivo, hasta dar la vida para la edificación concreta y visible de la Iglesia, en nuestro caso de Granada, en la cual y por la cual Él mismo pertenece al único cuerpo de Cristo, porque es en ella donde verdaderamente subsiste y actúa la Iglesia, que confesamos Una, Santa, Católica y Apostólica. Hablar de la Iglesia diocesana de Granada no es hablar de algo abstracto o teórico, y su historia nos refuerza esta convicción, sino de algo concreto, que aquí se hace piedra y piedra maravillosa, piedra ennoblecida, piedra que acoge la maravilla de la contribución humana al culto, a la Gloria de Dios. Hablar de la Iglesia es algo concreto y comprometido, porque ella es nuestra casa, nuestra familia, y en ella descubrimos y vivimos nuestra identidad y misión cristiana.
Queridos hermanos y hermanas, os pido vuestra ayuda. Os pido vuestras oraciones, vuestros sacrificios y me dirijo especialmente a los enfermos. Me dirijo especialmente a quienes aportan desde su debilidad ese hacer la voluntad de Dios, que constituye el mayor de los sacrificios y el mayor de las entregas. “Aquí estoy para hacer tu voluntad”, hemos escuchado y repetido. Me dirijo también a todos los miembros, a todas las hermanas de la vida contemplativa, tan rica en nuestra diócesis. Orad por nosotros, orad con nosotros.
Que Nuestra Señora de las Angustias, Nuestra Señora de la Encarnación, nos congregue en la unidad como a los Apóstoles y con nosotros acoja la fuerza del Espíritu Santo, para la misión evangelizadora que tenemos encomendado.
Que también Ella nos ayude a un compromiso cristiano efectivo por los más necesitados, los más pobres. Que muestre que nuestra fe no es algo teórico y que es inseparable la dimensión social de la fe.
Que nuestros santos y beatos granadinos, que nos animan en el seguimiento de Cristo y que son ejemplo para nosotros desde san Cecilio y san Gregorio de Granada hasta la próxima beata Conchita Barrecheguren, intercedan por nosotros.
Así sea.
+ José María Gil Tamayo
Arzobispo de Granada
25 de marzo de 2023
Catedral de Granada