Queridísima Iglesia del Señor, Esposa muy amada de Jesucristo;
queridos sacerdotes concelebrantes, Pueblo Santo de Dios;
hermanos y amigos:
En una escena que todos recordamos del Evangelio de la infancia, cuando la Virgen va a visitar a su prima Isabel, acerca de la cual le había dicho el ángel que estaba ya embarazada de seis meses; cuando llega la Virgen, Isabel le saluda y le dice: “Dichosa tú que has creído, porque lo que te ha dicho el Señor se cumplirá”. Hay casi ahí un resumen del Evangelio, que luego se desarrolla en este Evangelio de hoy, que contiene también el corazón del Evangelio: “Dichosa Tú que has creído”. Hay una dicha en creer. Pero, para nosotros, acostumbrados al uso del vocabulario cristiano de tanto tiempo, y de tanto usarlo, “creer” significa a veces tener unas creencias. No significa más que eso y en eso no hay ninguna dicha particular. Y cuando la fe para nosotros es eso, pues, efectivamente, no experimentamos esa dicha.
La fe es confiar la vida a Cristo y, en ese confiar la vida a Cristo, que ha vencido al mal y a la muerte en su Misterio Pascual, con su Resurrección, como primicia nuestra; como aquel que abre un camino, como aquel que abre una brecha en un muro para poder entrar en la ciudad; como aquel que, en este caso, nos ha abierto el Cielo, que nos ha abierto la vida de Dios para nosotros. Y es engancharse a Él, colgarse de Él. Poner nuestra vida en Sus manos. Saber que si Él está con nosotros –“que merezcamos tenerte siempre con nosotros”, como pedíamos en la oración-; si Él está con nosotros, no hay nada que temer, nada. “¿Quién nos va apartar del amor de Cristo? ¿La espada, la muerte, la enfermedad, la peste, la persecución?”. Nada. Nada puede apartarnos, no de nuestro amor por Cristo, sino del amor de Cristo por nosotros.
“Todo lo poseo en aquel que me ha amado”. Y ese confiar la vida en Cristo que es en lo que consiste el cristianismo, sí que tiene una dicha, una dicha incomparable con ninguna de las luchas de este mundo. En las Lecturas de hoy se comparaba al árbol plantado al borde de la acequia que da fruto en su sazón (aunque haya sequía, no se agosta, tiene siempre una veta de agua de la que se alimenta, florece y da fruto). Esa es la vida humana cuando se apoya en Cristo y uno no puede sino dar gracias por ello. Un día, otro día, todos los días de nuestra vida. Entonces, sí se experimenta esa dicha. Sí se experimenta también la verdad de “¡maldito del hombre que confía en otro hombre!”, como decía la Primera Lectura. Que ponemos nuestra esperanza en lo que los hombres podemos hacer. Luego, hablaba de confiar en la carne, pero la carne ahí se refiere a las obras humanas, a las posibilidades humanas, el que nosotros podemos construir nuestra felicidad, darnos a nosotros mismos la dicha. A poquito que usemos nuestra inteligencia nos damos cuenta de que nosotros no nos podemos dar a nosotros mismos más que una dicha falsa. Una dicha enferma de cáncer, de un cáncer incurable. Una dicha en la que tenemos que disimularnos cosas a nosotros mismos, o tenemos que disimulárselas a los demás, o tenemos que tratar de disimulárselas a Dios. No. La dicha verdadera, la dicha profunda que nace, nace de la Presencia del Señor, no nace de nuestras fuerzas. El hombre que confía en otro hombre, el hombre que confía en la carne, que confía en sus fuerzas, en sus posibilidades, no es maldito porque Dios le maldiga, es maldito porque está condenado a vivir en la desesperación, en el cinismo, en esa falta de alegría profunda, verdadera, que sólo nace de Dios.
Mis queridos hermanos, otra consecuencia de esa expresión de la fe se ve en las bienaventuranzas que comienzan diciendo “dichosos”, dichosos los hombres. Ese es el Evangelio. El Evangelio es una proclamación de una noticia nueva, de una alegría, de un motivo de alegría. ¿Por qué? Porque el Reino de Dios está en medio de nosotros, porque Cristo ha venido.
Eso tiene una consecuencia inmediata de la que muy pocas veces nos damos cuenta. El Evangelio no se comunica con discursos. Se comunica con el testimonio y el testimonio, no de una vida moral muy difícil, muy ascética, muy sacrificada, sino con un testimonio de alegría, de una alegría que no se puede falsificar. Si fuéramos conscientes de esto, pediríamos al Señor la experiencia de tenerle con nosotros de tal manera que nuestra alegría sea desbordante.
Que nuestra alegría hable de verdad de que conocer a Jesucristo es una buena noticia. Que seamos difusores de esa alegría que nace de la experiencia de ser amado y de cómo uno comprende, a la luz de ese amor, el bien que hay en amar a los demás, amigos y enemigos. Personas más fáciles, personas más difíciles. Personas con las que me es más fácil entenderme. Personas con las que me es menos fácil entenderme o que chocan más los temperamentos.
Que nuestro amor, cuando recibimos el amor de Cristo, como ese amor es infinito y sin límites, en el corazón brota un deseo de amar. Y de ese deseo de amar y de esa capacidad de amar brota en primer lugar la alegría. Yo recuerdo, y lo he citado muchas veces aquí mismo, en la Catedral, haber oído a un sacerdote que está iniciando su proceso de beatificación, decir que “el primer fruto de haber encontrado a Jesucristo es el gusto por la vida”. La vida se hace bella, uno puede gozarla, disfrutarla, porque vive en la acción de gracias, porque en Jesucristo lo tiene todo.
Si Jesucristo fuese solo una creencia; si Jesucristo fuese solo una raíz de unos valores morales o una ocasión para pedirLe que me ayude a sacar bien los exámenes a pesar de que no he estudiado demasiado, o cosas de ese tipo, pues no. Pero cuando uno encuentra el amor de Jesucristo, cuando uno encuentra a Jesucristo como un amor invencible, clave del sentido de mi vida, no porque yo sea bueno, no porque yo haya hecho cosas que merezcan ese amor, sino que me lo encuentro gratuitamente, entonces brota una alegría pura en el fondo del corazón. Decía el Papa Francisco en una ocasión que una persona que hubiera vivido siempre contenta no había que hacerle proceso de beatificación, se la podría beatificar inmediatamente. ¡Por lo mismo! Porque cuando confiamos en nosotros mismos, en nuestras fuerzas, en nuestros proyectos, en nuestros planes, pues somos como la caña en el desierto, somos paja, como la hierba del campo. Cuando confiamos en el Señor somos el árbol plantado al borde de la acequia. Ser cristiano consiste en una experiencia de amor, una experiencia de que somos amados con un amor inimaginable, inconcebible. Me faltan las palabras y me falta también la pasión por comunicároslo, pero quisiera comunicaros ese amor, porque es la única manera de evangelizar y es la única manera de que nuestro corazón cambie y se haga capaz de amar a los demás.
Hoy la Iglesia celebra el día de Manos Unidas, la campaña Contra el Hambre, y el Evangelio de hoy decía “dichosos los pobres. Dichosos los que lloran”. Eso no son elogios de Jesús. “Dichosos los que lloran” no significa “hala, seguid llorando”. Anuncia a un mundo que llora, a un mundo que es pobre, a un mundo que vive lleno de miserias, que hay la posibilidad de una dicha, que hay la posibilidad de una alegría. Esa posibilidad de la alegría y de la dicha está vinculada a Su persona y a la experiencia de acoger Su persona en nuestra vida. Esa acogida nos hace capaz de amar a los hombres, de desear que también ellos puedan sentirse acogidos. De nada sirve dar una limosna si nuestro corazón está frío, seco y árido. Lo que el Señor quiere es que nuestro corazón esté verdaderamente abierto a las necesidades de todo tipo que los hombres tienen, a los llantos de todo tipo que los hombres lloran. Vivimos en un hospital de campaña. ¡Cuánto dolor hay a nuestro lado! ¡Cuánta pobreza hay a nuestro lado! ¡Una pobreza tan grande! A veces se cree que consiste sólo en la falta de dinero. ¡Dios mío! El Evangelio cambia las categorías del mundo. Nos pone el mundo al revés. Nosotros pensamos que la felicidad consiste en tener dinero. Pensamos que la felicidad consiste en el estatus social. Pensamos que la felicidad consiste en disponer de toda clase de medios a nuestro hogar, a nuestra disposición en el mundo de hoy y, si es posible, el último modelo mejor que el penúltimo. El Evangelio le da la vuelta: “Dichosos vosotros los pobres, pero ay de vosotros, ricos. Ay de vosotros los que ahora reís, porque lloraréis!”, cuando reímos simplemente por la satisfacción o el placer que nos dan los bienes de este mundo. Nos reímos de verdad al acoger a Cristo.
Acoger el amor de Cristo hace que la vida tenga sentido, hace que la muerte tenga sentido, hace que la risa tenga sentido. Hace que el cantar y el bailar puedan tener sentido y ser algo bello que acogemos en nuestra vida, y que deseamos comunicar a los demás. La mayor parte de los bailes tradicionales europeos han nacido en las plazas que había delante de las parroquias y es normal: la experiencia del encuentro con Cristo produce un pueblo, un pueblo alegre, un pueblo.
La evangelización en este mundo es algo tan difícil, porque no caemos en la cuenta que lo único que tenemos que comunicar al mundo es la alegría de haber encontrado a Jesucristo, y sólo se puede hacer mediante el testimonio. Yo lo estoy haciendo ahora en forma de discurso, pero porque pienso que vosotros lo habéis encontrado y deseo que sean vuestras vidas como la mía, que lleve por el mundo esta alegría que se refleja en la mirada. Se refleja en una mirada clara, transparente, que no tiene miedo ni siquiera al mal del otro, ni siquiera a la torpeza, a la miseria, o a la incapacidad del otro. No tiene miedo a nada, porque lo tiene todo en Cristo.
Si el Señor nos concediera este don, veríais lo fácil que era evangelizar, lo fácil que era comunicar… ¡Si es que la alegría se difunde sola! No hace falta organizarla. No hace falta pensar unos ratitos para mostrar que estamos contentos. Se vive contento y se comunica hasta casi sin querer.
Sed generosos en la colecta de hoy. Pero no lo seáis por obligación, no lo seáis por mis palabras. Sed generosos como una forma de súplica. Señor, que podamos encontrar tu amor, de tal manera que nos demos cuenta de que todo en la vida, que todo lo que somos y todo lo que tenemos, también nuestras cualidades, también nuestros bienes, son todo regalo y gracia tuya.
Que así vayamos aprendiendo a hacer de nuestra vida un regalo que comunique nuestra felicidad; que pueda hacer felices a los que tenemos cerca o a los que tenemos lejos.
Concédenos Señor ese don. Tú, que Te vuelves a dar a nosotros, haz de nuestras vidas un don para nuestros hermanos. Que podamos decir “dichosos”, a la humanidad, y si nos persiguen por ello, pues “dichosos vosotros cuando os persigan, que también persiguieron a los profetas y a Él hasta la muerte”. Esa dicha no nos la puede arrebatar nadie.
En pocas semanas vamos a beatificar aquí a unos mártires de la persecución religiosa en España en los primeros días, vinculada con el comienzo de la Guerra Civil, que dieron su vida por Jesucristo. Ellos son el testimonio más claro de que la gracia de Jesucristo, el conocimiento de Jesucristo, vale más que la vida. No sólo que las cosas de la vida, sino más que la vida. Nos recuerdan cuál es el bien del que ellos ya disfrutan y que nosotros Le pedimos al Señor poder compartir un día con ellos en el Reino de los Cielos. Pero empezad ya aquí, porque el amor de Jesús lo tenemos ya aquí.
Se lo pedimos al Señor juntos. Le damos gracias por ser hijos de un pueblo de santos, de un pueblo de mártires, de un pueblo que ha experimentado el amor de Dios y que no tiene miedo a vivir de ese amor, cueste lo que cueste, porque sin ese amor no habría alegría y, con ese amor, aunque uno pierda la vida, lo gana todo en esta vida y la otra.
Que así sea para cada uno de nosotros.
+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada
13 de febrero de 2022
S.I Catedral de Granada