Fecha de publicación: 19 de noviembre de 2015

Muy queridos hermanos sacerdotes;
muy queridos familiares de Juan Alberto (no sé si hay también algún familiar de Manuel que haya venido desde Jun);
queridos representantes del ayuntamiento;
hermanos y hermanas:

El mundo en el que vivimos está lleno de violencia de mil formas, desde la violencia doméstica, desde la violencia que tantas veces se vive, o se sufre o se soporta en los lugares de trabajo, hasta la violencia de eso que el Santo Padre ha llamado “una tercera guerra mundial”, sólo que repartida “a trozos”, por diversas partes del mundo. Hemos visto en los últimos años esa violencia extenderse desde Túnez, Libia, Egipto, en Palestina y en Israel lleva tantísimos años, Siria, Iraq, antes Yugoslavia (la antigua Yugoslavia). Es como una guerra que no acaba. Y últimamente los mortales atentados de París, en los que han fallecido dos personas originarias de Granada –Juan Alberto y Manuel- y un chico que el año pasado estaba haciendo Erasmus en la Universidad de Granada, y al que podemos sentir casi como compañero nuestro, en ese sentido, y otras muchas personas inocentes.

No hay nada que justifique la muerte de inocentes. Ningún objetivo político, del tipo que sea, o económico, ningún interés humano. Lo hemos repetido cientos de veces también cuando nosotros hemos sufrido en nuestra propia patria, en nuestro propio país, el terrorismo de ETA. No hay, nunca, una razón suficiente para matar seres humanos inocentes.

Estaban cenando, estaban bailando, y el odio –un odio absurdo y loco, irracional- ha segado sus vidas de una manera que ha sacudido a todo nuestro mundo. Hechos similares los hay en algunos países, ahora mismo, con mucha frecuencia, y no producen –en Siria, constantemente-, no llegan a ocupar las primeras páginas de los medios, no nos sacuden –es lógico, quizás no está tan cerca de nosotros-. Los atentados de París son percibidos como un ataque al núcleo mismo, quizás, de nuestra civilización. Un comunicado de Daesh decía, al parecer, que París es la capital de la cruz en Europa. No sé si es verdad. En cierto modo, París significa en muchos sentidos el centro del mundo occidental. Y eso explica a veces la reacción social y la reacción mediática que no suscitan otras muertes. Pero no es éste el momento ni de analizar lo que ha sucedido ni de ahondar en sus causas o buscar respuestas. Hemos venido a rezar. Hemos venido a rezar por el alma de Juan Alberto, por el alma de Manuel, por el alma de ese chico al que yo no le sé poner rostro, pero que ha vivido con nosotros hasta hace nada.

Hemos venido a pedir que el Señor nos acoja en su misericordia infinita. Nosotros, cristianos, estamos ciertos de la victoria final del amor de Dios, del Dios que es amor, del Dios que ha hecho Europa y lo mejor de la civilización europea, del Dios que ha construido unos pueblos libres, unos pueblos de hijos que se saben libres y que tienen recursos morales con los que vencer al odio. No se vence al odio simplemente fabricando armas con más precisión o con más poder de destrucción. Se vence al odio mostrando la belleza de otras cosas, de otras formas de vida. Si queréis, de otros valores. Pero esos valores tienen una raíz y nosotros no olvidamos esa raíz. Esa raíz es la experiencia de la redención del hombre por obra de un Dios que es amor, la experiencia de la redención del hombre por obra de un Dios que no se ha avergonzado de abrazarse a nuestra miseria y de arrancarnos de ella y de introducirnos en su casa, en su familia y en su vida. Esa es nuestra arma. Esa es el arma que no puede ser vencida con nada.

Probablemente se agolpan en nuestros corazones sentimientos de muchas clases, y todavía confusos, y es perfectamente explicable, pero tenemos que pedirLe al Señor -al tiempo que Le pedimos por el alma de las víctimas- por nosotros, por nuestras sociedades, porque todos hemos sido heridos con esos atentados. Todos hemos sido alcanzados por ellos. Todos hemos sido, en cierto modo, víctimas de ellos, de algún modo, porque han sembrado miedo. Y ahí es donde nosotros –lo han dicho muchas personas, los medios de comunicación también estos días- tenemos que recurrir a lo mejor de nuestra tradición cultural como respuesta. Tenemos que acudir a las fuentes de donde brota lo que nos hace distintos de quienes siembran el terror o de quienes tienen como objetivo único de la vida el poder o de quienes viven en el odio y para el odio. Pero eso tenemos que pedirlo. Eso que nace de la experiencia cristiana tenemos que pedirLe al Señor: No dejes que el odio se implante en nuestros corazones. No dejes que el mal nos haga partícipes del mal con su herida, con su veneno. Haznos, en cambio, más amantes del bien, más decididos, más valientes amantes del amor que triunfa, de la alegría, de la posibilidad de un mundo basado en nuestra común humanidad, basado en un afecto grande a la libertad y a la vida de los hombres, y al bien de todos. Haznos luchadores -hace falta mucho valor para ser luchadores por la paz-, haznos luchadores por la paz. Y fortalécenos, Señor. Quienes estamos aquí somos cristianos. Te pedimos que nos fortalezcas en la fe, la fe en que tu amor es más grande que todo el mal del mundo, que tu misericordia es infinita y nos abarca a todos, nos abraza a todos, nos incluye a todos. No excluye a nadie. Quien quiera volverse a ella, simplemente suplicar ‘Señor, perdón’.

Que nos haga fuertes en la esperanza. Tal vez la esperanza es lo que más necesitamos en este momento. Poder mirar a nuestro mundo y decir ‘aunque parezca que el mal tiene un poder muy grande, no estamos dispuestos a dejarnos vencer por el miedo, o por la desesperanza, o por el “todo vale”, o por el “ojo por ojo y diente por diente”‘. No. Pero tenemos que pedirlo: “Señor, alimenta, sostén en nosotros la esperanza”. La esperanza del Cielo, la esperanza de la vida eterna, para las víctimas inocentes, para todos nosotros; si fuera posible, para todo el mundo. Y en un amor que nos ayude a acompañaros a vosotros de la manera más adecuada, no fatigándoos. Pero que sepáis que estamos cerca. Y a todos: que nos sepamos acompañar unos a otros, en este mundo al que amamos tal como es, y al que deseamos y por el que pedimos la paz, el don de la paz, el don grande de la paz. Pero la paz comporta consigo sacrificios muy grandes y comporta una especie de lucha interior en uno mismo y entre nosotros para alimentar el amor de la paz, y para alimentar la búsqueda de la paz.

PidámosLe al Señor, al mismo tiempo que pedimos por el alma de todas las víctimas, especialmente de quienes tenemos cerca, pero de todas ellas, y de sus familias, y de todos que en estos años han sido víctimas de otros atentados, de otros odios, de otras divisiones y de otros actos de terror. Y para nosotros, que el Señor nos aumente la fe, la esperanza y el amor, y nos dé corazones luchadores por la paz. Que así sea para todos.

+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada

20 de noviembre de 2015
Colegiata de los santos Justo y Pastor

Palabras finales en la Santa Misa, antes de la bendición final.

Con la bendición dejadme recordar sólo –no puedo dejar de hacerlo- unas palabras también del Papa Francisco. Usar el nombre de Dios para matar inocentes es una blasfemia, es un grave pecado. Siempre. Y si alguna vez los cristianos lo hemos hecho, hemos hecho un grave pecado y tenemos que pedir perdón por él. Pero nunca, nunca se puede usar el nombre del Dios vivo, del Dios que hasta los mismos musulmanes reconocen como clemente y misericordioso, para segar vidas inocentes.

Nosotros somos creyentes y justamente por eso creemos en la justicia, en la bondad y en la misericordia infinita de Dios. Es más, nosotros conocemos un Dios que es amor. No sólo que ama, sino que es amor. Y ese amor es el secreto último de la historia humana y de la posibilidad de una humanidad verdadera. Que el Señor nos dé fuerzas a todos para trabajar por Él, sin desmayo, por muchas que parezcan, o que sean, las dificultades. La victoria es de ese amor. La victoria final es de Dios, pero es una victoria del amor, no del odio.

+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada

20 de noviembre de 2015
Colegiata de los santos Justo y Pastor