¿Puede una madre olvidarse del niño que amamanta, del hijo de sus entrañas? Lo normal es que no. Pero el profeta es consciente de que algunas veces puede pasar, que los seres humanos somos, después de todo, también pecadores y por eso dice el profeta “quiero que sepas que, aunque una madre se olvidara, yo no te olvidaré jamás”, dice el Señor. Es una de las frases más fuertes de todo el Antiguo Testamento, una de las frases que resumen más la experiencia de Dios que tuvo el pueblo de Israel, que ha tenido el pueblo de Israel, educado pacientemente por el Señor en medio de mil dificultades y de mil historias: infidelidades, traiciones, luchas, guerras de todo tipo. Y el Señor, fiel, se mantenía en aquella historia hasta el nacimiento del Hijo de Dios.

Y después, puede uno decir “pues, tal vez la historia no ha cambiado mucho”. Sí, sí que ha cambiado, ha cambiado en muchas cosas. Hay cosas que damos por supuestas. Quienes hemos conocido una familia cristiana o hemos crecido en una familia cristiana, hemos llegado a pensar después de tantos siglos de cristianismo que eso es una familia normal. Y sólo cuando nuestras culturas han dado la espalda al Señor y tratan de construir la felicidad humana sin Jesucristo, nos damos cuenta de que eso que nosotros llamamos “familia normal” no es normal en absoluto. Quiero decir, no es frecuente en absoluto, sino que es un verdadero milagro. Un fruto de la experiencia de Jesucristo.

Nosotros estamos celebrando este septenario, yo cada día me siento más en familia y comparto con vosotros mis pensamientos, mis reflexiones ante la Palabra del Señor, y ante lo que estamos viviendo. Estamos rodeados de historia, por todas partes aquí. Somos hijos de una historia larga, muy larga, bonita, en la que hay mucha miseria también, y mucho pecado, pero en la que no ha dejado de resplandecer siempre la santidad de Dios y la fidelidad de Dios, y la santidad que esa fidelidad hace florecer en el corazón humano. Ese amor, al que hacía referencia Yolanda en su monición de entrada, que es lo único que cambia el mundo. Estamos rodeados tan de historia… estaba pensando que yo he incensado el altar como hacemos siempre y tiene el sentido de perfumar un lecho nupcial donde el Hijo de Dios rompe Su cuerpo y lo entrega por nosotros para vivificarnos con Su vida divina, con Su Espíritu Santo. Haciendo presente y actual lo que nos recuerda la preciosa Imagen del Cristo de la Salud.

El incienso lo usaron los israelitas en el desierto, porque el incienso es una forma de perfume que se usaba en el desierto (en el desierto no hay agua). A los seres humanos nos han gustado siempre los perfumes y, entonces, no se podía perfumar con líquidos, ni había frascos. Y, ¿cómo se perfumaba? Con resina de ciertas plantas. Y ya en el desierto, cuando los israelitas salen de Egipto, allá por el siglo XIV o XV A.C, en la tienda de la reunión, se usaba el incienso. Y la Iglesia lo ha seguido usando como un perfume, y hoy tenemos otros tipos de perfumes. Hasta los geles que nos damos ahora en este tiempo, suelen estar perfumados de alguna manera, pero no renunciamos a cosas que provienen de nuestra historia, porque somos conscientes de que, sin una historia, una tradición, los hombres estamos condenados a repetir los errores del pasado. La historia no es para que nosotros sigamos diciendo las mismas cosas que hacían nuestros antepasados, pero necesitamos esa historia, necesitamos a nuestros padres, necesitamos a los Padres de la Iglesia, a los primeros cristianos. ¿Porque vamos a encontrar en ellos respuestas a preguntas sobre la guerra nuclear, o sobre los problemas de la fecundación o de la manipulación de embriones, o de la fecundación in vitro, las manipulaciones del genoma, del ADN? No. Los primeros cristianos no nos dan eso.

Un teólogo muy grande del siglo XX decía: “Pero tienen una autoridad como de fecundación”, porque uno ve en ellos la frescura de lo que significa ser cristiano. Y esa frescura, cuando anida en nuestro corazón, nos permite responder a los problemas que tenemos delante, que no son los que ellos tenían, algunos sí.

En el siglo III hubo una peste que recorrió todo el Mediterráneo y sabemos cómo los cristianos reaccionaron a aquella peste. Y lo sabemos porque un obispo de Alejandría le escribió una carta –se llamaba Alejandro- y al que iba la carta era obispo de Corinto –también se llamaba Alejandro- y le cuenta, dice: “Tuvimos una persecución y la persecución diezmó a la comunidad cristiana. Y cuando apenas habíamos terminado la persecución, vino la peste”. Decía: “Ahora sí que se acaba la comunidad cristiana”. Pero empezó a pasar lo siguiente y es que cuando los paganos –que todavía eran la mayoría de la población, estamos hablando del siglo III- tenían un apestado en casa lo metían en un carro y lo llevaban al campo a morir, lo tiraban a la calle o salían huyendo; y los cristianos que habían sobrevivido a la persecución iban al campo y perfumaban a los enfermos, enterraban a los muertos, oraban por ellos. Es verdad que muchos cristianos también morían por esas obras de caridad, pero por cada uno que moría, diez pagamos venían a pedirnos cómo se podía vivir así. Y la comunidad creció.

El ejemplo vale, pero nuestro mundo gracias a Dios no tiene… tenemos mil medios más que tenían aquellos, pero sigue siendo necesario que brille la diferencia. Pero vuelvo a donde estaba, es decir, la historia fecunda nuestro presente, la historia nos es necesaria y no renunciamos a ella. Y aquí estamos –veréis- con retablos del siglo XVI en adelante, o del XVIII. El Cristo de Pablo de Rojas, que nos remite a un Acontecimiento: el Hijo de Dios se encarnó siendo Tiberio Emperador de Roma, Cirino Gobernador de Siria. San Lucas recuerda el contexto en el que tuvo lugar el Nacimiento de Jesús, y los relatos de la Pasión que vamos a escuchar dentro de nada nos recuerdan que fue bajo Poncio Pilato. Y en ese resumen de diez o quince líneas que es el símbolo de la fe, el Credo, todavía recordamos que nuestra fe está vinculada con un Acontecimiento histórico que sucedió bajo Poncio Pilatos.

Los estudiosos del Nuevo Testamento…, porque de Pilatos había más referencia que de otros historiadores antiguos, pero hará cincuenta o sesenta años, en Cesárea -que era la capital de la provincia de Judea-, el procurador sólo bajaba a Jerusalén para las fiestas, porque había siempre peligro de manifestaciones raras, o de movidas, cosas así, y tenía que estar cerca para evitar que las hubiera, en los alrededores del templo. Pero, si no, vivía en Cesarea, una ciudad costera, junto al mar, con un pequeño puerto. Y apareció en el puerto de Cesarea una inscripción con el nombre de Poncio Pilatos. Y es una alegría: nuestra fe está anclada en un Acontecimiento de la historia. Lo que sucede es que ese Acontecimiento no es sólo un ejemplo. Jesús no es sólo un ejemplo para que nosotros lo imitemos. La historia está llena de hombres buenos (…). Jesús no es un hombre bueno que murió por sus ideas. Jesús es el Hijo mismo de Dios, idéntico al Padre. Porque, a diferencia de nosotros que no podemos comunicarnos con una sola palabra, tenemos que decir una palabra detrás de otra, ni podemos dar toda nuestra vida en un solo don porque somos criaturas humanas y corporales; una familia puede tener cinco o diez hijos, pero son siempre parte, cada hijo no reproduce… mientras que el padre cuando se da, se da entero. Y el hijo es el espejo, el reflejo, la vida misma del padre, sólo que el padre la da y el hijo la recibe, esa es la única diferencia.

Y ese es el Evangelio de hoy, Jesús en su predicación, en sus enseñanzas –y mira que su conducta era escandalosa muchas veces: escandaloso el ir a comer a casa de publicanos y pecadores como a casa de Leví, después de su conversión. Y aquello era un escándalo, porque un hombre justo no entraba en casa de los que eran considerados pecadores públicos, y los publicanos eran considerados pecadores públicos. Igual que los pastores: en el mundo judío, cuando se dice que una mujer era una pecadora no hay que pensar como si estuviéramos en Hollywood que enseguida se imaginan que tiene que ser una pecadora pública. Una pecadora podía ser la mujer de un publicano. Ya por eso era pecadora, porque convivía con un pecador público. O la mujer de un pastor. Recordar que en la parábola del hijo prodigo, cuando el hijo se marcha, se hace pastor. No sólo pastor, sino pastor de cerdos. Por qué los pastores, pecadores (lo que en el judaísmo del tiempo de Jesús se llamaban pecadores eran personas que había cogido oficios donde se suponía que por el tener ese mismo oficio uno robaba y no podía devolver lo robado). En la mentalidad judía, se conoce la misericordia de Dios, pero uno tiene que haber establecido primero la justicia y luego Dios te perdona. El publicano era alguien que cobraba las entradas y salidas de las mercancías en una ciudad, entonces él nunca podía devolver, ellos arrendaban al Impero Romano, por ejemplo Zaqueo, el jefe de los publicanos de Jericó, arrendaba al Impero Romano todos los “fielatos” de Jericó en una cantidad y luego él tenía que sacar esa cantidad que le había dado al gobernador más sus propios beneficios y robaban, frecuentemente. Pero como no podían devolver porque eran gente que había pasado con lechugas, pollos, vacas, piedras preciosas, con lo que fuera, y él no sabía quienes eran, ni sabía de otras ciudades, y no podía devolverlo, quien se hacía publicano nunca más podía volver a entrar en la Iglesia de los judíos, sino que era un apóstata público.

Y a los pastores les pasaba lo mismo, porque, a diferencia de España, en la cornisa cantábrica, Inglaterra o Irlanda, por los campos no tienen nunca vallas para separar a quién pertenecen y los pastores eran siempre considerados que habían metido sus ovejas, o sus ganados, en campos que no eran de sus dueños. Tampoco podían saber cuánto había comido la oveja. Por lo tanto, quien se hacía pastor se hacía pecador público y nunca nadie entraría en su casa, ni a comer ni a nada, porque se contaminaban. Nunca nadie tendría trato con ellos, habitual, y desde luego la comida para el mundo judío era una cosa sagrada y no se podía… Jesús rompió ese esquema e iba a comer con publicanos y pecadores. Esa fue una de las causas de su muerte.

Acordaros de aquel sábado en el que había predicado en la sinagoga y una mujer pecadora vino, se echó a sus pies, en la casa del fariseo, y le besaba los pies, los enjugaba con sus lágrimas. ¿De qué había predicado Jesús? Pues, de lo que predicaba siempre: que el Reino de los Cielos había llegado, estaba ahí, y que los pecados estaban perdonados. Y Jesús justificaba cuando le decían eso, siempre justificaba refiriéndose al Padre, se defendía diciendo “si es que es así como Dios obra: Dios obra perdonando, Dios obra como el padre de la parábola del hijo pródigo”. Ningún padre judío hubiera obrado así, ningún padre judío hubiera celebrado un banquete porque había encontrado a un hijo y había vuelto, le habría echado un broncazo tremendo, no lo habría dejado entrar en su casa, ni sale corriendo a abrazarlo. Ningún padre judío que preciase su dignificad sale corriendo, ni siquiera por su hijo en aquella época. Pero tampoco ningún pastor deja noventa y nueve ovejas en el desierto por buscar a una que se le ha perdido. Cualquier diría que eso no lo hace ningún pastor. Pero Jesús dice “hay más alegría en el Cielo”, es decir, Dios está más contento, “por un pecador que se convierte que por noventa y nueve justos que no necesitan conversión”. Y si a los justos les da rabia eso, como al hermano del hijo pródigo, es que no han entendido el corazón de Dios.

El Acontecimiento de Jesucristo no es simplemente un ejemplo. Es Dios mismo que viene a compartir nuestra condición humana y a sembrar en esta tierra, y en este mundo, y en esta historia nuestra, la vida divina. Hacer una alianza de amor que ya no se acabará jamás: “Yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo”.

Y eso sucede en un momento de la historia. El poeta inglés Elliot decía que es un punto de la historia, pero que la abraza toda ella. Y es verdad. En el Nacimiento de Cristo, en el Acontecimiento de Cristo, en la muerte de Cristo, Dios abraza no sólo a los que “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen”, no sólo los que estaban allí, sino a la historia entera y a cada uno de nosotros.

Entonces, es ese Acontecimiento vivo y que permanece vivo en la historia el que es perfectamente actual en nuestro tiempo. Cristo es nuestro contemporáneo. No renunciamos a ninguna cosa de nuestra historia, claro que no, y menos a las que son bellas. Es decir, la Imagen de Pablo de Rojas tiene una belleza extraordinaria, y nos sentimos orgullosos de ella. Pero no es por la belleza de la Imagen, por la obra de arte que es. Es por lo que significa, por aquello a donde atrae a nuestra memoria, al momento en el que se cierra –por así decir- una etapa de la historia y se abre la etapa definitiva, la etapa donde el amor de Dios, Jesús les dijo: “Si el grano de trigo no cae en tierra y muere no da fruto, pero si muere da mucho fruto”. El grano de la vida divina se ha sembrado en nuestra historia en Jesucristo y no para de dar fruto.

Cuando nosotros hablamos de la necesidad que tenemos hoy de Dios -repito-, no tenemos nostalgia de ninguna de las formas del cristianismo del pasado, ninguna. Queremos, somos conscientes de que la experiencia del amor de Jesucristo es lo único capaz de generar en este mundo donde al faltar esa Presencia, al faltar la consciencia de que esa Presencia nos es necesaria para vivir, y para vivir bien; pues, al faltar eso, nuestra humanidad vuelve al mundo pagano. A esas luchas de poder, de intereses, conflictos de unos con otros, y la vida misma se vuelve no siempre bonita, ni siempre deseable. Para muchas personas no es deseable. Y no necesariamente para los pueblos más pobres y necesitados. Es curioso que es en los pueblos más ricos donde la vida se hace menos soportable porque pensamos que nosotros mismos nos damos la felicidad con nuestros medios, que de alguna manera nos sentimos dioses, dueños de la vida, dueños del tiempo. Pero el grano de la vida divina está sembrado en nuestro mundo y siempre puede florecer.

Por eso Le pedimos al Señor, en estos días que nos presenta, que cambiará el desierto en un vergel como ayer, o que volverá la alegría a los que están desterrados, como nos dice la Primera Lectura de hoy. Te suplicamos Señor que la fecundidad de ese Acontecimiento que abraza la historia entera, que abraza la Creación entera florezca en nuestros corazones. Basta que un joven, un niño, un adolescente, que un anciano abra su corazón a Jesucristo y la historia empieza de nuevo, la mañana de Pascua, la frescura que es esa nueva Creación que es la mañana de Pascua empieza de nuevo en nuestro corazón. Hace falta una cultura nueva.

Yo sé que hay unos cuantos jóvenes aquí, algunos adolescentes también. Hace falta una cultura nueva y yo no la voy a hacer porque ya soy un anciano y D. Eduardo, pues estamos dispuestos a acompañaros con todo el cariño del mundo, pero sólo vosotros podéis hacerla. Esa cultura nueva no nacerá de que nos calentemos la cabeza y nos imaginemos mundos de ciencia ficción, que suelen no ser otra cosa más que un reflejo del mundo que tenemos ya, del mundo nuestro, del mundo tal y como es ahora, aunque las figuras sean muy distintas y parezca que son mundos bárbaros o de otro tipo, criaturas diferentes, o muy extrañas. Las películas de ciencia ficción sólo describen el mundo y la sociedad que tenemos ahora mismo. Pero hace falta una cultura nueva y no hacen falta muchas personas. No es una cuestión de números. Es una cuestión de abrir, que nos abra el corazón y que Te acojamos y que florezca Tu amor en nuestra vida cotidiana, en las cosas que hacemos cada día. Hay personas a las que el Señor les da…, los mayores habréis visto la película de “Molokai”, de san Damián de Molokai, el apóstol que se fui a una isla a vivir y cuidar a los leprosos, y siempre habrá santos así. Los hay a montones.

La cultura nueva y el mundo nuevo, la mañana de Pascua, la nueva Creación puede empezar en tu corazón y en mi corazón hoy mismo. Basta con abrir, con pedirLe al Señor: “Señor, que Tu amor nos llene”. Y empieza una humanidad nueva, y empieza como empezó hace dos mil años, con los Doce y un grupito de mujeres, y aquello cambió el mundo. Los historiadores, cuando miran los comienzos del cristianismo, dicen que los cristianos no nos damos cuenta, pero que lo que el cristianismo significó en el Imperio Romano fue una explosión de alegría, una inmensa explosión de alegría, de novedad de vida, de gusto por la vida, de amor de unos a otros.

Esa explosión de vida el mundo la necesita. Pero nosotros no lo hacemos porque el mundo lo necesite. Es que nuestro corazón quiere vivir así. Todos anhelamos vivir de una manera que podamos dar gracias al final del día, aunque hayamos metido la pata diez o veinte veces. Pero, a pesar de todo, Señor, Tu amor no me falta jamás; Tu amor me acompaña, y Te doy gracias un día y otro día. Toda la vida en la alegría y en la acción de gracias, porque Tú estás y porque Tú eres capaz de regenerar el corazón humano.

Hoy Le pedimos al Cristo de la Salud esa salud que no es la salud del cuerpo. Se puede tener la salud del cuerpo y no querer vivir. Se puede tener incluso muchos bienes en este mundo y no querer vivir. No amar la vida, no estar contento en ella, y, sin embargo, cuando Te acogemos a Ti, Señor, se nos ensancha la inteligencia. Eso casi nadie se lo creería hoy, pero es verdad, y no porque sepamos más cosas. Yo por conocer, creer o vivir en Jesucristo no aprendo más cosas sobre el ADN, o sobre el genoma, o sobre las especies animales, o sobre muchas cosas de las que los científicos saben tanto. Pero entiendo la vida. Y entender la vida es más importante que saberlo todo. Las cosas que se aprenden están en la enciclopedia, pero saber vivir, saber quien soy, para qué estoy aquí, cómo quiero que sean mis relaciones con vosotros, contigo, con cualquier de vosotros, qué bellas quiero que sean, cómo deseo poder… como un pueblo que empieza a desear vivir en el amor, en el Amor de Dios, y comunicar ese amor en todas sus relaciones, en su trabajo, en todas las cosas que hace, con la certeza de estar acompañados por ese amor.

Ese pueblo es lo que el mundo más necesita. El mundo nuevo no lo van a traer los políticos, sean los que sean, da igual. El mundo cambiará cuando, acogiendo a Jesucristo, podamos verdaderamente empezar de nuevo un mundo nuevo. Esto no es nuevo. Lo decía ya Juan Pablo II, cuando él hablaba de la nueva evangelización. Es que hay que empezar de nuevo la experiencia cristiana sin renunciar, para nada, pero que la historia no sea un peso. La historia es como una especie de muelle en el que nos apoyamos justo para comprender que también hoy podemos vivir la novedad de Cristo.

El encuentro con el Señor y acoger al Señor ensancha nuestra inteligencia de lo que es ser hombre y ser mujer, de lo que es vivir, de lo que es nacer y enfermar, y morir, de lo que es nuestra vida y del destino de nuestra vida, sobre todo del destino de nuestra vida. Nos hace crecer la libertad porque nos da una meta la libertad que es Dios. La libertad es para que podamos amar. Estamos hechos para el amor y el amor tiene que ser libre. Un amor obligado nadie lo quiere. ¿Quién quiere tener un amigo obligado, un novio, un marido? Que no, no vale nada, eso no es amor. El Señor nos ha dado la libertad para que podamos elegir el amor; para que podamos amarLe a Él y amarnos entre nosotros. El encuentro con Jesucristo claro que hace crecer la libertad, mientras que la libertad cuando no tiene esa meta sino que simplemente “que me dejen hacer lo que a mí me da la gana”, eso lo que hace es destruirnos, generalmente uno termina haciendo lo que le da la gana, al de la droga de turno, o a mis propios instintos y no soy precisamente un hombre libre, si hago el ideal de mi vida hacer lo que me da la gana.

La libertad tiene una meta: el amor. El amor necesita de la razón, necesita ser inteligente y necesita de la libertad. El mundo nuevo arranca de ahí. Yo haría un llamamiento a jóvenes y mayores, a todos, pero especialmente a los jóvenes, de verdad; que hay una novedad grande en Jesucristo, pero que no se puede vivir… no es cuestión de hacer un propósito, de empeñarse, no es cuestión de “codos” como sacar una carrera. Es una cuestión de empezar unos poquitos juntos, empezar a vivir así aquí, en Santa Fe, en la ciudad. Y preocuparos de vivir así, y de ser buenos amigos entre vosotros, y de acompañaros en el camino de la vida de la mejor manera que podáis. Yo os aseguro que el Señor bendice ese camino y, sobre todo, repito: lo necesita el mundo. Pero, sobre todo, lo necesita nuestro propio corazón, que estamos hechos para vivir así. Y menos que eso siembra en nuestro corazón la tristeza y la desesperanza. Menos que eso no nos basta, porque estamos hechos para Dios, para el Infinito. Y menos que el Infinito nos decepciona, nos da satisfacción un ratito y se nos pasa.

Que el Señor en este día Le suplicamos al Santísimo Cristo de la Salud que nos conceda abrir nuestros corazones, de forma que pueda empezar en nosotros, de nuevo, una vez más, ese mundo nuevo que el mundo necesita y nosotros anhelamos. Y si no empieza en nosotros porque no tenemos fuerzas, pues que suscite cerca de nosotros alguien en quien podamos ver que eso es verdad, que no es una utopía, que eso es posible, que se puede dar, en un grupo de amigos, en un grupo de novios, que se puede dar en familias, que se puede vivir de ese modo. Y que ese es el modo verdaderamente humano que todos en el fondo deseamos para nosotros y para todas las personas a las que queremos.

Que el Señor nos conceda esa gracia.

+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada

17 de marzo de 2021
Ermita del Cristo de la Salud, en Santa Fe
V día del Septenario al Cristo de la Salud, en Santa Fe

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