Queridísima Iglesia del Señor, Esposa amada de Jesucristo, pueblo santo de Dios, del que todos formamos parte;
muy queridos sacerdotes concelebrantes;
amigos todos:

Lo primero de todo es que en una celebración como la de hoy es importante que haya sacerdotes dispuestos al Sacramento de la Penitencia, y había unos pocos cuando estabais entrando, y por eso algunos sacerdotes que venían a la procesión se han dispersado por la Iglesia y hay abundantes sacerdotes para los que quieran recibir el Sacramento de la Penitencia en la celebración jubilar.

Las lecturas de hoy, especialmente el Evangelio, nos anuncian dos cosas que han acompañado la vida de la Iglesia desde el principio, muy pronto. Muy poquito después de la muerte de San Esteban, dicen los Hechos de los Apóstoles, se desató una persecución en Jerusalén y los cristianos se dispersaron. Y dice el mismo autor de los Hechos: “Eso sirvió para que el nombre de Jesús fuese conocido por toda Palestina y por toda Siria”. Enseguida, muy poquito después, ya estaban celebrando la Eucaristía en Antioquía, al norte de Siria, lo que hoy es el límite con Turquía, y entonces lo era con Cilicia y con Asia Menor. Quiero decir que hasta las persecuciones y las dificultades sirven para el designio de Dios, pero que el Señor anunció esas dificultades desde el primer momento: catástrofes de todo tipo, guerras, hambres; y luego persecuciones, hasta llegar a decir “todos os odiarán por causa de mi nombre”. Eso no se refiere a una época concreta, ni se refiere a unos signos que preceden el fin del mundo, como a veces algunos grupos cristianos quisieran dar a entender. Eso ha acompañado la vida de los hombres desde siempre, con una diferencia, y es que nosotros sabemos que Cristo está en medio de nosotros.

Por eso nos puede decir el Señor que el que persevere, al final, se salvará. Es una manera de decir “se trata de resistir, se trata de ser nosotros mismos”. Nosotros no tenemos ningún tipo de control ni de poder sobre las circunstancias del mundo, sobre los poderes del mundo y sus equilibrios y sus intereses, y cómo eso afecta a la vida de lo hombres. Pero hay algo que nos ha sido dado y es vivir contentos. Vivir contentos, ¿por qué? Porque hemos conocido el amor de Dios. Dicho en el lenguaje de San Pablo, en una frase parecida: ‘Yo sé de quién me he fiado’. Sabemos de quién nos hemos fiado. Sabemos que Dios es amor y que su designio es de amor, por mucho mal que invada el mundo, por muy poderoso que pueda parecer el mal de los hombres, son sólo los coletazos de un enemigo que está destruido y que nadie, nadie, ni siquiera el Enemigo, puede vencer con el designio amoroso de Dios. Ni siquiera el Enemigo puede ser más fuerte que el amor de Dios. Yo he pedido, decía Jesús en la última oración (la que llaman la Oración sacerdotal, en la Última Cena), para que no se pierda ninguno de los que me diste. Esa oración de Jesús no puede ser vana. No puede quedar no escuchada. No puede que el Enemigo sea más fuerte que la oración del Hijo de Dios, que además está sellada con su Sangre y sellada con el don de su vida.

Celebramos hoy el día de la Iglesia Diocesana y esa conciencia de que el amor ha llegado hasta nosotros en una historia, con mil avatares también, pero una historia de este pueblo que es lo más bello que ha habido jamás en la historia humana y jamás en la Creación, que es la Iglesia de Dios, el cuerpo de Cristo, su Esposa amada.

Dios mío, así ha llegado hasta nosotros la esperanza de Cristo, la certeza esperanzada de la vida eterna como nuestro destino, fuente de una alegría que nada ni nadie nos puede arrancar. Somos amados por Dios. Y como dice el Papa Francisco, el otro nombre de Dios es misericordia. Decir que somos amados por Dios es decir que Dios tiene misericordia de todos nosotros, una misericordia sin límites; que cuando nos acercamos a Él pidiéndole el perdón de nuestras faltas -que nosotros mismos tenemos inteligencia suficiente para darnos cuenta que hemos fallado, que no estamos a la altura ni siquiera de lo que nuestro corazón quisiera ser, que no amamos a Dios que nos ha dado todo y que no sabemos mas que muy malamente querernos unos a otros, incluso en nuestras propias familias, incluso en el seno del mismo matrimonio o los padres a los hijos o los hijos a los padres, no sabemos querernos bien-, acudimos al Señor y nunca está escasa su misericordia, nunca está escaso su perdón. Siempre es desbordante. El Señor nos abraza de nuevo como si nos acabase de crear y regenera nuestro corazón, regenera la esperanza y nos permite una vez más vivir contentos. En este tiempo de muerte, en este tiempo de sacudidas, en esta historia humana, en esta “carne de pecado”, como decía también San Pablo, nosotros podemos vivir contentos. Qué milagro. Y podemos vivir contentos porque nadie nos puede arrancar del amor de Dios, ni la espada, ni la desnudez, ni las persecuciones, ni las calumnias, las mentiras, las dificultades, las pobrezas de unos para con otros. Si estamos edificados en el amor de Dios; si estamos edificados en Cristo, estamos edificados en una misericordia sin límites, que no tiene fin. Vuelvo a citar al Papa Francisco: somos nosotros los que nos cansamos de pedir perdón. No es Dios, nunca, quien se cansa de perdonar.

Que nuestra Iglesia diocesana que celebramos hoy, que es donde vivimos todo el misterio de la Iglesia –una diócesis es justamente eso: una realización global, completa, luego hay movimientos que realizan partes parciales del misterio: hay realidades eclesiales, grupos, incluso las parroquias, pero sólo la Diócesis lleva dentro de sí el misterio entero de la Redención de Cristo y de la Iglesia universal, el misterio de lo que la Iglesia es-… Tenemos que sentirnos más, a pesar de que viajamos tanto y vivimos tantas veces fuera de nuestras Diócesis, con raíces en un sitio. Las raíces en una Diócesis, en una Iglesia concreta, como las raíces en una familia, son una garantía de crecimiento. Y este día al año nos recuerda esa realidad: la Redención de Cristo se hace disponible para nosotros, a través del ministerio sacerdotal, a través del ministerio del obispo y pastor, que es cabeza de la Diócesis, a pesar de que en este caso sea un pastor tan pobre, pero se hace presente, inefablemente, indefectiblemente, Cristo para vuestra alegría, para vuestra esperanza, para vuestro gozo. Que tengamos esa conciencia más de formar un cuerpo, de formar una unidad, para que podamos perseverar mejor en medio de las sacudidas y de las dificultades de este mundo.

Por otra parte, al final de esta Eucaristía cerraremos la puerta de la misericordia. Yo quiero deciros que ese cierre no es más que por un momento. Quiero decir: se acaba el Año Jubilar como se acaba un cumpleaños o como se acaba un fin de semana porque tiene que acabarse. Lo que no se acaba es la misericordia infinita de Dios y los frutos de este Año todavía están por florecer en muchos sentidos y en muchos órdenes de cosas. Yo tengo el sueño, y si el Señor lo quiere me lo concederá poder hacer algún día, de poder hacer, aunque sea movible para no tocar la arquitectura de la catedral, en ese espacio tan vacío entre las columnas, una pequeña capilla, no con muros, sino solamente con bancos, una capilla penitencial, para que siempre haya en la Catedral el Sacramento de la Penitencial disponible, igual que está siempre disponible el Santísimo. También para los turistas que vienen, que cuando ven un lugar de penitencia y un sacerdote confesando, mi experiencia en alguna que otra diócesis es que muchos de ellos piden el perdón de los pecados y se confiesan. Y puesto que la Penitencia y la Eucaristía son como las dos modalidades más cotidianas con las que el Señor Dios nos acompaña yo quisiera que estuviera aquí. No hemos empezado, pero aunque esté de aquí a tres años, será un fruto del Año de la Misericordia. A lo mejor, tú no te has reconciliado con tu cuñado o con ese primo con el que os peleasteis por aquella herencia, y ha pasado el Año de la Misericordia y no habéis conseguido, habéis hecho un par de intentos, alguna llamada, pero aquello sigue muy envenenado y enredado y no se ve cómo se puede arreglar, para eso no ha terminado el Año de la Misericordia. Seguir intentándolo, seguir adelante, seguir pidiéndoLe al Señor que nos dé fuerzas para que todas las rupturas, las quiebras que hay en nuestra comunión el Señor las pueda soltar. Pedídselo a la Virgen Desatanudos, de la que habla el Papa con frecuencia, que está en Auschwitz. ‘Este nudo no sé cómo desatarlo’, ‘este lío que se ha montado en mi familia, entre esta rama de la familia y esta otra, yo no sé cómo…’. Pedirle a la Virgen, “Señora, desata este lío. Cambia nuestro corazón. Haz que tengamos imaginación, inteligencia, amor suficiente para deshacer este nudo que nos tiene a todos bloqueados”. Ciertamente, no se acaba la misericordia del Señor. El corazón de Dios está más abierto que esa puerta por la que hemos entrado. ¡Mucho más abierto! Y está abierto siempre. Y seguirá. Yo quisiera que me dejaran mantener la puerta abierta los domingos, aunque ya no sea Puerta Santa. Para que se vea. Si la Iglesia es un poco el reflejo del misterio de Dios, que no sea un lugar así cerrado por el que hay que entrar como “a la remanguillé”. Dependerá un poco del frío en enero y febrero. Eso permite que haya personas que de repente se acercan, haya un pueblo cristiano, oyen cantos bellos bellos, y a lo mejor se animan a acercarse al Señor y a pedir el perdón o curación para las heridas que llevan de la vida.

La puerta de Dios no se cierra. Se acaba el Año jubilar, pero la puerta de Dios no se cierra. La misericordia de Dios no se cierra. La puerta de la Iglesia, aunque ésta estuviera cerrada, nunca debe estar cerrada. Tenemos que vivir con los brazos abiertos para acoger a cualquiera que se acerque a nosotros. Incluso algunos que no se acercan, acercarnos nosotros a ellos. Es lo que nos pide el Papa: una Iglesia “en salida”, acercarnos. No temáis decir que el Señor te bendiga. Eso no ofende nunca a nadie. Habrá gente a la que no le guste, pero es desear bien a los demás. No tengáis miedo a decirlo, aunque no conozcáis a la persona: que el Señor te bendiga. Y que no se cierren nunca las puertas de nuestro corazón.

Somos miembros de Cristo. Cristo vino para abrazar a todo el género humano. Que nuestro corazón, Señor, lo sigas abriendo, lo sigas haciendo un corazón de misericordia como el tuyo, y ojalá quepan en él todos los hombres con los que nos encontramos en el camino de la vida; todos los hombres y mujeres con los que nos encontramos en el camino de la vida.

Así se lo pido yo al Señor para mí y para nuestros sacerdotes. Así se lo pido para todos los cristianos, cada uno, a la medida del sitio donde trabaja, la casa donde vive, el pueblo donde está. Sería una revolución, os lo aseguro. La única revolución no cruenta. La única revolución que ha existido en la historia y que empezó la mañana de Pentecostés, y que está empezando siempre. Vamos a empezarla de nuevo.

+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada

13 de noviembre de 2016
S.I Catedral

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