Se le presenta como soldado probablemente zafio, algo bruto y más que ensombrecido por la escoria de la sociedad que tienen que soportar cada día en aquella cárcel pestilente. Debió resultarle extraña la presencia de aquellos dos presos, como Pedro y Pablo, que no aúllan ni vociferan como los demás; no insultan ni blasfeman, no maldicen ni amenazan. Más bien le pudieron parecer faltos de razón o trastornados por la sencillez y ensimismamiento que por tanto rato mantenían, sin encontrar explicación a la atención que prestaban a sus compañeros de prisión a los que intentan consolar.

Escucha hablar de un judío, Cristo, que aseguran les dará la libertad y la salud. Los escucharía con especial atención. Con la última remesa de presos que ha llegado por haber incendiado nada menos que la ciudad de Roma, ha cambiado el tono de la cárcel donde empiezan a oírse cantos y hasta sonrisa en los labios resecos por la fiebre, el contagio y el temor.

El martirologio romano lo sitúa al lado de otro carcelero, San Martiniano. Se dice que los dos carceleros comienzan prestando atención a lo que dicen y terminan acercándose a recibir, en susurros y casi a escondidas, instrucción. Una luz del cielo se les ha encendido dentro; piden ser discípulos, quieren recibir el bautismo y se ofrecen como sustitutos de sus puestos dejándoles abierta la prisión. Una fuente de agua brota de la piedra, signada por Pedro con la cruz, para poder administrar el bautismo a ellos y a otros cuarenta y siete más. Esa es la fuente que desde entonces da agua milagrosa a quien quiere beberla para remedio de algún mal.

Sabedor el juez Paulino de lo sucedido les llama al orden junto, animándoles a dejar lo que incautamente han abrazado e instándoles a ofrecer culto y reconocimiento a los dioses de siempre. Pero nada puede remover su decisión y, después de escupir la estatua de Júpiter, son azotados y atormentados con la pena del fuego en la que no se sabe cómo el juez se queda ciego, es poseído del demonio y muere en tres días. A los dos que fueron carceleros les cortaron la cabeza en la Via Aurelia, fuera de los muros de la ciudad, el día 2 de Julio, dejando sus cuerpos a los perros.

Dicen que la piadosa Lucina, matrona que nunca falta en la recogida de cuerpos de mártires, los mandó levantar y dar sepultura en su propiedad hasta que pudieron trasladarse a la iglesia que construyó en su honor.