Fecha de publicación: 19 de octubre de 2022

Pedro Garavita nació en el pueblecito de Alcántara, en Extremadura, en 1499. Su padre, que era abogado, ejercía el cargo de gobernador de la localidad, su madre era de muy buena familia y ambos se distinguían por su piedad y cualidades personales. Pedro empezó los estudios en la escuela del lugar, pero su padre murió antes de que hubiese terminado la filosofía. Su padrastro lé envió más tarde a la Universidad de Salamanca, donde Pedro determinó hacerse franciscano y tomó el hábito en el convento de Manjaretes, situado en las montañas que separan a España de Portugal. Escogió precisamente ese convento por su ardiente espíritu de penitencia, ya que en él se hallaban reunidos los observantes que ansiaban una vida más rigurosa. Durante el noviciado, se le confiaron sucesivamente los oficios de sacristán, refitolero y portero, que desempeñó con gran asiduidad, aunque no siempre con eficacia, pues era un tanto distraído. Por ejemplo, su superior tuvo que reprenderle porque, al cabo de seis meses como refitolero, no había servido ni una sola vez fruta a la comunidad. El joven se excusó diciendo que nunca había encontrado fruta, cuando le hubiese bastado levantar los ojos para ver que del techo del refectorio colgaban enormes racimos. Con el tiempo, la mortificación le hizo perder absolutamente el sentido del gusto; en cierta ocasión, encontró en su plato vinagre salado y lo tomó como si fuese la sopa ordinaria. Su lecho consistía en una piel sobre el suelo; solía emplearlo para arrodillarse a orar una buena parte de la noche y dormía sentado, con la cabeza contra la pared. Sus vigilias constituían el aspecto más notable de sus mortificaciones, de suerte que el pueblo cristiano ha hecho de él el patrono de los guardias y veladores nocturnos. El santo fue reduciendo gradualmente el tiempo de su vigilia para no dañar su salud.

Algunos años después de su profesión, se le envió a fundar un pequeño convento en Badajoz, aunque no tenía más que veintidós años, y no era aún sacerdote. Ejerció el superiorato durante tres años, al cabo de los cuales fue ordenado sacerdote, en 1524. Sus superiores le dedicaron inmediatamente a la predicación y, más tarde, le nombraron sucesivamente guardián de los conventos de Robredillo y de Plasencia. San Pedro precedía a sus súbditos con el ejemplo, observando a la letra los consejos evangélicos; por ejemplo, sólo tenía un hábito, de suerte que cuando lo daba a lavar o a remendar, se retiraba a esperar, desnudo, en un rincón del huerto. Por aquella época, predicó en toda Extremadura, con gran fruto de las almas. Además de su talento natural y de sus conocimientos, Dios le había favorecido con la ciencia infusa y el sentido de las cosas espirituales; estos últimos son dones sobrenaturales que Dios no suele conceder sino a quienes se han ejercitado largamente en la oración y la práctica de las virtudes. La sola presencia del santo era ya una especie de sermón y se dice que le bastaba con presentarse en un sitio para empezar a convertir a los pecadores. Gustaba particularmente de predicar a los pobres, basándose en los textos de los libros de la sabiduría y de los profetas del Antiguo Testamento. San Pedro se sintió toda su vida atraído por la soledad. Como hubiese rogado a sus superiores que le enviasen a algún monasterio remoto en el que pudiese entregarse a la contemplación, éstos le enviaron al convento de Lapa, que era un sitio muy poco poblado, con el cargo de superior. Allí compuso san Pedro su libro sobre la oración, tan estimado por santa Teresa, fray Luis de Granada, san Francisco de Sales y otros. Es una verdadera obra maestra que ha sido traducida a la mayoría de las lenguas occidentales. San Pedro aprovechó para escribirlo su propia experiencia del amor divino, ya que vivía en continua unión con Dios. Con frecuencia, era arrebatado en éxtasis que duraban largo tiempo y estaban acompañados de otros fenómenos extraordinarios. La fama de San Pedro de Alcántara llegó a oídos del rey Juan III de Portugal, quien le llamó a Lisboa y trató en vano de retenerle allí.

En 1538, el santo fue elegido ministro provincial de los frailes de la estricta observancia de la provincia de San Gabriel, en Extremadura. En el ejercicio de su cargo redactó una regla aún más severa que la ya existente y la propuso, en 1540, en el capítulo general de Plasencia. Como la propuesta encontrase una fuerte oposición, el santo renunció a su cargo y fue a reunirse con fray Martín de Santa María. Dicho fraile, interpretando la regla de San Francisco como un llamamiento a la vida eremítica, construía una ermita en una desolada colina, llamada la Arábida, a orillas del Tajo, en la ribera opuesta a la de Lisboa. San Pedro alentó a fray Martín y sus compañeros y le sugirió varias disposiciones que fueron adoptadas. Los ermitaños iban descalzos, dormían en esteras o al ras del suelo, jamás tomaban carne ni vino y no tenían biblioteca. Poco a poco, varios frailes de España y Portugal se adhirieron a la reforma, y los conventos empezaron a multiplicarse. En la ermita de Palhaes se fundó el noviciado, y san Pedro fue nombrado guardián y maestro de novicios.

El santo estaba muy angustiado a causa de las pruebas por las que la Iglesia atravesaba entonces. Para oponer el dique de la penitencia a la relajación de las costumbres y a las falsas doctrinas, concibió, en 1554, el proyecto de establecer una congregación de frailes de observancia aún más estricta. El provincial de Extremadura no aceptó el proyecto; en cambio, el obispo de Soria acogió la idea con entusiasmo, y san Pedro se retiró con un compañero a dicha diócesis a hacer un ensayo de la nueva vida eremítica. Poco después fue a Roma, viajando descalzo, con el objeto de obtener el apoyo de Julio III. Aunque el ministro general de los observantes veía con malos ojos el proyecto del santo, éste consiguió que el Papa lo pusiera bajo la obediencia del ministro general de los conventuales, y obtuvo permiso para fundar un convento tal como él lo concebía. A su vuelta a España, un amigo suyo construyó en Pedrosa un convento a su gusto. Tales fueron los comienzos de la rama franciscana conocida con el nombre de la Observancia de San Pedro de Alcántara. Las celdas eran muy pequeñas; la mitad de cada una de ellas estaba ocupada por el lecho, que consistía en tres tablas desnudas. La iglesia hacía juego con el resto. Los frailes no podían olvidar que estaban llamados a hacer penitencia, dado que sus celdas parecían más bien sepulcros que habitaciones. Un amigo de san Pedro, que le había ayudado a llevar a cabo la «reforma», se quejó un día de la malicia del mundo.

Poco a poco, otros conventos adoptaron la reforma. San Pedro escribió en sus reglas que las celdas no debían tener más de dos metros de largo; que el número de frailes de cada convento no debía pasar de ocho; que los frailes debían andar descalzos, consagrar a la oración mental tres horas diarias y no recibir estipendios por las misas. Igualmente les impuso otras prácticas rigurosas que se acostumbraban en la Arábida. En 1561, la nueva custodia fue elevada a la categoría de provincia con el nombre de San José y el Papa Pío IV la retiró de la jurisdicción de los conventuales y la pasó a la de los observantes (Los «alcantarinos» dejaron de ser un cuerpo diferente en 1897, cuando León XIII reunió las distintas ramas de los observantes). Como suele acontecer en tales casos, la provincia de San Gabriel, a la que San Pedro había pertenecido, no vio con buenos ojos su empresa, y el santo fue tratado de hipócrita, traidor, turbulento y ambicioso por sus antiguos superiores. A esas acusaciones replicó sencillamente: «Padres míos, os ruego que toméis en cuenta la buena intención que me guía en esta empresa; pero, si estáis plenamente convencidos de que no es para la gloria de Dios, haced cuanto podáis por echarla a pique». Efectivamente, los frailes de San Gabriel hicieron cuanto pudieron por echarla a pique, pero la «reforma» siguió ganando terreno a pesar de todo.

En 1560, en el curso de una visita a su provincia, san Pedro de Alcántara pasó por Avila, movido por una orden recibida del cielo. Por entonces, santa Teresa se hallaba todavía en el convento de la Encarnación y atravesaba por un período de ansiedad y escrúpulos, pues muchas personas le habían dicho que era víctima de los engaños del demonio. Una amiga de la santa consiguió permiso para que ésta fuese a pasar una semana en su casa, y allí la visitó san Pedro de Alcántara. Guiado por su propia experiencia en materia de visiones, San Pedro entendió perfectamente el caso de Teresa, disipó sus dudas, le aseguró que sus visiones procedían de Dios y habló en favor de la santa con el confesor de ésta.

El santo asistió el 24 de agosto a la primera misa que se celebró en el nuevo convento de San José. En la época turbulenta de las fundaciones, Santa Teresa fue fortalecida y consolada más de una vez por las apariciones de san Pedro de Alcántara, quien ya había muerto para entonces.

Dos meses después de la inauguración del convento de San José, San Pedro de Alcántara cayó enfermo y fue trasladado al convento de Arenas para que muriese entre sus hermanos. En sus últimos momentos, repitió las palabras del salmista: «Mi alma se regocija porque me han dicho: Iremos a la casa del Señor» (salmo 122,1) En seguida se arrodilló y murió en esa actitud. San Pedro de Alcántara fue canonizado en 1669.