Su tío se llamaba san Alejandro Nevski. Era un padre de familia generoso y muy comprometido con todos los asuntos referentes a la religión cristiana.
Tuvo cuatro chicos y cuatro chicas. A todos los educó en una auténtica formación espiritual.
Tuvo que intervenir con dureza para que su pueblo no cayese bajo la invasión de los Tártaros, sostenidos y apoyados en su tiempo por los mismos príncipes moscovitas.
A todo aquel que no siguiera las instrucciones de los Tártaros, se les obligaba a llevar amuletos que indicaran su confesión y su conformidad con los dioses paganos.
Al que no lo hacía le tildaban de traidor y era expuesto a la risa y vergüenza públicas.
Tenían que llevar los estandartes del jefe de los Tártaros. Aquél que no los llevase era considerado traidor a la patria. Por cantar la gloria del Dios desconocido a quien adoraban los cristianos.
Entonces hicieron lo fácil: se lo entregaron al príncipe de los moscovitas, que se llamaba Georges Danielocitch.
Este príncipe tenía tan malas entrañas que no pensaba nada más que en acabar con ellos y con él.
Lleno de desesperación por la valentía que demostraban los cristianos y Miguel a su cabeza, se enfadó tanto que ordenó que todos fueran llevados a la muerte sin más juicio. Los esbirros los asesinaron con sus espadas. Murió en el año 1318.