El año de 1285 vino al mundo Eleazar de Sabran en el castillo que poseía su padre junto a la ciudad de Ansouis, en Provenza. Por parte de su madre, recibió valiosas lecciones de virtud que fueron perfeccionadas por su tío Guillermo de Sabran, abad de San Víctor en Marsella, que se hizo cargo de educarlo en el monasterio. El abad debió reprender a su sobrino por las excesivas mortificaciones que practicaba; sin embargo, en su fuero interno, admiraba un fervor tan grande en un joven noble. Se afirma que la joven, aconsejada por un fraile franciscano, pidió a su esposo que guardaran la continencia en el matrimonio, pero pasó bastante tiempo antes de que Eleazar accediera. Sin embargo, a partir de entonces, el mundo vio en aquella virtuosa pareja la práctica de la devoción religiosa en medio de las dignidades seculares, de la contemplación en el ruido de la vida pública y una rivalidad amistosa por parte del uno y la otra para hacer el bien y prodigar su caridad. Eleazar recitaba a diario el oficio divino y comulgaba con mucha frecuencia. «Yo creo -le dijo cierta vez a Delfina- que ningún hombre sobre la tierra siente una felicidad tan grande como la que yo experimento al recibir la santa comunión».

Eleazar tenía veintitrés años cuando heredó los títulos, la fortuna y las tierras de su padre y se vio obligado a viajar a Italia para tomar posesión de las propiedades en Ariano. Es un grave error el creer que se puede ser verdaderamente devoto si se dedica mucho tiempo a la oración y, por ello, se descuidan o se olvidan las procupaciones temporales. La piedad de Eleazar no sólo hizo de él un devoto fiel, sino también un hombre prudente y diestro en el manejo de las cuestiones temporales, tanto privadas como públicas; valeroso en la guerra, activo en la paz, leal para todos y celoso guardián de su hogar, para cuyo gobierno impuso reglamentos bien meditados. El mismo ponía el ejemplo en todo lo que ordenaba hacer a los demás y Delfina, su esposa, apoyaba todas sus opiniones y le dispensaba una perfecta obediencia. Jamás hubo un desentono en la armonía o un enfriamiento en el afecto de aquella virtuosa pareja. Nunca olvidó Delfina que las devociones de una mujer casada deben seguir otro sistema que las de una monja, ni que la contemplación puede hermanarse con la acción, ni de que Marta y María deben ayudarse mutuamente.

Alrededor del año 1317, Eleazar regresó a Nápoles y llevó consigo a su esposa, quien fue una de las damas de honor de la reina Sancha, esposa del rey Roberto. Los reyes nombraron a Eleazar tutor de su hijo Carlos. Aquel joven príncipe era insoportablemente altanero, muy pagado de sí mismo y de su alta posición, intratable, y con todos los defectos de los cortesanos. El conde Eleazar advirtió desde el primer momento las peligrosas inclinaciones de su pupilo, pero no dijo una palabra sobre ellas, hasta que hubo conquistado su afecto y su confianza. Entonces, Eleazar condujo al joven Carlos por mejores caminos y se lo devolvió a su padre convertido en un hombre de provecho. Por aquel entonces, el rey tuvo necesidad de un juez cauto y enérgico para la turbulenta región de los Abruzos, y Eleazar fue a ocupar el cargo.

Algunos años después, el monarca lo envió a París a fin de que pidiera la mano de María de Valois para su hijo Carlos. En ocasión de aquel viaje, Delfina se mostró un tanto preocupada ante la perspectiva de que su marido se mezclase con los escandalosos y poco recomendables personajes de la corte francesa, pero Eleazar le respondió con cierta sequedad que, si por gracia de Dios había logrado conservar su virtud en Nápoles, no era probable que la perdiese en París. En realidad, el peligro que le aguardaba en la capital francesa era de otra índole. Después de haber cumplido con su cometido, cayó enfermo y ya no volvió a recuperarse. Tan pronto como sintió los efectos del mal, hizo una confesión general y no dejó de confesarse ni un solo día a lo largo de su enfermedad, a pesar de que, según afirman sus biógrafos, nunca ofendió a Dios con un pecado mortal. A diario también se hacía leer la historia de la Pasión de Cristo, porque aseguraba encontrar en ella un gran consuelo para sus sufrimientos. Al recibir el viático exclamó lleno de alegría: «¡Se ha realizado mi esperanza! ¡Así quiero morir!» Y el 27 de septiembre de 1323, murió en los brazos del fraile franciscano que había sido su confesor. Alrededor del año de 1309, Eleazar había sido el padrino de bautismo de su sobrino, Guillermo de Grimoard, una criatura enfermiza, que, años más tarde, recuperó la salud y la fuerza, gracias a las plegarias que se elevaron a su padrino. Cincuenta y tres años después, el niño débil se convirtió en el enérgico papa Urbano V, quien, en 1369, firmó el decreto de canonización de san Eleazar.

La Beata Delfina sobrevivió a su esposo treinta y siete años. Después de la muerte del rey Roberto, la reina Sancha tomó el hábito de las Clarisas Pobres en un convento de Nápoles y así continuó su vida, sin apartarse de Delfina, que era su consejera y su guía en los ejercicios de la vida espiritual. Al morir la soberana, Delfina regresó a su Provenza natal, donde llevó una existencia de reclusión, primero en Cabriéres y después en Apt. Casi todos sus bienes los distribuyó entre los pobres y, durante los últimos años de su vida, sufrió una dolorosa enfermedad que soportó con heroica paciencia. Murió en el año de 1360 y fue sepultada en la tumba de su esposo, en Apt. Una antigua tradición dice que tanto San Eleazar como la Beata Delfina eran miembros de la tercera orden de San Francisco y, por lo tanto, son especialmente venerados por los franciscanos; en el suplemento franciscano del martirologio, a la Beata Delfina se la conmemora el 9 de diciembre, aunque al parecer murió el 26 de noviembre.