“El Señor es mi pastor, nada me falta. Me conduce hacia fuentes tranquilas y repara mis fuerzas. Tu bondad y Tu misericordia me acompañan todos los días de mi vida y habitaré en la casa del Señor por años sin fin”.
Todos podemos decir esto, pero sólo podemos decirlo en toda su profundidad porque Cristo está vivo; porque Cristo ha resucitado. La Resurrección de Jesucristo no es una fiesta que llega al final de la Semana Santa, una rutina que lleva año tras año y que se renueva año tras año. No es que sea un adorno en nuestra vida, una especie de creencia con la que nos consolamos. Es el Acontecimiento central de la historia. El que consuma la alianza del Viernes Santo y lleva a su plenitud ese amor que le ha llevado al Hijo de Dios asumir nuestra carne y nuestra condición humana en las entrañas de la Virgen María. Y ese Acontecimiento llena la historia entera. Y sólo porque Cristo está vivo, nosotros podemos decir -y decirlo con toda plenitud con toda conciencia, con toda libertad- “el Señor es mi pastor. Nada temo, porque Tú vas conmigo. Tu vara y tu cayado me sosiegan”.
Es la celebración de la Iglesia. La celebración central de la Iglesia, la única que da sentido a nuestras vidas, que da sentido a la historia. Que triunfa sobre el mal en todas sus formas, sobre la muerte. Y, mirad, el mal se hace muy, muy visible, muy poderoso. Tiene instrumentos muy poderosos. Los ha tenido siempre, hoy tal vez más que en otras épocas. Pero el mal ha sido vencido por el amor infinito de Dios revelado en Cristo. Y nosotros podemos cantar “el Señor es mi pastor. Nada me falta”. Y hasta eso se queda corto. Porque no sólo que el Señor nos cuide, es que el Señor nos desea, quiere vivir en nosotros, quiere que nosotros participemos de Su vida de hijos de Dios, de la vida divina. Su misericordia infinita abraza a todos, también a los pecadores. Y yo diría que a los pecadores más, precisamente porque necesitan más de Su Presencia, y de Su Gracia, y de Su Misericordia.
Soy consciente de que el mal…, basta pensar en la guerra de Ucrania, pero basta pensar también en todos los males que asoman, que asolan al mundo de hoy: la soledad, la desesperanza, la pérdida de sentido, pero sobre todo esa soledad que hace a las personas sentir que están como tiradas en la existencia, tiradas en la vida, que no permite una esperanza verdadera o la esperanza que tenemos aparece como si estuviera siempre marcada por el cáncer de un cierto cinismo, una cierta falta de fe. No nos lo terminamos de creer que estamos hechos para el Cielo; que estamos hechos para Dios. Que somos un pueblo, llamados a ser el cuerpo de Cristo, con todas sus llagas. Cuando hablo del mal, soy también consciente del mal. El mal que hay en la Iglesia, de nuestros pecados, de mis pecados, de nuestras miserias, mezquindades, mediocridades, mentiras, de nuestras tradiciones. Pero nosotros no somos como los paganos que pensamos que si nos portamos bien, Dios podrá querernos y por eso tenemos que esforzarnos mucho por portarnos bien. No. Nosotros conocemos que el amor infinito de Dios revelado en Cristo ha abrazado a nuestra humanidad con todas sus miserias, las miserias del mundo, las miserias de quienes no conocen al Señor, las miserias siempre mayores de quienes conocen al Señor o se creen que conocen al Señor. Las miserias nuestras, las de los pastores. Proclamar que Cristo ha resucitado es proclamar la victoria del amor de Dios, sobre todo el mal del mundo, todo el mal de la historia, todo el mal de nuestra historia, de nuestra condición humana.
Queridísima Iglesia del Señor, Esposa amada de Jesucristo, Pueblo santo de Dios, con cicatrices, con heridas, con descarrilamientos a lo largo de nuestra historia, celebramos hoy la ordenación de cinco nuevos presbíteros y vuestra numerosísima presencia aquí hoy no expresa simplemente el afecto, la amistad, el deseo de acompañar. Expresa una fe sencilla, tal vez que no se llega ni siquiera a expresar, de que la vida de cada uno de estos jóvenes tiene un significado para el mundo entero, de que el sí frágil, pequeño, como son siempre nuestros síes, de estos cinco jóvenes, es un bien para la Iglesia entera y no para la diócesis de Granada sólo, sino para el mundo entero.
Damos gracias a Dios por cada uno de vosotros. Es ya un regalo inmenso, jamás merecido, el ser cristiano. No nos damos cuenta de ello. Pero por eso digo que en el fondo no nos creemos que Cristo ha resucitado. ¿Por qué? Porque en la Resurrección de Cristo se ha hecho disponible para todos el Espíritu de Dios que hemos recibido en nuestro bautismo y, por lo tanto, tenemos el Espíritu de Dios. Somos hijos de Dios. Quienes somos hijos de Dios, ¿quién podría pensar algo así?, ¿quién podría atreverse a decir algo así?, ¿quién puede perdonar los pecados mas que Dios? Y sin embargo, en aquel hombre, en Jesús, se perdonaban los pecados y en vosotros, mis queridos hijos. De aquí a unos minutos tendréis en vuestras manos ese poder que sólo pertenece a Dios, que todos intuimos; que sólo pertenece a Dios, que sabemos que sólo pertenece a Dios de perdonar los pecados.
Cristo sigue vivo. Cristo está en medio de nosotros. Cristo quiere hacer de todos nosotros y de todos los pueblos un solo pueblo, de toda raza, lengua, pueblo y nación. Un solo pueblo de hijos, un solo pueblo de hermanos, también con los que no creen, también con los que están lejos, también con los que han caído y no se creen capaces de levantarse o no se creen capaces de recuperar su condición de hijos de Dios. No se creen capaces de recibir o de ser amados por Dios. Pero el Señor ha vinculado Su presencia a una cosa que no existe mas que en la Iglesia y que es un concepto, además, que es específicamente cristiano. Que yo creo que no existe fuera -fuera de la Iglesia-: los sacramentos, que son acciones de Cristo vivo, por los que Cristo continúa su obra en medio de nosotros y en medio del mundo. Son gestos pequeños.
Pero yo digo siempre cuando confirmo que una caricia, una sonrisa, un beso, son gestos muy pequeños y, sin embargo, por una caricia, un beso o una sonrisa, puede pasar un bien tan grande que cambia la vida de una persona, para siempre, si es que ese gesto es verdadero. En el caso de los seres humanos. Siempre hay que preguntarse si el gesto es verdadero, porque muchos gestos lo parecen y no lo son porque vivimos, además, en un mundo de mentiras y de apariencias, claramente. Pero los gestos de Dios son verdaderos y Dios no sabe mas que amar. Y los Sacramentos son gestos, acciones de Cristo resucitado, vivo, que se nos da en todos ellos. No venimos a Misa o a la Eucaristía a hacer algo por Dios. No venimos, no rezamos para hacer algo por Dios. Siempre que nos acercamos a Dios es para recibir. Dios no sabe mas que dar y entre los dones de Dios hay uno singularísimo que es un Sacramento. Ayer os hablaba de que sois un sacramento con zapatos, sois un sacramento personal. Dios mío, uno lo piensa y se sobrecoge. Se sobrecoge de uno mismo, porque igual que uno no ha hecho nada para merecer ser cristiano, no ha hecho nada para merecer ser sacerdote, no digo al pastor sucesor de los apóstoles. Nada de nada, de nada. Pura misericordia de Dios.
Pero lo cierto es que el Señor os ha escogido para que seáis Su presencia viva en medio del pueblo cristiano y en medio del mundo. Yo uso tantas veces esa frase con la que san Juan Pablo II quiso resumir todo lo que la Iglesia les tenía que decir a los hombres y a las mujeres de hoy: “Dios te ama, a cada uno. Dios te ama. Cristo ha venido por ti”.
Pues, eso son vuestras vidas. Una proclamación viva de eso, donde estéis. Lo mismo si estáis con un grupo celebrando un cumpleaños. Vuestras vidas han de proclamar “Dios te ama. Cristo ha venido por cada uno de nosotros. Cristo da la vida por cada uno de nosotros”. Y si el Señor os da la gracia en vuestro corazón, tendría que haber, en el mío, tendría que haber la disposición de estar dispuesto a dar la vida por cada una de las personas que se acercan a ti, como el Señor. Y no pensar en cálculos: si me protejo un poco más o si me cuido más, puedo estar más tiempo. El Señor no pensó eso en relación con Su Pasión. El Señor dio testimonio de la verdad y la Pasión llegó cuando quiso el Padre.
Queridísimos hijos, os lo voy a decir de nuevo en el rito de la Ordenación. Sed de la manera que el Señor os conceda, a la medida de Su Gracia, signo vivo de la Presencia de Cristo en el mundo. A través de lo que sea el designio de Dios mostrado para cada uno de vosotros, también en la voluntad de la Iglesia, en el mandato y la misión de vuestro obispo. Pero no dejéis nunca de ser signo: “Como el Padre me envió, os envío yo a vosotros. Yo y el Padre somos uno”. Y nosotros somos uno con Cristo por el Bautismo. Y vosotros habéis sido como apropiados. Vuestra humanidad entera, con vuestra forma de ser, con vuestra historia, con vuestras capacidades, y con vuestros temperamentos, también con vuestros límites, asumidos de la misma manera que fue asumida la humanidad de Cristo que nació de la Virgen. Asumidos por Jesucristo para ser Su Presencia viva en medio de este mundo.
No dejéis de sorprenderos por este milagro nunca en la vida. No dejéis de asombraros. Y para eso la Iglesia tiene unos caminos que conocemos; que conocéis vosotros; que son muy sencillos: la oración, la Eucaristía, que es adentrarse más y más en el Misterio de la Eucaristía. “Tomad, comed, esto es mi Cuerpo que se entrega por vosotros”. Lo vais a decir vosotros, lo va a decir Cristo, pero lo vais a decir vosotros, porque como sois un sacramento personal, ese sacramento implica constantemente vuestra libertad y libremente diréis “tomad, comed, esto es mi Cuerpo”. Libremente diréis, “tomad, comed, bebed, esta es mi Sangre que se derrama por vosotros, por muchos”, es decir, por la multitud, por el mundo entero, para el perdón de los pecados. Sed portadores de ese perdón, no sólo en el Sacramento de la Eucaristía, sino en vuestra vida, en vuestros gestos. Alegraos cuando os encontréis con un pecador a quien podéis acercar al amor de Dios y poder decirle simplemente “Dios te ama, sí, te conoce y conoce tus pecados, pero Dios no te rechaza”. Cuando rechazamos, somos los hombres los que rechazamos, pero Dios no rechaza jamás a nadie.
Esa es la Buena Noticia del Evangelio. Esa es la Buena Noticia de Jesucristo, en quien hemos conocido al Dios verdadero, el Dios que jamás rechaza a nadie. Sólo ese es el Dios verdadero. Lo demás son ídolos. Adentrados en el Misterio de la Eucaristía, ejerced con gusto el perdón de los pecados. Me habéis oído en la sacristía, es un sacramento que nos cuesta, al que le damos como menos importancia, que lo hacemos como con menos frecuencia. Y no. Dedicad tiempo a la confesión. Que la gente no tenga que buscaros demasiado para recibir el perdón de los pecados. Porque si algo genera soledad en el mundo en el que estamos, en el mundo sin Dios, en el mundo post cristiano, en su cultura, al menos, en el que vivimos, es el que no tenemos o vivimos con la conciencia de que no tenemos perdón, de que nadie nos perdona o que sólo nos perdona cuando ya nos hayamos convertido y, por lo tanto, todo depende de nosotros y de nuestro esfuerzo. Jesucristo no les preguntaba para decir “tus pecados están perdonados, vete en paz”. Que vuestras vidas, en una expresión humana, carnal, concreta, de ese perdón inagotable de Dios que jamás, jamás se cansa de perdonar, y que no exige la justicia antes del perdón. Es el perdón el que crea en el corazón del hombre el deseo de una vida según el designio de Dios. Dios me sigue amando. Esa es la gran sorpresa. A pesar de todo, Dios me sigue amando. Dios no se cansa de mí. Dios no me rechaza. Es eso lo que a todo ser humano le sorprende. Es esa la Buena Noticia. ¿Cómo puede Dios quererme si tantas veces no me quiero yo a mí mismo? Tantas veces no soy capaz de querer a mi hermano. Tantas veces nace en mí la envidia, el odio, el egoísmo, la lujuria, que es una forma de avaricia. Y Dios no se cansa. Dios me mira con el mismo amor con que el primer día de la Creación.
Que vuestra mirada sobre los hombres os van a hacer confiados de una manera singular por un Sacramento del Orden refleja esa mirada de Cristo, esa mirada que no se cansa. No quiere decir que no descanséis, entendedme, pero que no se cansa ni se harta del dolor o del pecado de los hombres.
Dicho eso, damos gracias a Dios por vosotros. La Iglesia entera, aquí reunida, da gracias a Dios por vosotros. Alguien me decía esta mañana “son cinco milagros”. Efectivamente, cinco milagros. Recibirlos con gratitud. Recibid ese milagro en vuestras vidas con gratitud. Disfrutadlo y contad siempre con la oración y la ayuda y la compañía del pueblo cristiano, que nada desea tanto como tener buenos sacerdotes. Os lo aseguro, y es el que más hace para ayudarnos a ser buenos sacerdotes. Contáis también con nuestra oración y con lo que yo pueda ser de ayuda para vuestro ministerio.
Le pedimos a la Virgen María, Madre de la Iglesia, que cuide especialmente, que podáis tener una relación con ella de hijos. Sencilla, bonita. Es vuestra madre. Es la madre de todos y de cada uno, pero madre de los sacerdotes de una manera singular. También ella, y nadie como ella, junto a Jesucristo, desea tanto vuestra felicidad y la fecundidad de vuestro ministerio. Después venimos todos los demás, incluidas vuestras familias, pero Cristo es quien más desea que vuestra vida sea hermosa, bella, fecunda. Junto a Él, la Virgen, su madre, nuestra madre. Que así sea.
PALABRAS FINALES
Terminamos ya con la oración final y la bendición. Pero antes yo quiero dar las gracias a las familias y a las comunidades, y sobre todas a las familias, sobre toda a los padres y a las madres de los que se acaban de ordenar.
Yo les digo muchas veces a ellos que al ordenarse no le hacen un favor a Dios; que es el Señor el que les hace un favor a ellos. Un favor inmenso nos ha hecho con llamarnos. Pero parte de su favor sois vosotros; parte de su favor que Dios nos hace y os lo hace a vosotros también. Quiero que sepáis que un hijo sacerdote es un regalo y un regalo misterioso para una familia, porque, de alguna manera, parece que como que rompe vínculos con su familia, adquiere una familia nueva. Yo recuerdo que por las tradiciones que había en el pueblo a donde fui el primero de todos, mi familia vino a cenar conmigo la primera Nochebuena y había una tradición en ese pueblo de que se confesaba la gente en la tarde de Nochebuena y no pude cenar con ellos porque empalmé las 3 o las 4 de la tarde con la Misa del Gallo. Y, sin embargo, aunque adquieren una familia nueva, estoy seguro de que con vosotros tendrán una relación especialísima. Y sois necesarios para orar por ellos, para acompañarlos de una cierta manera, con una discreción especial. Pero, al mismo tiempo, sois parte de su vocación. Hay una vocación de sacerdote, y hay una vocación de madre de sacerdote y de padre de sacerdote. Y hay una vocación de hermana de sacerdote. Estáis todos tocados por su vocación y yo, en nombre de la Iglesia, la Iglesia de Granada, a la que represento, os doy las gracias y en nombre de Dios.
Y luego, ya hasta algunos jóvenes, hoy aquí en la Iglesia… Y yo quiero deciros que si por casualidad el Señor llama a vuestras puertas, lo mismo al sacerdocio que a la vida consagrada, que no tengáis miedo, que no tengáis miedo de decirLe al Señor que sí, que hay una paternidad sacerdotal que es más grande que la paternidad y la familia, porque es cuidar de la familia de Dios y hay una responsabilidad más grande; hay un esposo más grande y más fiel que ningún esposo de este mundo que se llama Jesucristo. Por lo tanto, chicos o chicas, si sentís que el Señor llama a vuestras puertas, no le digáis que no. Tanto la virginidad consagrada como el celibato sacerdotal y la vida sacerdotal es una forma de plenitud humana especialmente preciosa, especialmente rica, especialmente fecunda, que cuando uno la vive y cuando es su sitio; cuando es el Señor el que llama y no nosotros, hace que uno pueda dar las gracias y vivir contento toda la vida.
No que no haya noches oscuras. Pero, a pesar de las noches oscuras, se vive contentos y se vive con alegría, se vive con plenitud. Por lo tanto, no seáis tontos y no digáis que no. Si suena la llamada a vuestras puertas, que, por cierto, es el Señor el que llama, pero suele llamar a través de alguien que tiene nariz, ojos, frente y boca…. También lo digo. Vamos a hacer la oración final.
+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada
8 de mayo de 2022
S.I Catedral de Granada+