Queridísima Iglesia del Señor, Esposa amada de Jesucristo, Pueblo santo de Dios;
queridos sacerdote y diácono concelebrante;
queridos amigos y hermanos todos:
Si uno tuviera que resumir la experiencia de los apóstoles, la experiencia de quienes conocieron a Jesús -la Virgen, los apóstoles, el grupo de mujeres que les acompañaban-, y en una sola frase, estaría en la Primera Carta de San Juan: “Dios es Amor”. “En esto consiste el amor, no en que nosotros hayamos amado a Dios -ni siquiera en la capacidad de amarnos o de querernos unos a los otros-, sino en que Dios nos amó primero”. Dios nos precede en el amor hasta en darnos esa capacidad de amar que tenemos como imagen de Dios y como seres creados a Su imagen y semejanza, y que revela de algún modo lo que en Él se da de una manera plena, incondicional e infinita.
Ese amor de Dios es lo que celebramos siempre en la liturgia, de una forma o de otra, con unas palabras o con otras. Es lo que hemos celebrado en Navidad. En Navidad celebramos que el Hijo de Dios viene a nosotros; que Dios nos ha comunicado en Su Palabra, en Su Hijo, todo lo que Él es, justamente Su amor sin límites; como que Dios ha querido compartir nuestra condición humana naciendo como un niño, llorando como un niño, teniendo necesidad de ser alimentado por los pechos de su madre, como un niño, vestido para protegerse del frío como un niño. Vivir nuestras necesidades y las realidades de nuestra condición humana, ¡hasta el ser perseguido!, y hasta ya no como un niño, sino como un hombre, sufrir las consecuencias de la mentira, de la envidia, del odio de los hombres y morir en la cruz.
Vienen unos pastores y unos paganos a adorarle. Y la fiesta del Bautismo del Señor es con la que se clausura litúrgicamente el tiempo de Navidad. Viene a exponer ese mismo movimiento. El movimiento por el que Dios sale de Sí mismo, justamente porque es Amor y se acerca a nuestra pequeña realidad.
Dios invisible -eso es lo que celebramos en la Epifanía- se hace visible en el cuerpo de ese niño pequeño que está en los brazos de María y que se alimenta de su leche, cuando es Él quien le da la leche para alimentarlo, cuando es Él quien le da todo Su Ser a Su Madre. Como decía Dante: “Hijo de tu hija”. O como decía también san Efrén: “Si José te pudo coger en brazos, es porque Tú le sostenías los brazos. Si tu madre te daba el alimento de su leche, es porque Tú se la dabas a ella y tú estabas pequeño en su seno, y desde su seno estabas construyendo los mundos, construyendo los cuerpos de todos los hombres, sosteniéndolos en su ser, construyendo las estrellas y las montañas, los ríos y los bosques”. Ese es el movimiento de amor que se nos revela. Como que consiste justamente en salir de uno mismo y en darse a los demás y en darse especialmente a quien es más pequeño, a quien es más necesitado, a quien es más pobre, a quien cuenta menos. Pensad que, cuando Dios se da a nosotros, no es porque espere nada de nosotros. Sería una pretensión tremenda, llena de orgullo, llena de pecado, en definitiva, el pensar que nosotros podemos darLe nada a Dios. Dios se nos da porque quiere dársenos, porque quiere comunicar su vida, porque no resiste no amar; porque es Amor, porque es el Amor. Y se nos da en todas las cosas, también en las circunstancias difíciles, también en los momentos donde a nosotros nos resulta más difícil verle, porque nosotros tenemos la mirada sólo puesta en nuestro interés inmediato. Dios, sin embargo, mira el destino de cada uno, el destino final de cada uno y el destino del mundo, y todo lo hace para nuestro bien.
En la fiesta del Bautismo del Señor, ese mismo movimiento de descenso de Dios que San Pablo explicaría diciendo “Jesucristo, el Hijo de Dios, no tuvo como una cosa digna de ser retenida el ser igual a Dios. Era igual a Dios. Sin embargo, asumió la condición de esclavo y pasó por uno de tantos, hasta someterse incluso a la muerte y a una muerte sumamente ignominiosa, como la muerte de cruz. Por eso, Dios lo ensalzó y le ha dado un nombre sobre todo nombre”. La grandeza del hombre está en Su capacidad de amar, porque somos imagen de Dios, y amar también a lo menos valioso, a lo que es menos importante, a los que, a los ojos del mundo, es más pequeño, a lo que es más pobre.
También en la Navidad está el movimiento de Dios, que se abaja, y el movimiento de la Creación, que retumba en alabanza y en acción de gracias. En la noche de Navidad son los pastores (una clase social sumamente despreciada, eran verdaderamente proscritos. El oficio de pastor era un oficio prohibido en el pueblo de Israel y quienes se hacían pastores eran como apóstatas, que no podían nunca volver a entrar en una sinagoga o en la casa de un buen judío, de una buena familia que diríamos nosotros); el Señor se abaja y el cielo se abre para anunciar la Buena Noticia a los pastores. Los pastores reciben de los ángeles el anuncio: “Un hijo nos ha nacido, un niño se nos ha dado”. Y corren. En los Reyes es lo mismo. El Hijo de Dios invisible se hace visible, a través del signo de una estrella, y aquellos magos de Persia se acercan a él guiados por un signo del cielo, que les hace reconocer en aquel niño al rey, al rey de los siglos.
En el Bautismo sucede también lo mismo. Será el mismo movimiento. Jesús se abaja. San Pablo decía: “Se hizo hombre en una carne semejante a la nuestra, en todo menos el pecado”. Pero Jesús se abajó hasta pagar con las consecuencias del pecado. Se abaja a recibir el Bautismo de penitencia que predicaba Juan. Y en ese abajarse a las aguas del abismo hay como un preanuncio de lo que será el descenso de Jesús al Sheol, al Hades, al lugar de los muertos, para rescatar a los muertos y llevarlos a la vida. Al recibir el Bautismo de penitencia, también es para levantarnos a nosotros.
Quisiera que, al celebrar el Bautismo, pensemos que Jesús bajó al Jordán para bajar al abismo que hay en cada uno de nosotros. Esas zonas de nuestra mente y de nuestro corazón que no han sido nunca evangelizados, que, a pesar de que hemos oído tantas veces el Evangelio y hemos participado tantas veces de la liturgia, pues están todavía llenas de ira, de envidia, de egoísmo o de orgullo, que nosotros conocemos y sabemos que están ahí. Por ese motivo, vivimos de alguna manera en esa mentira que es el pecado.
El Señor se abaja hasta nosotros y se abaja para subirnos a nosotros, para hacernos a nosotros hijos de Dios, por otro Bautismo. Es el que él instituiría cuando dice “id a todos los pueblos y bautizadlos en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo”. Ese Bautismo nos hace a nosotros hijos de Dios. Es por la humillación de Cristo por la que nosotros somos ensalzados, de ser criaturas a ser hijos de Dios destinados a la vida eterna. A vivir en la libertad de los hijos de Dios, en la confianza de un amor que no se apaga jamás, que no se cansa, que no se fatiga, que no nos abandona, que no nos deja.
Quisiera que pudiéramos experimentar ese gozo de cómo Cristo se abaja, no a las aguas del Jordán, sino al abismo de mi mente, de mi corazón, de mis pasiones, de mi pequeñez. Se abaja para ensalzarme a mí, como ensalzó a la Virgen. Por eso, la Iglesia canta todas las tardes el Magnificat, haciendo suyas las palabras de la Virgen: “Mi alma proclama la grandeza del Señor, porque ha mirado la bajeza, la pequeñez, la pobreza de su esclava”. ¡Somos nosotros! El Señor se ha abajado hasta nosotros para ensalzarnos a nosotros hasta Él. También aquí, igual que en la noche de Navidad, igual que en el día de la llegada de los Reyes a Belén, Dios se abaja hasta el Bautismo de penitencia y se abren los cielos, y los cielos proclaman que ese que está siendo bautizado por Juan es el Hijo de Dios. “Este es mi Hijo, el predilecto, mi Hijo muy amado. Escuchadle”.
Señor, Tú que te has abajado hasta nosotros, que te abajas hasta nosotros y te abajas en cada Eucaristía, como cuando estamos recibiendo, en las aguas pantanosas de nuestras vidas, la luz resplandeciente de la vida divina. Esa luz quiere iluminar nuestras vidas, quiere iluminar nuestro mundo, quiere iluminar nuestro entorno, quiere iluminar nuestro corazón. Quieren empezar a iluminar nuestro mundo, comenzando por nuestro corazón.
Que el Señor nos conceda la gracia de escuchar a Jesús, porque escuchándoLe, sirviéndoLe, somos verdaderamente libres. Porque, prestando oído a Su Palabra, alcanzamos lo que no podemos alcanzar con nuestro esfuerzo, ni con nuestras tácticas o con nuestros trucos para hacernos a nosotros mismos crecer.
No sé si habéis oído hablar algunos del barón de Münchhausen, que para crecer lo que hacía era tirarse de sus botas para arriba. Es también una parábola de nuestras vidas. Nosotros, claro que queremos crecer, claro que queremos ser grandes. Queremos vivir una vida hermosa, bella, resplandeciente, y tiramos de nuestras botas para arriba, como si eso nos sirviera de algo. Escuchando al Señor, escuchando a Jesús, prestando oído a Su Palabra, obedeciendo sus indicaciones, alcanzamos la libertad, alcanzamos la vida, alcanzamos la luz.
El Cielo se ha abierto para decirnos quién es Jesús. Pero el Cielo nos lo ha abierto Jesús para nosotros. La vida del Cielo no es simplemente una promesa para después de la muerte, es una posibilidad y un don que se nos da ya aquí, ahora, en la medida en que acogemos a Cristo en nuestras vidas.
Señor, que sepamos acogerTe como te acogió María. Tu voluntad no es algo que nos machaca, que nos empequeñece. Tu Voluntad nos engrandece. “Desde ahora me dirán dichosa todas las generaciones”. Y a la Iglesia, en la que permaneces Tú vivo, entregándoTe a nosotros cada día, nos dirán dichosos. Esta es la heredad que ha bendecido el Señor. Somos el pueblo que ha bendecido el Señor. Sean cuales sean las circunstancias de nuestra vida, tenemos al Señor. Somos los seres humanos más ricos del mundo y si nos faltas Tú, aunque tuviéramos el mundo entero, no tendríamos nada y perderíamos nuestra vida, nuestra razón de ser, nuestra alegría, nuestra esperanza.
Que el Señor nos conceda en esta Eucaristía este precioso don de acoger a Cristo en nosotros, para que el cielo se abra para cada uno de nosotros y pueda ser, ya desde ahora, un motivo de gozo incesante, dándoTe gracias siempre y en todo lugar.
Que así sea.
+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada
9 de enero de 2022
S.I Catedral de Granada