Fecha de publicación: 31 de octubre de 2015

Queridísima Iglesia del Señor, Esposa amada de Jesucristo, Pueblo santo de Dios:

La fiesta de hoy, que este año coincide con el domingo, es una fiesta de gozo, de alabanza, de gloria, de gratitud, porque celebramos en un solo día esa multitud inmensa que nadie podría contar de hermanos nuestros que participan de la gloria de Dios, de la vida de Dios, de la vida eterna. Y eso no puede ser mas que un motivo inmenso de alegría.

Es una multitud que nadie podría contar, como dice el Libro del Apocalipsis, “que han lavado sus vestiduras…”. Es una referencia al Bautismo. Es una referencia a la vestidura blanca del Bautismo, al banquete de bodas del Cordero, que se inicia en la Encarnación, que tiene la plenitud de su don en el sacrificio y en la ofrenda de la vida de Jesús por nosotros, por nuestra vida, en el Calvario, y que se perpetúa en la vida de la Iglesia, en el don del Bautismo y de la Eucaristía, donde el Señor nos hace partícipes de su Vida divina, partícipes de los méritos de su Preciosísima Sangre y donde nos da su cuerpo: se nos da como alimento para sostenernos en nuestro camino de la vida en cada Eucaristía.

El número de esos es 144.000 y el número no es banal. Para cualquier hombre familiarizado un poco con el antiguo Oriente y con la tradición del pueblo de Israel, el 6, en la antigua Mesopotamia, era el número perfecto (porque no se usaba el sistema métrico decimal, evidentemente; se usaba un sistema numérico basado en la circunferencia y en la esfera, en los círculos de los planetas, y por lo tanto el 6 era el número perfecto). El 7 -ahí están los siete sacramentos, las siete obras de misericordia- es lo desbordante. El 12 es lo perfecto, reduplicado. Y 144 es 12×12, y por lo tanto es casi lo perfecto, hasta lo infinito casi. Entonces, ¿qué celebramos hoy?: celebramos que tenemos una multitud innumerable realmente, casi infinita -en la medida en que nosotros podemos concebir un infinito numérico, un infinito contingente, un infinito creado- en el triunfo de aquellos que participan o que se benefician del triunfo de Cristo. Son innumerables los que han sido ya canonizados y reconocidos oficialmente por la Iglesia. A los sacerdotes y a vosotros también, si vais a una Eucaristía de un monasterio, y miráis el Misal propio que tienen los santos de la tradición benedictina son miles. Los santos que cada diócesis, sobre todo los que venimos de Iglesias muy antiguas, que tienen sus raíces en los primeros siglos, los santos propios son cientos y cientos, son miles. Pero lo mismo en la Orden Dominica, en la Orden Franciscana, en los santos de la Compañía de Jesús (mártires, misioneros, confesores), en las congregaciones religiosas (las Hermanitas de la Cruz no llevan ni un siglo fundadas y acabamos de asistir a una canonización de una de ellas). De todas las clases sociales. Con san Josemaria Escrivá de Balaguer fue canonizada aquella santa, esclava, de África, negra: Bakita, cuya vida es una preciosidad, conmovedora. Hay en el Canadá una muchacha canonizada, que lleva su pluma de india perteneciente a la tribu (…), y que viste con su ropa de pieles de animales típica de los indios (…) de la zona de los Grandes Lagos. Quiero decir, son sólo los reconocidos. Y luego de lo que nos habla el Libro del Apocalipsis es que junto a esos reconocidos hay millones y millones.

Mi vida es muy corta y yo puedo decir que he tenido el privilegio de conocer a lo largo de mi vida a muchas personas tan dignas de la canonización como podrían serlo muchos de los que están oficialmente reconocidos. Personas que han pasado por la vida “en zapatillas”: madres de familia, hijos que han sacrificado la vida y han dado la vida por sus padres, alguna hija cuidando a sus padres con Alzheimer prácticamente sin salir de casa, con un amor exquisito. Formas de amor que uno no es capaz casi de expresar con palabras o que uno cuando las reconoce o las ve mi tentación sería arrodillarme delante de estas personas, y dar gracias por su fe, por su amor. Eso es lo que hoy celebramos. Eso es una fiesta grande. Os decía que hoy es una fiesta de gratitud. ¿Cuál es la gratitud?: pertenecemos a un pueblo de santos. Somos hijos de una familia de santos. Podemos sentirnos muy pequeños, muy pobres, lo somos, sin duda; pero podemos sentirnos extraordinariamente orgullosos de pertenecer a esta familia que es la Iglesia, donde la creatividad del amor divino, la creatividad de la caridad es tan increíble que deja absolutamente en ridículo las formas más bellas del arte, que todos como turistas visitamos por su belleza porque nos atrae su belleza. Pero las toneladas –si se puede hablar así, Dios mío, en términos cuantitativos-, los quilates de la humanidad que ha brotado de la Redención de Cristo. Los quilates fe belleza, de humanidad bella. Y tenemos figuras muy cerca de nosotros, muy grandes (pienso en la Madre Teresa o en otras, que han trascendido las fronteras), pero cuántos hay de esos que digo que han vivido “en zapatillas”, que parece que no han dejado ninguna huella en la historia. Pero no lo olvidéis, nosotros sabemos muy bien que cualquier ‘sí’ que uno le dice al designio de Dios, hasta el más pequeño…: el Sí de la Virgen no fue hecho en público, no hubo un Facebook, no hubo Twitter, ni corrieron las noticias, ni en los periódicos de Roma se supo lo que había pasado en una aldeíta de doscientos habitantes, en un rincón del Imperio, en Nazaret; pero una mujer dijo que Sí al designio de Dios y eso ha cambiado la Historia; una pobre muchacha de una familia humilde, de un pueblo despreciado –como sabemos por algunos comentarios que hacen en el mismo Evangelio acerca de Nazaret-, ha cambiado la Historia del mundo, ha abierto ese torrente de santidad y de vida del que nosotros podemos beber, beber y beber, por muy grande que fuera nuestra sed, y no nos saciaríamos.

Eso es lo que celebramos hoy. Ese es el motivo de nuestra gratitud, que es algo que tenemos que descubrir y que incorporar a nuestra experiencia cristiana. Yo puedo sentirme muy pobre. Yo tengo necesidad del perdón de Dios todos los días. Claro. Pero pertenezco a la familia más bella, a la realidad creada más bella que Dios haya hecho jamás. En toda la Creación no hay nada más bello como la Iglesia. Es obra de Dios. Esa es la obra de Dios por excelencia. Esa es la más grande de sus obras, sin comparación con ninguna de las bellezas de la naturaleza, o con ninguna de las bellezas del arte en cuanto creación humana, en cuanto obra humana. Es la vida de Dios en nuestra historia. Es la vida de Dios en nuestra carne, sembrada, porque el Hijo de Dios quiso sembrarse como grano de trigo para que surgiera una cosecha bendita de vida divina. Esa cosecha bendita somos nosotros, con toda su pequeñez: es la Iglesia. Es el Pueblo santo de Dios, al que, simplemente, recogiendo las enseñanzas del Concilio, yo tengo como la decisión y el propósito, y el voto si queréis, de rendir homenaje al principio de cada homilía. Es el Pueblo santo de Dios, del que es un gozo formar parte, del que es una alegría formar parte, en el que es una alegría crecer y poder ver los testimonios de fe, y abrir los ojos a ellos. Eso hace la vida vivible; eso hace la vida amable; eso le da a uno el gusto por la vida y por las cosas bellas de la vida. Qué diferencia entre esta alegría, y la alegría de pertenecer a este Pueblo y de vivir en esta fiesta el banquete de bodas del Cordero, del que participamos cada vez que celebramos la Eucaristía; qué diferente es eso de esa especie de sutil culto a la muerte que se da con las máscara y con los disfraces de estos días, como pensando que nosotros damos culto a la muerte. ¡Qué vamos a dar! ¡Damos culto a la vida, al Dios vivo, que es fuente de toda vida, fuente de todo amor, fuente de toda belleza, fuente de toda verdad y de todo bien! Del que todo el bien, y la belleza, y la verdad, y todo aquello bueno de lo que participamos en la vida y que vemos y que nos conmueve y nos atrae y nos alegra la vida no es más que un pálido reflejo de la Belleza inmensa de Dios y de su Amor, del Bien inmenso de Dios y de su Amor. Éste es el sentido de la fiesta de hoy. Es un sentido precioso y qué poquito tiene que ver con esas otras cosas, que no me detengo ni siquiera en criticar. Me da pena que no podamos vivir en la alegría que estamos llamados a vivir; que muchos no conozcan el gozo de ser de esta familia, de vivir contentos, porque el Señor nos ha dado su alegría para que su alegría esté en nosotros y podamos vivir con una alegría en plenitud en medio de nuestras enfermedades, en medio de nuestras fragilidades. Pero es que en medio de todo eso resplandece la Gloria de Dios. La Gloria de Dios es la Belleza de su amor, no os olvidéis. “Para el servicio de la Gloria de Dios”. ¿Qué es la Gloria de Dios?: es el resplandor indestructible, invencible e inefable de su amor por nosotros.

Y mañana la Iglesia conmemora a todos los fieles difuntos. Como no siempre pasa lo que este año y no siempre hay puente, a veces nosotros juntamos un poco las dos cosas. No está mal, no está mal, porque justo porque conocemos el amor infinito de Dios, nosotros esperamos que en el Cielo no nos falte nadie, ni siquiera quienes se consideran ellos nuestros enemigos y que no lo son, porque quien ha encontrado el amor de Dios no tiene enemigos, ni considera a nadie como enemigo suyo, sólo el Enemigo, y ese Enemigo lo tenemos más dentro de nosotros que fuera de nosotros. No hay más que ése. Pero nosotros esperamos que el Cielo esté lleno, que no nos falte nadie. ¿Podría ser el Cielo? Y dices: ‘Sí, pero esta persona es un canalla’. Sí, pero su madre a lo mejor no lo era. ¿Y sería el Cielo para su madre si su hijo no estuviera con ella? No. Y el amor de esa madre no es más que una gotita de amor comparado con el amor infinito de Dios. ¿Podría Dios sentir que el último enemigo ha sido vencido si alguien nos faltara? No. Por eso, tenemos que esperar que no nos falte nadie. Y oramos. Oramos por todos los difuntos, por los nuestros, por los que queremos, por los bautizados, y por los no bautizados, por aquellos que no tienen a nadie que rece por ellos para que esa multitud ingente sea la familia de los hijos de Dios, entera. Repito: sin que falte nadie. Por eso oramos mañana. Pero, repito, no es de nuevo un dolerse por la muerte. La muerte lo sabe el hombre, a menos que se deje llevar por la ideología y por la distracción, a veces fabricada y mantenida industrialmente, de que la muerte… de no mirarla a los ojos. Nosotros, que conocemos a Cristo, que conocemos a Dios, que somos hijos de Dios, podemos mirar a la muerte de frente. Es mucho más dañino el pecado que la muerte. Debería ponernos infinitamente más tristes el pecado y nuestras limitaciones que el hecho de la muerte. El hecho de la muerte no es más que terminar el viaje y retornar a donde verdad pertenecemos, que es a Dios, nuestra casa, nuestro hogar. Un lugar y un hogar que es infinitamente de nuevo más bello que ninguna obra que el hombre pueda hacer, que ningún gesto de amor que un ser humano pudiera hacer, y cuidado que es bello el amor humano. Cuidado que es bello. Y cuidado que se queda pálido al lado del amor de Dios. ¿Ir al amor de Dios va a ser un motivo de dolor? Que lo sea la separación, evidente. El Señor también lloró por la muerte de un amigo suyo. ¡Claro! Lloramos. Lloramos por la separación, pero no lloramos por la muerte, que es el final del viaje y el lugar del descanso. No. No damos culto a la muerte. Es el hombre postmoderno, el hombre sin Dios ni referencia alguna el que da culto a la muerte, no nosotros. Nosotros damos culto a la vida, al Dios de la vida, que nos ha hecho partícipes de la Suya y nos llama a la Suya inmortal y eterna.

Vamos a proclamar nuestra fe llenos de gratitud y de gozo.

+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada

1 de noviembre de 2015, S. I Catedral
Solemnidad de Todos los Santos

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