Os acordáis de aquel pasaje del Evangelio de pasaje donde Jesús les decía al grupo de discípulos “con mucho deseo, he deseado compartir esta Pascua con vosotros, esta Cena Pascual con vosotros”, justo antes de la Última Cena. Yo os digo casi lo mismo: con muchísimo deseo, he deseado compartir este momento con vosotros, que es una Cena Pascual en la que el Cordero de Dios se sacrifica, y se entrega y se da a nosotros.
Cuántas gracias a Dios tenemos que dar por haber conocido a Jesucristo. Por conocer al Señor. Por saber que nuestras vidas no es algo que un creador, que se ha desentendido de nosotros, ha arrojado al mundo, y a este mundo, muchas veces, tan cruel, tan interesado, tan egoísta (como también lo somos, a veces, nosotros mismos), sino que el Señor ha tenido una inmensa misericordia con nosotros y ha querido venir -como también solían decir algunos Padres de la Iglesia- a caminar con nosotros. Camina a nuestro lado. Camina con nosotros. A hacer con nosotros el camino de nuestra vida. A san Juan Pablo II también le gustaba mucho esa expresión, decía: “Jesús se ha hecho, el Hijo de Dios, se ha hecho compañero de cada hombre y de cada mujer en el camino de la vida”. Y esa compañía suya es siempre buena. Es siempre buena porque, como Él en su ministerio cuando vivía en Palestina, se acabó el vino y la alegría en aquella boda y multiplicó el vino y la alegría; no había panes en aquella multitud que lo acompañaban y multiplicó los panes, y se acercaban a Él muchos enfermos y les daba la salud y una vida nueva, incluso algunos que habían perdido la vida. Así a nosotros nos da un vida nueva, nos da la posibilidad de vivir en este mundo acompañados por Él de una manera que podamos estar siempre agradecidos, siempre contentos, siempre llenos de gratitud al Señor porque Él es fiel y nunca nos falta.
Por eso digo, cuánta gratitud, cuánta alegría podemos dar al Señor por esa misericordia suya con nosotros, a pesar de que nosotros seamos torpes, mezquinos muchas veces. Cuánta gratitud tenemos que dar al Señor por eso, porque se ha hecho compañero nuestro de camino. Ha salvado la distancia infinita que hay entre Dios y nosotros. Fijaros qué importancia damos nosotros a veces a las pequeñas cosas que nos dividen, que nos separan, que nos distinguen, y cuando alguien nos hecho algún mal enseguida nos enfadamos, y a veces esos enfados se guardan mucho tiempo y permanecen, y todas esas pequeñas cosas entre nosotros no tienen ningún valor, son pequeñísimas al lado de la distancia infinita que hay entre cada uno de nosotros y Dios. Y al Señor no le ha avergonzado nuestra pequeñez, no le ha avergonzado nuestra miseria, nuestras heridas. Decía también un cristiano antiguo: “como un médico limpio” se acerca a nuestras llagas para tocarlas, y limpiarlas, y lavarlas, y hacernos resplandecientes, como una novia que se atavía para su esposo. Eso es lenguaje de la tradición cristiana. Eso es lo que hace el Señor con cada uno: hacer resplandecer, florecer nuestra humanidad, hacer resplandecer nuestra belleza de ser imagen y semejanza de Dios.
Os decía que os iba a explicar en este momento lo que significa parroquia y quiero explicarlo porque es muy bonito. No sólo el Señor salvó la distancia en aquel momento en tiempo del emperador Tiberio y luego murió bajo Poncio Pilatos, sino que ha querido quedarse con nosotros: “Yo estoy todos los días con vosotros hasta el fin del mundo”. Y las parroquias nacen justo… Al principio, sólo se celebraba una misa en cada ciudad y todos los cristianos, poquitos, que había en aquella ciudad iban a la misa con el obispo rodeado de sus presbíteros. Luego, cuando fueron creciendo otras comunidades cristianas se hizo necesario (no todos podían, había ancianos, al principio se llevaba la comunión a los ancianos que había en otros pueblos o que había en otros sitios, o enfermos que no podían venir a la misa, a la única misa que había en cada ciudad), entonces, se crean las parroquias. Parroquia significa “junto a las casas”, en griego. Es una designación muy temprana, del siglo III o el siglo IV. “Junto a las casas”. Es el Señor “junto a las casas”. De tal manera, que junto a vuestras casas, donde transcurre una parte importante de vuestra vida, esté presente siempre el Señor. Lo que le ha movido a toda la historia del pueblo de Israel, desde Abraham hasta la Virgen, y lo que Le ha movido a derramar su Sangre por nosotros ha sido el amor por cada uno de nosotros; quiere estar todo lo cerca posible de nosotros, tan cerca que quiere hacerse uno con nosotros cada vez que comulgamos, cada vez que lo recibimos en la Eucaristía. Las parroquias son “el Señor junto a las casas”, de tal manera que desde nuestras casas podamos oír las campanas, que nos recuerdan que Él está ahí, que está siempre cerca, los días buenos y los días malos, los días que las cosas salen bien y los días que las cosas salen mal, los días que uno está muy contento espontáneamente porque es un día muy bonito o porque ha habido una buena cosecha o porque las cosas han ido bien en casa, y los días que uno está triste o uno está herido porque se ha portado mal o porque se han portado mal otros o porque las circunstancias se ponen difíciles y duras y no hay paz en la casa…, las campanas nos recuerdan que el Señor está cerca, siempre cerca, y que el Señor no anhela otra cosa que estar junto a nosotros y estar en nosotros, para que nosotros podamos vivir contentos, sostenidos en la vida por su amor. Esa es toda la razón de ser de la Iglesia. Esa es toda la razón de ser del cristianismo: que podamos saber y gustar que el Señor está junto a nosotros; que nos quiere, aunque nosotros no lo merezcamos, aunque nosotros seamos pobres, aunque nosotros hayamos metido la pata mil veces, aunque nosotros seamos torpes y pequeños, porque lo somos y somos pobres criaturas, pero Él nos ha hecho a imagen y semejanza suya y quiere que participemos de su vida divina. Y como nosotros nunca podríamos llegar a esa vida divina es Él el que se ha hecho regalo para nosotros, para darnos su vida y que pueda vivir su vida en nosotros. Así podemos vivir en la fe, por lo que hemos dado gracias al principio: Señor, por haberte conocido.
Mi madre, que era una mujer muy sencilla, solía decir: “Dicen que la fe es un misterio. Para mi, es un misterio cómo pueden vivir los que no tienen fe”; cómo pueden soportar la vida, y vivir la vida, y afrontar las enfermedades, y afrontar la muerte, y todas las mentiras y las trampas de la vida, las pequeñeces de la vida, cómo pueden vivirlas quienes no tienen fe. Y esa misma pregunta me la sigo haciendo yo. Estoy tan agradecido, Señor, por haberte conocido. La fe, poder vivir en la fe. Primer don, el haber conocido a Cristo.
Segundo: la esperanza. Por muchas dificultades y dolores y enfermedades, que Dios sabe cuántas hay en esta vida, la misma fatiga de ir envejeciendo poco a poco y ver cómo a uno se le acaban las fuerzas, pero si sabemos que nuestro destino… nuestro destino no es el camposanto. Ese es el destino temporal de nuestro cuerpo, pero nuestro destino es Dios, nuestra casa es Dios, nuestro hogar es Dios. La muerte no es lo último nunca. Por eso, nos llama la atención que en un funeral demos gracias y digamos que “es justo” darte gracias y que “es nuestro deber y nuestra salvación darte gracias siempre y en todo lugar”. ¿Por qué?, ¿por qué se ha muerto mi padre? ¡No! La damos por Jesucristo, que me ha abierto el horizonte de la vida eterna, la fe, la esperanza; la esperanza que no defrauda, porque tenemos la experiencia del bien que hace en nosotros el amor infinito de Dios, y el amor, porque el Señor nos permite vivir en un amor que es más grande que todas las pequeñeces que nos podemos hacer unos a otros.
Estoy hablando en un lenguaje muy alto para vosotros, para los niños, y sin embargo sois los preferidos del Señor. Pero cuando vosotros os peleáis en la escuela, porque te han cogido el gorro, porque te han cogido el lápiz, porque no quiere darte algo de las chuches que está comiendo el otro o la otra, o porque a esta niña le dicen que es muy lista y muy buena y a ti te dicen que eres regular nada más y, entonces, te da rabia y te dan ganas de tirarle a la otra del moño…, todas esas cosas, nada de eso impide, cuando conocemos al Señor y sabemos el amor que el Señor nos tiene, nada de eso impide que nos demos cuenta que la vida es para aprender a querernos. No sabemos querernos. Sabemos tirarnos del moño, eso sí, y enfadarnos y decir mentirillas de vez en cuando, cuando mamá pregunta “¿y quién se ha comido la mermelada?”, y si miráis al hermanito, decís “¡yo no he sido!”, a ver si cae para el hermanito. Eso lo sabemos hacer, pero querernos nos lleva toda la vida aprender a querernos. Y sólo con la ayuda del Señor vamos aprendiendo a querernos cada vez mejor, cada vez un poquito más, cada vez de una manera más bonita. Pero Jesucristo nos da la fe, la esperanza y el amor, algo para lo que estamos hechos; estamos hechos para vivir en el amor, pero no podríamos vivir solos si no fuera porque el Señor nos acompaña.
Vuestra parroquia -digo vuestra parroquia, Dios mío, la habéis hecho entre todos y es precioso- es el “Señor junto a vuestras casas”, para que llene esas casas, vuestras familias, con su bendición, y así se lo pido con toda mi alma. Vamos a terminar la consagración llenos de alegría y con el gozo permanente de que el Señor… no está la lucecita del Sagrario, pero esa lucecita, una vez que pongamos ahí al Señor, estará día y noche, fiel. Aunque nosotros nos olvidemos de Ti, Tú nunca te olvidarás de nosotros, Señor. Esa es nuestra esperanza. Esa es la fuente de nuestra alegría. Proclamamos la fe.
+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada
5 de noviembre de 2016
Parroquia de Nuestra Señora de las Mercedes (Brácana)