En las primeras décadas de la llegada del cristianismo al continente americano, a mediados del siglo XVI, el indio nativo Juan Diego Cuauhtlatoatzain, nacido en Cuauhtitlán (México), estaba entre los primeros conversos adultos del lugar siendo bautizado por los franciscanos en 1524. Un 9 de diciembre, a los 57 años, mientras se dirigía a la ciudad de México para asistir a Misa, a su paso por el cerro del Tepeyac, se le apareció una hermosa Señora que le dijo ser “la siempre Virgen María Madre del verdadero Dios por quien se vive” y que le encomendaba la misión de ir a hablar con el obispo para que le fuera construido un templo en el cerro donde “mostrar y prodigar amor, compasión y auxilio” para todos los que la invocasen y se confiasen a ella. También le pidió que volviera al mismo lugar, al día siguiente.

Juan Diego obedeció y fue a ver al obispo Zumárraga quien en un principio no lo creyó y le pidió una señal de que efectivamente la Virgen estaba realizando aquella solicitud. Al día siguiente Juan Diego no pudo volver a lugar del encuentro con la Virgen ya que un tío suyo estaba muy enfermo y tuvo que buscar un médico que lo curase. Aún así la Madre le salió al encuentro y le pidió que no se afligiera por nada porque su tío estaba curado: ¿Acaso no estoy yo aquí que soy tu madre?

Desde este momento Juan Diego se dedicó con ahínco al cometido de la construcción del templo transmitiéndole a la Virgen el mensaje del obispo. Al día siguiente, en el mismo lugar Nuestra Señora de Guadalupe le dio la esperada señal indicándole que recogiera rosas de Castilla frescas en un punto concreto. El indio cortó todas las que pudo y las portó en su tilma (manto) hasta el obispo. Mostrando ante Mons. Zumárraga las flores apareció también en su manto la Sagrada Imagen de Nuestra Señora de Guadalupe, venerado en la actualidad por millones de devotos en todo el mundo. Así fue como el obispo finalmente creyó en las apariciones que se sucedieron del 9 al 12 de diciembre de 1531 llevando a cabo finalmente la construcción de la ermita.

Pio X la proclamó “Patrona de toda la América Latina”, Pio XI de todas las “Américas”, Pio XII la llamó “Emperatriz de las Américas” y Juan XXIII “La Misionera Celeste del Nuevo Mundo” y “la Madre de las Américas”.