Os decía antes que la celebración de hoy es una boda, más expresiva que esa boda que es cada Eucaristía. Y los grandes momentos de la Eucaristía recuerdan justo eso. Primero, uno al acercarse a Dios pide perdón, porque no es digno de acercarse a Dios. Después, escucha su Palabra. Su Palabra son siempre trocitos de una historia de amor a través de la cual el Señor nos dice siempre una cosa: “Yo te quiero, Yo te quiero”. Eso es el Evangelio. Y las otras lecturas lo que hacen es preparar el Evangelio. Pero el Evangelio es Buena Noticia porque es siempre proclamación de la Buena Noticia del Amor infinito de Dios. Esa es la gran noticia.

Nosotros respondemos con el Credo, que es decirLe al Señor: “Sí, yo te conozco y también te quiero”. El Credo no es un ideario. El Credo es un “sí” a la noticia del Evangelio, al Amor infinito de Dios. De hecho, es “yo te conozco y sé que puedo esperar de Ti las dos cosas que sólo se podrían esperar de un amor infinito: el perdón de los pecados y la vida eterna”. Y las dos cosas que quisiéramos todos que fueran posibles en nuestra experiencia esponsal aquí en la tierra y en todo amor verdadero. Todo amor verdadero quisiera dar la vida eterna. Qué madre no quisiera que su hijo viviera para siempre, pero sólo Dios es capaz de ese amor infinito. Y en el Credo confesamos ese amor y es el “sí” de la esposa a la buena noticia del amor del Esposo. Y luego continúa, la esposa se ofrece y el Señor recoge esa ofrenda, la une a Sí mismo, de tal manera que la hace su cuerpo y su propia vida, y nos devuelve su cuerpo y la alianza se consuma en la Comunión, en la Eucaristía.

Pero si la Eucaristía es eso, es porque la Eucaristía representa todo el misterio cristiano. Cuando digo representa lo digo en el sentido más fuerte de la palabra. No en la representación teatral a la que incluye lo que se incluye en las representaciones teatrales. Se representa, pero se rehace, se repite, se renueva. Cada Eucaristía renueva el entero Misterio cristiano; renueva la Navidad, porque Cristo viene misteriosamente a nosotros como vino la noche de Navidad; se renueva la cruz porque Él parte Su Cuerpo y Su Sangre para entregárnoslo; se renueva el misterio pascual, porque Él viene porque está vivo y porque ha triunfado sobre el pecado y sobre la muerte; y se renueva Pentecostés porque Él nos comunica su vida, nos comunica su Espíritu en la Comunión. Y se consuma así esa Alianza que fue la historia, el ministerio de Cristo en la historia. La Navidad fue una boda y la Iglesia lo celebra como una boda. Habla del “Admirable intercambio” por el que Cristo ha venido a compartir nuestra humanidad para que nosotros compartamos Su divinidad. Y hoy hacemos memoria de cómo Cristo consumada su obra de Amor por nosotros, su partir Su Cuerpo y Su Sangre y entregarnos Su Cuerpo y Su Sangre, retorna al Padre. Pero no retorna igual que vino. Retorna con Su carne, con las llagas abiertas, habiendo triunfado sobre el mal y sobre la muerte, retorna con nuestra carne. Como alguien ha dicho muy bellamente, cuando el Señor vuelve a Su Padre, una vez que ha cumplido el encargo que Su Padre le había hecho, cuando Cristo vuelve a su Padre, vuelve con nuestra carne, de tal manera que en Dios, en el Cielo, que es Dios (el Cielo no es un sitio que hay encima de las nubes, es encima de las nubes y encima de las galaxias, por encima de todo y por debajo y por dentro y por todo), ahora mismo, desde que Cristo vino y se desposó con nuestra humanidad, “huele a sudor”. Huele a humanidad. Está nuestra humanidad metida en Dios. El Hijo de Dios se ha sembrado en nuestra carne, se ha sembrado en nuestra historia y nos ha introducido a nosotros en la vida divina, y eso es lo que celebramos en cada Eucaristía. Y el día de la Ascensión celebramos uno de esos momentos importantes. Un Salmo que usa la liturgia en este día de la Ascensión es: “Subiste a la cumbre triunfante llevando cautivos”. Los cautivos somos nosotros. (…) Nos ha cautivado su Belleza, nos ha cautivado su atracción. Pero nos ha cautivado de tal manera que nos libera de la cautividad en la que estamos sin Él, que era la cautividad del pecado y de la muerte. Y nos ha liberado porque nos ha introducido en la vida de Dios que es Amor, de Dios que es inmortal, de Dios en quien es todo luz y en quien no hay niebla alguna. A lo largo del año, vamos celebrando todo el Misterio de Cristo, que se repite entero en cada Eucaristía, en la más humilde de las Eucaristías que se celebran en un pueblecito de las Alpujarras con cuatro personas ancianas, muertas de frío un día de enero… Allí viene el Señor y si viene el Señor, aquello es el centro del mundo, porque allí se están uniendo el Cielo y la tierra; allí se están uniendo Cristo, el Hijo de Dios y nuestra pobre humanidad. Por tanto, las Eucaristías no se miden por el número de cantos, por lo bonitas que son las homilías, o las lecturas, o las moniciones, por como ha quedado la cosa o por los muchos que éramos (…). Cristo viene a ese altar y es verdad que viene. Y si Cristo viene a nuestra pobreza, por muy pobre que sea, aquel lugar es el centro del mundo, porque están uniéndose el Cielo y la tierra allí.

Dios mío, lo que logramos en la Eucaristía se hace carne en la vida consagrada en la Iglesia, que la hubo desde el principio. Ha tenido muchas formas a lo largo de los siglos, pero, desde el primer momento, hubo personas que entendieron que “Tu Gracia vale más que la vida”. Y que porque “Tu Gracia vale más que la vida” merece la pena dar la vida por Ti. Y las primeras que lo entendieron fueron mujeres. Las primeras mujeres de las que se conoce su biografía son 22 o 23 mujeres, del siglo II y del siglo III, que se opusieron a la ley romana, que se opusieron a sus padres que eran los que tenían el derecho en la ley romana de decidir con quién se casaban sus hijas, y prefirieron morir porque ellas se habían desposado con Cristo: Inés, Cecilia, Anastasia, Felicidad, Perpetua, Lucía, etc (…). Inés tenía 13 años.

No hay Iglesia sin personas, y especialmente sin mujeres vírgenes que muestran que Jesucristo es el mejor de los esposos y que darLe la vida no es perder nada sino ganarlo todo. Y ganarlo todo no para ellas, que también, sino para la Iglesia entera. No hay Iglesia de Jesucristo sin vírgenes consagradas. El celibato en los sacerdotes significa otra cosa, porque significa también un padre de familia que tiene que vivir para Cristo y para la familia de Cristo, y por tanto es otra forma de virginidad, que es expresiva de otra manera distinta, pero que también tiene que ver con el matrimonio. No hay realidad en la vida de la Iglesia, porque el cristianismo mismo es una celebración nupcial, es un hecho nupcial que nosotros celebramos. (…)

Todos nuestros miedos, todas nuestras ansiedades, incluso las que tienen a veces las madres por los hijas, y los padres por las hijas, son falta de fe, porque si está el Señor con nosotros, ¿quién contra nosotros?, ¿quién puede arrebatarnos del amor de Cristo? Esa es la certeza en la que vive la Iglesia. Claro. Los hijos de Eva son desterrados, pero vino Jesucristo y nos ha transformado en los “festejados” hijos de Eva (…).

Festejada hija de Eva. Que el Señor te ha llamado para, sencillamente, que puedas representar en este pueblo, en esta familia grande, en este Cuerpo de Cristo que es la Iglesia; en esta Esposa de Cristo que es la Iglesia, justamente lo que una buena esposa es. ¿Y qué es una buena esposa? Aquélla que vive para su esposo y nada más que para su esposo, y para sus hijos. ¿Y qué es un buen esposo? El que está dispuesto a dar la vida como Cristo por su Esposa (…).

El Señor que te ha llamado a esta preciosa vocación la cumpla en ella para que todos nosotros con la misma alegría de hoy demos siempre gracias por vuestra vida, por vuestra existencia, por lo que sois. Has escogido ser esposa del Señor en la tradición de las hijas de santa Clara y tengo la impresión de que lo característico, tanto de san Francisco como de Santa Clara, es justamente la libertad para vivir para el Señor: que nada distraiga del amor del Señor. La vida de silencio, la vida de soledad, la vida de consagrada a la oración, es justo para que nada te distraiga del Señor, y en el Señor y aquello a lo que el Señor ama que es su Iglesia. Es decir, en el Señor está siempre su Iglesia, no se pueden separar el amor a la Iglesia y el amor a Cristo, porque el corazón de Cristo está en su Iglesia, está en su Esposa, porque Él es el mejor de los esposos (…), de una alianza nueva y eterna, para siempre.

Dios mío, que sepas que tú no haces nada, Sara, por el Señor. Que es el Señor el que hace todo por ti y el que te ha querido elegir para esta preciosísima vocación que es lo más bello que hay en el mundo, porque es lo que anticipa lo que va a ser la vida de todos nosotros en el Cielo. Y aquellas cosas que parece que son un menos: la clausura… Ahora, cuando se te den los signos que corresponden a la celebración de hoy, vas a recibir una corona de espinas y alguien puede pensar “es como escoger una vida un poco masoquistas”, que a los cristianos nos gustase el sufrir. En absoluto. A ti lo que te gusta es el Cielo. Y a nosotros lo que nos gusta es el Cielo. Y ese Cielo que es el Señor vale tanto, que, aunque hubiera que pasar por la cruz, como las 22 vírgenes, aunque hubiera que pasar por lo que hubiera que pasar, nadie nos va a arrebatar ese Cielo. Y la corona de espinas no refleja que a ti te guste sufrir; refleja que a ti te gusta el Señor, y te gusta tanto que estarías dispuesta a lo que fuera, incluso a ir a la cruz, por amor del Señor.

Vamos a dar gracias a Dios por tu vocación, a dar gracias a Dios por nuestra vocación que es la vocación de la Esposa amada por Cristo, por ser los “festejados” hijos de Eva; y suplicamos, claro que suplicamos, que tú seas fiel al regalo que el Señor te hace para que nosotros también contigo podamos ser fieles al regalo que el Señor nos hace y nos ha hecho a cada uno de nosotros.

+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada

2 de junio de 2019
Iglesia del convento de Santa Isabel la Real

Escuchar homilía