Queridos sacerdotes concelebrantes;
querido Hermano Mayor de la Cofradía y Junta de Gobierno de la Cofradía Santísimo Cristo de la Lanzada y de Nuestra Señora de los Dolores;
queridos hermanos y hermanas:
Os estáis preparando con estas celebraciones, este Quinario para vivir y esas fiestas grandes que son las fiestas grandes cristianas, las de la Pasión, muerte y Resurrección del Señor. Alrededor de esta imagen tan bella de Nuestro Señor, que nos representa esa apertura de su corazón, que como nuevo Adán da lugar a la Iglesia, a la nueva Eva que es la Iglesia; esa apertura de su corazón que san Bernardo ve cómo el derramamiento de toda la misericordia de Dios y donde podemos escondernos y alcanzar misericordia. Esa imagen de Cristo… decía santo Tomás de Aquino, el gran teólogo de la Iglesia, que había aprendido más de un crucifijo que de todos los libros. Y vemos, cuando nos acercamos a la Pasión, podemos acercarnos como espectadores, o en la próxima Semana Santa, o al contemplar la Pasión del Señor, podemos quedarnos como espectadores que ven pasar un espectáculo y todo lo demás, quedarnos ahí. Para algunos será simplemente una manifestación estética. Pero seguro que, para vosotros, tan vinculados a la cofradía, a la hermandad, esta Semana Santa como cualquier otra es una oportunidad para acercarnos al Señor, a Cristo que pasa. Y acercarnos no simplemente por una costumbre o una tradición que hemos recibido de nuestros mayores, sino acercarnos con un verdadero espíritu de fe para encontrarnos con Cristo. A través del sacramental de una imagen que expresa con la grandeza del arte, con esa vía luminosa, esa “via pulcritudines” que llaman los teólogos, la vía de la belleza, contemplar el dramatismo de Aquél que nos ha amado hasta el extremo, entregándose por nosotros, como nos dice el Evangelio: “Nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos”.
Y con ese sentido de fe, como lo tuvo el centurión ante la Pasión de Cristo, ante la cruz de Cristo, nos relata el Evangelio que vemos todo un desfilar de personajes. Unos personajes están de puros espectadores, contemplando, quizás perplejos o extrañados que se condene a un hombre justo, que se mezcle con unos malhechores en un lote. Vemos también otros que le insultan, que le dicen “sálvate a ti mismo, baja de la cruz. Tú que te llamas el Hijo de Dios”. Aquél que ha llegado con una corona de espinas, con una corona de burla, que ha llegado vestido incluso antes con unos andrajos de púrpura, y se le ha simulado como si fuera un rey con un trono, con una columna en la que fue atado y fue azotado con un cetro que es una caña de burla. Y vemos muchos personajes. Otros, ellos soldados, echan a suerte su túnica. Otros pasan, menean la cabeza y otros están realmente… los apóstoles han huido. Ni siquiera están, ni se les espera. Sólo Juan, el evangelista, el más joven, y las mujeres, siempre, siempre fieles. Y está María, sobre todo. Y está también un hombre, un soldado, un centurión, al que seguro que la orden del día anterior le habrán dicho, para el siguiente, mañana te toca acompañar a estos ajusticiados.
Un pagano, pero que encuentra la fe con Jesús. Y encuentra la fe y sabe descubrir a Jesús en el momento más difícil. Sabe descubrir a Jesús no en el momento del triunfo, de los milagros, de los aplausos, sino en el momento del dolor, en el momento de la entrega, cuando está abandonado, cuando está cosido incluso con ese grito que expresa el mismo Jesús, con el grito más desgarrador de quien es Dios y hombre al mismo tiempo. “Eli, Eli, lama sabactaní. ¡Dios mío, Dios mío!, ¿por qué me has abandonado?”. En ese momento de oscuridad absoluta, este hombre, el centurión, dice: “Realmente este hombre es el Hijo de Dios”. Sabe descubrir en la Pasión, sabe descubrir en Cristo crucificado, el amor, la entrega, y sabe descubrir a Dios. Es Dios quien le ha movido ciertamente.
¿Nosotros cómo vamos a plantearnos esta próxima Semana Santa? ¿Como una costumbre más, religiosa, venerable? ¿Cómo una tradición heredada de nuestros mayores y más que repetimos? O realmente, vamos a hacer un proceso de manifestación de fe pública, porque sacamos a Cristo a la calle, para que recorra nuestras calles, pero, sobre todo, porque quiere entrar en nuestro corazón, quiere estar dentro de nosotros, en nuestra vida.
Realmente, va a ser un encuentro a través de esta imagen bendita. Nosotros también, como el centurión o como las santas mujeres, o como Juan Evangelista, o como seguro que no andaría muy lejos José de Arimatea, el que le presta el sepulcro a Jesús, porque no tenía ni donde reclinar su cabeza.
¿Nosotros cómo vamos a ver a Cristo?, ¿cómo nos vamos a acercar a Cristo? Vamos a pedirLe al Señor esa fe de los sencillos. Esa fe que sabe descubrir más allá de las apariencias, de una visión humana al uso, de lo que se lleva y lo que se estila -tanto tienes, tanto vales-, de una fe que supere el secularismo ambiental, que ha excluido a Dios, que no se le ve por ninguna parte. Incluso molesta que se diga su nombre. Antes la gente decía: “Vaya usted con Dios. Dios se lo pague”. Hoy dices “Dios se lo pague” y te miran con una cara como si fueras un extraterrestre. Y entonces, “Dios os guarde. Quedaos con Dios. Gracias a Dios. Dios mediante”. Hemos borrado a Dios de nuestro lenguaje. Hemos hecho a Dios un asunto tan privado, tan privado, que no nos atrevemos a imponérnoslo ni a nosotros mismos. Y entonces, Dios es un “sin papeles” en la sociedad de hoy. Entonces, nosotros que salimos con devoción, pero tenemos que pedirLe al Señor, aparte de la devoción, la fe; una fe que cambie nuestra vida y que cambie la sociedad. Una fe que haga el milagro de transformar nuestra pequeñez, nuestra debilidad en algo poderoso, en vivir como Dios nos pide, con coherencia. Una fe que nos lleve a aceptar a Cristo.
Y hoy la Palabra de Dios nos pone la imagen de José, que es tipo de Cristo, así dicen los teólogos. Ese texto, a mí ahora, al escucharlo, me acordaba la primera vez que en el colegio escuché de un maestro gallego, en mi pueblo extremeño, y nos quedábamos boquiabiertos. Sólo teníamos un libro que era la enciclopedia. En nuestras casas, no había la Biblia. Y entonces, como niños nos quedamos boquiabiertos con esta historia sagrada de José. Preguntadle a vuestros hijos o a vuestros nietos si saben quién era José. Entonces José, que es entregado por sus hermanos, que es el hijo predilecto de Jacob, que se convierte en un esclavo de los ismaelitas, de los mercaderes, que es vendido después en Egipto, es el que se convierte en salvador, que es vendido como Cristo y que es rechazado por sus hermanos.
Pero hemos escuchado también esa parábola, ese cuento que Jesús dirige a aquellos que le rechazan, porque Él, ciertamente, es el nuevo José. Él es el Mesías, pero se muestra en la debilidad, en nuestra condición humana, en nuestra pequeñez. Y lo rechazan, lo venden, lo crucifican. A José, al menos, le perdonaron la vida. A Jesús ni siquiera. Pero, vence al pecado y vence a la muerte. Y vence la ingratitud de los hombres. Y no nos condena, sino que nos salva. Y la víctima se convierte en salvador. Pero, Jesús viene a buscar fruto; viene a buscar lo suyo en nuestras vidas. Y hay muchas parábolas y muchos ejemplos en el Evangelio. El tema del fruto es muy importante. Se compara al pueblo de Israel y se compara a la Iglesia como la viña del Señor. El propio Papa Benedicto XVI, cuando fue elegido dijo “yo soy un humilde trabajador en la viña del Señor”. La Iglesia es la viña de Cristo. Ahora bien, nosotros formamos parte y Jesús mismo dice que somos como los sarmientos unidos a la vid, que es Él. Ahora, esta viña que somos nosotros, da fruto o el Señor se tiene que ir vacío, porque estamos igual que hace unos años: ni somos mejores, ni somos peores. Estamos ahí en punto muerto. Jesús maldice la higuera estéril del Evangelio, que tenía apariencia, tenía hojas; tenía una apariencia de una frondosidad, pero no había frutos, fue a buscarlo, la maldice y se seca. Jesús nos pone la parábola del sembrador, diciendo que la Palabra de Dios es como la semilla que esparce, que cae en el camino y resbala. Otra cae entre piedras y le impiden dar fruto, arraigarse. Otra cae entre cardos que la ahogan. Y los explica, es la única parábola que Jesús explica. Y bueno, el camino es impermeable y no deja producir. Los cardos ahogan. Queremos hacer compatible a Dios con nuestro egoísmo, con nuestras comodidades, con nuestra vida cristiana ramplona, de puro ir tirando; de que somos creyentes, pero no practicantes; de no complicarnos mucho la vida; de que una cosa es la obligación, otra es la devoción. Cristianos, pues, de apariencia, pero una semana al año, una Semana Santa, como si el resto no tuviera que serlo.
Necesitamos, queridos amigos, más fe, para descubrir en Jesús al Hijo de Dios; para que nosotros también oigamos, como tantas veces en el Evangelio, “tu fe te ha salvado”; o nosotros seamos como Jairo, que veamos, ya que todo se hunde, y le digamos a Jesús: “Creo Señor, pero ayuda a mi incredulidad”. O podemos ser con una fe que no es aparatosa, sino que es sencilla y muy escondida, como la hemorroísa que pensaba con sólo tocar el manto de Cristo quedaría curada. Y Jesús, la cura, la pone al descubierto; o como la mujer siro fenicia, que se acerca a Jesús y negocia con él hasta que consigue un milagro para su hija. Y Jesús le dice: “Mujer, qué grande es tu fe”. ¿Cómo es mi fe? Sabemos que la fe no se puede medir, pero podemos tener una fe muerta, una fe sólo de palabras. Y hoy Le hemos pedido al Señor que, llenos del fervor del Espíritu, permanezcamos firmes en la fe y eficaces en las obras. Es decir, que no podemos tener, queridos amigos, una fe muerta, una fe apagada, una fe dormida, una fe sólo de cabeza, sino una fe que se note en nuestra vida. Como nos dice el apóstol Santiago: “Aquellos que dicen tener fe, pero no tienen obras, por mis obras yo te mostraré mi fe”. Luego, obras son amores y no buenas razones.
PidámosLe al Señor hoy, ante la cruz, que nos dé la fe, la fe del centurión, la fe de las santas mujeres, la fe de Dimas, el buen ladrón, el primero canonizado por Cristo, “acuérdate de mí cuando estés en tu Reino”.
Que Santa María, que es bendita, bienaventurada… La primera bienaventuranza del Evangelio no son las que dice Jesús en el Sermón de la Montaña, sino la que le dice Isabel a María: “Bienaventurada Tú, porque has creído lo que se te ha dicho de parte del Señor”.
Ojalá nosotros también seamos bienaventurados, porque nuestra fe es grande.
Así sea.
+ José María Gil Tamayo
Arzobispo de Granada
S.I Catedral de Granada
10 de marzo de 2023-03-28