Queridos sacerdotes concelebrantes;
queridos tres miembros de la comunidad salesiana de Granada;
queridos hermanos y hermanas en el Señor, especialmente a quienes os hacéis presentes en esta Solemnidad en nuestra Catedral, en el corazón de la Diócesis, para dar gracias a Dios por la presencia salesiana de 75 años ya en nuestra ciudad de Granada:
Con esta devoción a María Auxiliadora, tan querida por Don Bosco, tan llevada en las entrañas del apostolado salesiano por todo el mundo, de tal manera que donde hay una presencia salesiana, hay una presencia de María especial, de sus llamadas, de sus colegios, de sus obras sociales. Y en nosotros, 75 años, desde que en 1946 vinieron los primeros salesianos y vienen en esta vocación de María Auxiliadora, el pueblo cristiano. Cuánto nos debemos a María. Siempre está. Auxilio de los cristianos la llamamos en la letanía del Santo Rosario. Auxilio nuestro. Con esta vocación concluimos en esta celebración, en la Solemnidad de la Inmaculada, estas fiestas. Ellos han hecho un aporte más mariano a lo que es ya de por sí es una impronta de Granada. Su cariño a la Virgen, y especialmente esta ciudad. Esta diócesis es la diócesis de la Inmaculada Concepción. El triunfo expresa ese reconocimiento, pero no como algo pasado, simplemente, sino como un tributo del pueblo cristiano a uno de los privilegios que adornan a Nuestra Señora y que la Iglesia reconoció oficialmente en 1854, cuando el Papa Pío IX proclamó el Dogma de la Inmaculada Concepción, por el cual, lo que ya el pueblo cristiano había creído desde sus inicios, y el pueblo de Granada de manera especial, que la Virgen desde el momento de su concepción estaba limpia de todo pecado.
Hemos escuchado la Palabra de Dios. Por una parte, esas dos escenas esenciales: la historia de la Salvación. La primera nos muestra con ese lenguaje del Libro del Génesis, tan bello, pero, al mismo tiempo, tan enigmático; tan sencillo, pero, al mismo tiempo, tan sublime, nos muestra el primer pecado de la humanidad, que, en el fondo, es un apartamiento, un querer suplantar a Dios. Cuando se rompe esa prohibición de Dios al hombre creado en ese estado original de felicidad y de amistad con Dios, rompe esa alianza pretendiendo ser como Dios a instigación del demonio. Y, ¿qué hace Dios? Ciertamente, hay un castigo. Ese pecado lo arrastramos todos. Es el pecado original, originante, con el que nacemos los desterrados hijos de Eva. Pero ya desde los inicios, Dios abre la puerta a la esperanza. Nos abre la puerta el Mesías, el enviado por Dios, el Hijo de Dios. Y en este tiempo de Adviento, qué bien lo recordamos animando la esperanza que movió a todo el pueblo de Israel, en esa espera en la historia, esperando al Mesías, al Salvador, Aquél que nos quita el pecado del mundo, el Cordero de Dios, como soñaba Juan el Bautista, el que carga sobre Sí nuestras culpas, siendo Él el inocente, el Hijo de Dios. Pero hay una mujer también protagonista. Los padres de la Iglesia dicen que el nudo de la desobediencia de Eva fue desatado por una mujer, por María, con su obediencia. María es la nueva Eva. Así nos la muestra el evangelista San Juan con palabras del propio Jesús cuando la llama “mujer”, tanto en las bodas de Caná como cuando nos la entrega en la cruz como madre: “Mujer”.
Ella es la mujer nueva, la creyente que acepta la Palabra de Dios, el designio de Dios sobre su vida y sobre la historia. Ella es la que pisa la cabeza del Maligno. Ella es la nueva Eva. Y de ella, también, de su limpieza participamos todos. También porque participamos de la Redención de Cristo, que a nosotros se nos aplica después del Misterio de la Cruz, a través del ministerio de la Iglesia en el Sacramento del Bautismo, incorporándonos a Cristo, haciéndonos también poseedores de esa bendición que relata San Pablo en la Carta a los Efesios, ese himno tan precioso que hemos escuchado en la Segunda Lectura: “Bendito sea Dios, Padre de Nuestro Señor Jesucristo, que en la persona de Cristo nos ha bendecido con toda clase de bienes espirituales y celestiales. Nos eligió antes de la constitución del mundo, para que seamos santos e irreprochables ante Él por el amor. Cristo nos ha salvado y María anticipa Su salvación en previsión de los méritos de Cristo, Su Hijo, al que llevó en sus purísimas entrañas. Cuando miramos a María, no sólo hemos de verla como la limpia de todo pecado, sino como la llena de santidad, la llena de Gracia, como la saludó al Ángel, aquélla que hace la Voluntad de Dios. Por eso nosotros, que nos unimos, queridos amigos, a aquella mujer que en el Evangelio le sale al paso Jesús y le dice: “Bienaventurado el vientre que te llevó y los pechos que te criaron”, Jesús dice: “Bienaventurados más bien los que escuchan la Palabra de Dios y la cumplen”. María es grande porque es la Madre de Dios. Y porque iba a ser la Madre de Dios, fue preservada de todo pecado, es inmaculada. Y porque es la Madre de Dios, es virgen antes del parto, en el parto y después del parto. Porque es la Madre de Dios. Está asunta a los cielos en cuerpo y alma, y no podía conocer la corrupción del sepulcro, la que lleva, la que llevó en sus purísimas entrañas al autor de la vida. Pero María, sobre todo, es todo eso, porque hizo lo que Dios Le pidió, porque hizo la Voluntad de Dios.
Queridos hermanos, ahí sí podemos imitar a la Virgen. No en su pureza, no en su limpieza. “Dios libró del lobo a nuestra cordera”, canta la vieja cantiga castellana. ¿En qué podemos imitarla? En hacer lo que Dios nos pide. Y por eso estamos a los pies de María. Y porque hizo lo que Dios Le pedía, aceptó la Encarnación del Verbo en sus purísimas entrañas. Por eso, es la Madre de Dios. Los Padres de la Iglesia dicen que María concibió a Cristo antes por la fe que en sus purísimas entrañas aceptó el designio de Dios. Y Jesús nos dice: “No todo el que dice ‘Señor, Señor’, entrará en el Reino de los Cielos, sino el que hace la Voluntad de mi Padre, ése entrará”. Y Jesús mismo nos ha dicho de Sí mismo que su alimento es hacer la Voluntad del Padre y llevar a cabo Su obra. Y nos ha puesto en el Evangelio, cuando nos enseña el Padrenuestro, esa petición “hágase Tu voluntad en la tierra como en el Cielo”. Luego, queridos hermanos, ahí está el camino de la santidad a la que estamos llamados todos por nuestra condición de bautizados. La santidad no es para unos pocos. El Concilio Vaticano II nos ha recordado que todos estamos llamados a ser santos, a imitar a María, y podemos imitarla en nuestras condiciones de vida ordinaria, en el trabajo, en la vida de familia, en la vocación que cada uno desarrolla en la Iglesia, en nuestras relaciones con los demás. Porque nuestra vida está “cristificada”, ya está bendecida por Dios por la Redención de Cristo. Hemos pasado de la muerte a la vida. Hemos resucitado con Cristo a la vida de la gracia que un día llegaremos a la plenitud a la que ya nos ha precedido Cristo, nuestra Cabeza. Y está María junto a Él, por su Asunción.
Y la Voluntad de Dios, ¿cómo la sabemos? Pues, lo tenemos en sus Mandamientos. Nosotros también somos depositarios de ese mandato del Señor a poner la primacía de Dios por encima de todo nuestra vida. En cambio, cuando dejamos a Dios a un lado, cuando nos dejamos llevar por el secularismo que nos invade, cuando Dios se convierte en un “sin papeles” en nuestra vida, en algo marginal, sólo para casos de emergencia, o cuando van las cosas mal, cuando desacralizamos nuestra existencia de creyentes, de cristianos, de otros cristos, nuestra vida pierde el sentido original, aquel sentido original que encarna María con la Gracia, aquel sentido original que nace de la Redención de Cristo. Estropeamos nuestra vida cristiana. El pecado vuelve a aparecer en nuestra existencia en múltiples formas y en nuestra sociedad como manifestación de la maldad de los seres humanos. En la violencia, en los egoísmos, en la corrupción, en la falta de paz, en los enfrentamientos, en la desunión. Vuelve a aparecer en tantas y tantas lacras que afean nuestro mundo. Ese mundo bueno, querido por Dios desde sus comienzos, como nos relata el propio Libro del Génesis: “Vio Dios que esto era bueno”. María nos recuerda que estamos llamados a la santidad; que estamos llamados a vivir como cristianos de verdad, de cuerpo entero, a dejar a un lado esa modalidad de cristianismo ramplón, esa modalidad de cristianismo de creyente y no practicante, o sólo en caso de emergencia, cuando van las cosas mal y entonces “nos acordamos de santa Bárbara cuando truena”, como dice el dicho popular.
Volvamos a la santidad. Seamos santos. “Sed santos como vuestro Padre celestial es santo”. Los santos, nuestros amigos, nos enseñan que la santidad es la primera. Los profetas, apóstoles en el Evangelio, nos muestran que ellos también estaban cargados de defectos, que no los niega el texto sagrado, y ellos fueron capaces de seguir a Jesús. ¿Por qué nosotros no? Fijémonos en esa santidad de la puerta de al lado que llama el Papa Francisco. Pidamos como Dios nos pide. Pongamos en práctica sus mandamientos y, si queréis, que ese resumen de los mandamientos, que es el amor a Dios y el amor al prójimo, vivamos una vida cristiana, de oración, de frecuencia sacramental, de acercamiento al perdón de Dios para limpiar nuestras manchas. No nos quedemos en un cristianismo externo, en un cristianismo de sólo de procesión. Llevemos la procesión por dentro. Vivamos un cristianismo que se note en la sociedad, cambiándola, haciéndola mejor, no viviendo un cristianismo privado, tan privado que no nos atrevemos a imponernos a nosotros mismo. Seamos respetuosos y exquisitos con las conciencias y las convicciones de los demás, pero sin renunciar a las propias; sin dejarnos llevar de una pasividad o de un cristianismo de cruzamiento de brazos ante el diseño de una sociedad que no tiene nada que ver con el proyecto de Dios y mucho menos con esa plenitud del proyecto de Dios que nos trae Cristo, que le dice al hombre lo que debe ser el hombre, qué es la vocación suprema del hombre. Seamos cristianos de verdad.
Que esta fiesta de la Inmaculada nos espolee y nos lleve a sacudir de nosotros todo lo que nos aparta de Dios y de los demás, y hacer el propósito de vivir como hijos e hijas de Dios. Nosotros, que le rezamos a Santa María, “ruega por nosotros pecadores, ahora y en la hora de nuestra muerte”. Nosotros, que le pedimos a Ella que nos haga dignos de alcanzar las promesas de Jesucristo. Nosotros que le decimos a Ella, de verdad, “muéstranos a Jesús, el fruto bendito de tu vientre”.
Así sea.
+ José María Gil Tamayo
Arzobispo coadjutor
8 de diciembre de 2022
S.I Catedral de Granada