Muy querida familia, la familia que sois vosotros los seminaristas y la familia que sois las familias de los seminaristas también. Familias no todas según la carne, porque algunos no lo sois, pero familia en el sentido mas fuerte de la palabra, al fin y al cabo.
Dos o tres pensamientos muy sencillos, que nos ayudan a vivir este momento de gracia que es la Eucaristía dominical, el día del Señor. El día del Señor, porque fue el primer día después del sábado cuando Cristo resucitó, por eso le llamamos domingo, “Dies dominicus”, el día donde todo ha empezado de nuevo.
Mi primer pensamiento. En todos estos días, el Evangelio no nos hace exhortaciones morales ni reglas de cómo tenemos que vivir, ni ningún cosa de ese tipo. Simplemente, nos cuenta un hecho; el hecho de cómo los discípulos, después de haber visto a Jesús morir, se encuentran con Él vivo y triunfador de la muerte. Pero ese hecho es el fundamento de todo, es el comienzo de todo, es el origen de todo. Ser cristianos no consiste en una colección de reglas -lo decía Benedicto XVI en la primera de sus encíclicas-, o en unos principios morales, o en unas cualidades, o formas de vida que hay que vivir, o en unos principio de otro tipo, o en unas ideas. No hay un ideario cristiano. Hay un Hecho, un Acontecimiento, que es el origen y al cual nosotros damos nuestro asentimiento.
Yo sé que ese Hecho mismo como tal escapa a nuestra percepción sensible. Hay otro hecho, que además es el único que se puede comparar con la Resurrección de Jesús, que tampoco podemos palpar de forma sensible y ver con nuestros sentidos, y sin embargo nos rodea y le vemos constantemente. Igual que la Resurrección de Jesús, no la podemos palpar, no la podemos aferrar. ¿Y por qué? Porque para poder ver la Resurrección había que estar del otro lado de la muerte, había que estar donde está Dios. Y como nosotros somos criaturas, no estamos donde está Dios, entonces podemos encontrarnos con Jesús. Los discípulos se encontraron físicamente con Jesús. “¿Tenéis pescado?”, o Tomás mete la mano. El Señor permitió que los primeros discípulos… para que no pensásemos después que hubiese sido una alucinación. Como dice incluso la película “Jesucristo Superstar”, es verdad que sale la Resurrección, pero Pedro y María cantan una cosa después de la Resurrección que hace pensar que son ellos los que se la inventan (…) No es verdad. Nadie en tiempos de Jesús, ni por muy amigo que fuera, podía imaginarse o pensar en algo como la resurrección de los muertos. Podían pensar algo como la resurrección de Lázaro o las que habían hecho Eliseo o Elías, alguien que volvía y durante unos días, durante unos meses o durante unos años, pero que alguien hubiese vencido a la muerte para siempre era para ellos…, sencillamente, no entraba en su cultura, no lo podían imaginar, nosotros tampoco.
Y otra cosa que tampoco podemos imaginar y también la tenemos presente a todas horas delante de nosotros es la Creación. Para imaginarse la Creación habría que estar también fuera del mundo; para verla de algún modo, habría que estar donde Dios está y ver las cosas surgir de Su Amor, no de Sus Manos, de Su Amor. Y como no estamos ahí, ¿qué vemos de la Creación? Sus efectos, la realidad. Todo lo que vemos es fruto de ese Amor infinito de Dios. Es verdad que sin la Resurrección de Jesucristo podríamos pensar que la Creación no era fruto de un amor infinito, podría ser fruto incluso hasta del aburrimiento de Dios. Dios está aburrido en el Cielo y se pone a crear cosas como un niño se pone a jugar con unos trocitos de papel, y así Dios nos crea. Sólo por la Resurrección, que nos revela que Dios es Amor sin límites, somos capaces de comprender también que la Creación es un fruto de un amor sin límites. No de que le falte nada a Dios, no de que Dios necesite nada, que no nos necesita, ni necesita el mundo, ni necesita nada. Crea por amo. Y crea por amor a ti, a mi, y a cada uno. La Creación, aunque nos hable del “Big Bang” (que puede ser, es una hipótesis científica) no es necesario imaginarse así el mundo. Santo Tomás, por ejemplo, pensaba que el mundo era eterno, igual de eterno que Dios, y sin embargo seguía pensando que Dios era el creador de todas las cosas y que todas las creaba de la nada. Lo cierto es que nosotros no somos capaces de ver la Creación, porque tendríamos que estar fuera del mundo para poder ver, tendríamos que ser Dios para poder verla, tendríamos que ser Dios para ver a Jesucristo resucitar y retornar junto a Su Padre. Entonces, ¿qué vemos? Vemos los efectos. Y ahí vuelvo yo a mi principio: ser cristiano no es tener unos principios morales, no es tener unos valores (…).
Ser cristiano es adherirse a un Hecho, que no podemos ver pero que vemos sus frutos y los frutos de la Resurrección de Jesucristo sí que tienen “chicha”, carne, hueso, corazón (…). Sí que pueden ver un pueblo de hijos de Dios, que, gracias a Jesucristo, vive y participa de la Resurrección de Jesucristo. Igual que en la Creación no vemos la Creación pero vemos sus frutos, también en la Resurrección no podremos ver nunca la Resurrección hasta que estemos en Dios, en el Cielo, pero vemos sus frutos. Y sus frutos son un pueblo. Y por eso también en este tiempo la Iglesia nos propone los Hechos de los Apóstoles. Nos muestra una historia que nace de la Resurrección de Jesús, un pueblo que nace de la Resurrección de Jesús. De verdad, ser cristianos no es una lista de cosas que nosotros hacemos por Dios; no son unas cualidades que tenemos que adquirir para no dejar de dar la talla: es unirse a este pueblo, es caminar con este pueblo, y caminar, y tropezar, y caerse, pero uno sigue agarrado a ese pueblo. Y en este pueblo vive Jesucristo, vive la misericordia de Dios y triunfa, sobre todo, la misericordia de Dios.
Eso es el cristianismo. Esa es nuestra fe, realmente. Cristo está presente y está presente en este pueblo y yo siento como lo más bello del mundo, y os lo estoy diciendo a las familias de los seminaristas, pero os lo estoy diciendo a vosotros (ndr. a los seminaristas), porque la tarea de vuestra vida no será otra que sostener a ese pueblo, cuidar de ese pueblo, ser en medio de ese pueblo testigos de que Cristo ha resucitado y de que la victoria es Suya, no nuestra. No tenéis que dar testimonio de vosotros mismos. Dad testimonio de Cristo; de que Cristo es lo más querido. Que Cristo, que vive, es capaz de transformar nuestro corazón y nuestra vida, es capaz de llenarnos de esperanza, de una esperanza que no defrauda, porque nace del Espíritu de hijos que el Señor, del Espíritu Santo que Dios en Jesucristo derrama y pone en nuestro corazones.
Me parece que esto es lo más importante que yo tenía que deciros esta mañana. Porque siempre tenemos la tentación, venimos de cinco siglos de cultura donde parece que lo importante es lo que nosotros hacemos por Dios. Siempre estamos pensando, cuando hablamos de Dios, en lo que Dios nos pide, las exigencias del Evangelio, lo que Dios pide de nosotros. Todo eso es un lenguaje más falso que las tripas de Judas, porque Dios no pide nada, Dios no hace más que dar. Es imaginarnos a Dios como, primero como un pordiosero, y segundo como un ser un poquito que le gusta enredar y que le gusta fastidiar. No. Dios nos ha dado todo lo que somos, hasta poder querer a Dios es un don tuyo: “No me buscarías si no me hubieras encontrado”. Hasta buscar a Dios y tener hambre de Él ya es una gracia. Todo, absolutamente todo es una gracia. Y que todo es una gracia, que la Creación entera es una gracia se descubre a la luz del Hecho inabarcable, inaccesible a nosotros de la Resurrección, pero que conocemos por sus frutos. Porque cuando uno se deja abrazar por la Resurrección de Jesucristo, se deja abrazar en este pueblo, que es el pueblo de Dios, que es el pueblo cristiano, uno crece y tiene dónde mirar. Siempre. Aunque mis padres tengan defectos, aunque mis hermanos tengan defectos, aunque la Iglesia esté llena de defectos…, está llena de santos también y siempre hay dónde mirar. Santos que no son personas excepcionales y que no tienen ningún defecto, sino santos en los que uno descubre que Jesucristo es lo más querido en su corazón. El único bien que yo no quisiera perder. Puedo perder la salud, puedo perder hasta ciertas cualidades (…), todas esas cosas en las que los hombres ponemos tanta confianza lo terminamos perdiendo. Al único que no perdemos es al Amor de Jesucristo. No porque yo sea capaz de amarTe, Señor, sino el amor que Tú me das, el Amor que Tú nos das, el Amor que Tú nos tienes. Y seré yo un pobre ser humano, incapaz de decir dos cosas coherentes, y Tú seguirás a mi lado, y seguirás siendo mío, y seguiré yo siendo parte Tuya, y mi herencia seguirá siendo la vida eterna. Ese es el pueblo cristiano.
El que la Iglesia nos proponga los Hechos de los Apóstoles significa que el Evangelio no acaba en el Evangelio. Se prolonga y se cumple en la Iglesia. Así dice San Lucas en el prólogo –“Para que veas que se han cumplido las cosas que tuvieron lugar entre nosotros”- y empieza la historia de la Iglesia. En la Iglesia de hoy se cumple el Evangelio. Nuestra adhesión a Jesucristo es nuestra adhesión a este Cuerpo que es la Iglesia de hoy. Yo os prometo que no hay nada tan bello en el mundo, no hay ninguna criatura… Porque es una criatura la Iglesia. Una criatura que nace del costado abierto de Cristo, una nueva humanidad -incluida la Virgen-, que nace del costado abierto de Cristo, Su esposa, la Iglesia. No hay nada tan bello sobre la tierra, ni lo ha habido nunca en la historia (…).
Es que anoche, a las 12 de la noche, bastaba con asomarse a la ventana y ver unas multitudes perdidas buscando una felicidad no se sabe dónde y no se sabe qué por el centro de Granada para decir: “¡Dios mío, te doy gracias por la fe!. Qué podría yo hacer para que esta gente descubriera que la vida tiene un sentido, que la vida tiene un lugar a donde ir, que la vida no es vagar, como dijo un filósofo del siglo pasado “caminos que no llevan a ninguna parte”, que te da la impresión que son los que recorre mucha gente y los que recorren muchas veces los turistas, van de un lado para otro: haber si pasa algo que pueda encontrarme con la felicidad, y como uno no hace más que comprar y comprar, y comer helados, y comer pizzas u otras cosas, y nada más que eso, al final la vida se desgasta y se vacía sin más.
Señor, la vida se convierte en un camino, primero, en el que nunca estamos solos. Justo porque vamos con este Pueblo, que es la garantía de que no me pierda; que es la garantía de que no me quedo solo, aunque sea el más desastre de los hombres. En ese Pueblo nunca estaré solo, porque en ese Pueblo es donde está Jesucristo. Y segundo, sé a donde vamos, y aunque no lo sepa yo y no lo tenga muy claro, pero sé que yendo con este Pueblo llegamos a donde hay que llegar, y a donde hay que llegar es muy sencillo: es a Dios. No porque nosotros lleguemos, sino porque Dios se ha querido vincular a nosotros y ya camina con nosotros cuando caminamos en ese Pueblo.
La vida es una peregrinación cuando sabemos a dónde vamos y vamos al Trono, vamos a lo que nos pone el Apocalipsis por delante. Un Trono muy especial, porque lo que hay en ese Trono es un Cordero degollado (…). El Señor es Rey de una manera muy distinta a como son los reyes y los poderosos y los triunfadores de las elecciones en este mundo. Nada. El Señor es Rey, porque da Su Vida por ti, por ti, por ti, por mi, por cada uno de nosotros, por el más pobre de nosotros.
Telegráficamente, los dos pensamientos que me sugiere así más rápidamente el Evangelio. Una, que cuando nosotros queremos hacer la vida solos no pescamos. Nos pasamos la noche entera y no pescamos por mucha experiencia que tengamos; que no pescamos, que se queda la red vacía. Y está el Señor con nosotros y nos dice mira para acá y se llena la red de ciento cincuenta tres peces grandes y, aunque eran tantos, no se rompió la red. Es decir, nos llena el Señor y sobraron cestas en la multiplicación de los panes, y sobró vino en las bodas de Canaá, y sobra alegría siempre donde está el Señor, y sobra vida y esperanza, y capacidad de amar, y capacidad de recomenzar de nuevo y de regenerar el corazón. Y cuando se acaba esa posibilidad de generar el corazón, porque está ya el corazón cansado por lo que sea, siempre puede uno recurrir a la oración de San Pedro, que yo creo que es una de las más bonitas que hay en el Evangelio: “Señor, Tú lo sabes todo. Tú sabes que te quiero”. Te he negado; te he negado tres veces; te he negado veinte mil veces; te he dado la espalda; me he olvidado de Ti; me he creído que me iba a hacer feliz algunas cosas de este mundo y que iba a encontrar la felicidad sin Ti; y al hacer eso, me he perdido o me he marchado del rebaño y me he quedado solo y Tú no me has dejado, has venido a por mí. Pero, “Señor, Tú lo sabes todo. Tú sabes que te quiero”. Y eso lo puede uno decir al final del peor de los días: “Tú sabes que te quiero”. Y el Señor, a aquel que le dijo “Tú sabes que te quiero”, y se lo decía de verdad, le hizo Pastor de la Iglesia universal, le confirmó en su vocación de guiar al rebaño de Cristo en nombre suyo.
¡Dios santo! Cómo eres, qué diferente a nosotros, que estamos siempre midiendo a las personas por lo que producen, o por las cualidades que tienen, o por lo que valen. Cuando os sintáis mal, no dejéis nunca de hacer esa oración: “Señor, Tú lo sabes todo –Tú sabes que soy un desastre-, pero Tú sabes que te quiero”. Nuestra salvación es eso. No está en no ser un desastre, sino en que sea verdad que Cristo sea lo más querido en nuestra vida. Y Cristo hoy no es diferente de Su cuerpo, que sois vosotros, que somos nosotros, que es su Pueblo. Vosotros. El Cuerpo de Cristo. El Pueblo de Dios, lo más querido en nuestra vida, porque es donde yo puedo conservar y que crezca la fe, la esperanza y el amor, que es la novedad que Cristo ha introducido en la historia con su Resurrección.
+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada
Seminario Diocesano “San Cecilio” (Granada)
5 de mayo de 2019