Queridísima Iglesia del Señor, reunida aquí tan numerosa esta tarde para celebrar la fiesta de Nuestro Señor Jesucristo, Sumo y Eterno Sacerdote;
muy querido Francis, Vicario General y vecino de esta parroquia;
muy querido padre Alejando;
también saludo muy especialmente al Padre Provincial y a los otros sacerdotes que nos acompañan;
queridas Hermanas Servidoras;
hermanos y amigos todos:

Muy pocas veces puede uno decir que ha visto nacer una fiesta litúrgica y que ha seguido su nacimiento, y su historia, y su posición en la Iglesia, no desde sus orígenes, pero muy cerquita de los orígenes. (…)

Esta fiesta nació durante la persecución religiosa en España. Un sacerdote de la diócesis de Madrid, que, al principio, se hizo pasar por anarquista y, vestido de anarquista, cuando habían ocupado el Seminario de Madrid, él consiguió salvar, en primer lugar, las especies eucarísticas, en segundo lugar, los vasos sagrados, luego también algunos cuadros que había, también una de las obras más grandes de la biblioteca (algunas cosas dijo “me las llevo” y las llevó al Museo del Prado, otras las llevó a la Biblioteca Nacional). Y gracias a eso pudieron ser recuperadas. Hasta que un día, algunos de los anarquistas que habían ocupado el Seminario, mirando un libro de fotografías, descubrieron una foto de la Ordenación de este sacerdote, y lo llevaron a la cárcel. Alguien, de eso que se llamaba “la quinta columna”, lo sacó de la cárcel y lo llevó a refugiarse en los sótanos de la embajada de Alemania en Madrid. En esa embajada había un grupo de familias y un grupo de chicas jóvenes. Y entonces, este sacerdote, que después sería obispo auxiliar de Madrid (yo le he conocido siendo yo seminarista. Venía todos los años a celebrar la fiesta de la Inmaculada con nosotros), después fue obispo de Huelva y luego arzobispo de Valencia, ahora está en proceso de beatificación.

Este sacerdote, con aquel grupo de chicas jóvenes, empezaron a decir: “¿En qué podemos pasar estos días en estos sótanos que estamos aquí escondidos donde no podemos siquiera celebrar la Eucaristía?”. Orando por la perseverancia de los sacerdotes y de los religiosos y religiosas que iban siendo llevados al martirio, y orando por la Iglesia para que se mantenga fiel en el tiempo de persecución. Y así pasaron una buena parte de la Guerra Civil. Cuando terminó la Guerra Civil, se fueron cada uno a su sitio y el sacerdote fue también destinado a una parroquia. Y al cabo de un poco tiempo, aquellas chicas que habían estado haciendo aquello dijeron: “Añoramos los días que estábamos en el sótano de la embajada, ¿por qué no consagramos nuestra vida a seguir manteniendo esa oración?”. Esa congregación se llaman Oblatas de Cristo Sacerdote. No tienen muchas casas. Fue la última congregación que la Iglesia aprobó antes del Concilio. Tienen una casa en Perú, creo, pero todas las demás están en España. Es una congregación pequeñita. (…) Siendo una congregación absolutamente de clausura, en algunas cosas más exigentes, por ejemplo con respecto al silencio, que las Carmelitas Descalzas; es una congregación muy joven y ellas celebraban el día de Cristo Sacerdote, el jueves después de Pentecostés. Ese día abrían las puertas del monasterio, como si ese día no fuera clausura, y recibían a la gente en el patio, y para los seminaristas de Madrid, que éramos los que teníamos más contacto con la casa central de Madrid, era también un día de fiesta grande. Ellas solían llevar las flores de su jardín, para el día de las Órdenes, que se celebraban en el Seminario muchas veces, y para el día de la Inmaculada. Nosotros les encargábamos las albas y las casullas para nuestra ordenación.

Cuando D. José María García de Higuera fue nombrado Arzobispo de Valencia, se empezó a proponer esta fiesta y al final se ha extendido a la Iglesia entera. Su finalidad no es orar por los sacerdotes. Su finalidad es comprender que Cristo es sacerdote para siempre. Que Cristo vivo y resucitado, que nos ha comunicado Su Espíritu, sigue eternamente intercediendo por nosotros, intercediendo por este mundo, intercediendo también por los sacerdotes. “Te pido”, decía el Señor en su Oración Sacerdotal, que se llama sacerdotal porque es la oración que pone a Cristo de manifiesto como sacerdote que intercede ante el Padre, en primer lugar por los Doce Apóstoles, después por los que crean en Él por medio de ellos y de sus sucesores, y después por el mundo entero. Ésa es la Oración de Cristo Sacerdote, que la Carta a los Hebreos resume muy bien.

Os cuento también la historia que hay detrás de la Carta a los Hebreos. Va dirigida a un grupo de sacerdotes judíos, que se avergonzaban un poquito de la pobreza de aquellas primeras eucaristías cristianas. Añoraban el culto del templo, donde los sacrificios de animales eran constantes, todos los días del año, con trompetas, con grandes músicas, con colas inmensas de gente, con grandes limosnas al santuarios. Y ellos, habiendo creído en Jesús, tenían que celebrar las eucaristías en las casas, tenían que celebrar aquella liturgia tan pobre que era la liturgia cristiana en sus primeros pasos, y tenían la tentación de volver a su fe antigua. El autor de la Carta a los Hebreos, de una manera que está pensada para sacerdotes que habían sido entrenados en la cultura de los rabinos, y por tanto con unas ciertas maneras de citar las Escrituras, explica que el sacerdocio antiguo era un sacerdocio que no tenía el poder de perdonar los pecados y que sólo Jesucristo es sacerdote para siempre; que sólo Jesucristo, con la entrega de su propia vida, siendo Él mismo sacerdote y víctima a la vez, con la entrega de Sí mismo ha rasgado, no el velo del templo, que también, sino el velo que nos separa del Cielo, el velo que nos separa de Dios.

Pero que todo el movimiento que ha guidado a Jesucristo era un movimiento distinto al movimiento de los sacerdotes de la Antigua Alianza. En el mundo del Antiguo Testamento, y de ahí viene la palabra fariseo, los sacerdotes o las personas piadosas se separaban (“farás” significa “separarse”), los fariseos eran las personas separadas de -lo digo con palabras del Evangelio de San Juan- “esa gente que no conoce la Ley, son unos malditos”. Y ése era su juico sobre el mundo y ellos vivían como separados del mundo. La Carta a los Hebreos trata de mostrar que Jesucristo ha tenido una dinámica completamente diferente. Siendo nosotros pecadores, viviendo nosotros como esclavos de aquel que, utilizando como arma la muerte, nos mantiene toda la vida en el temor de la muerte, sometidos a esclavitud, lo que ha hecho ha sido hacerse hermano nuestro, uniéndose en la carne y en la sangre, es decir, salvando la inmensa distancia que hay entre Dios y sus criaturas. Y es Jesucristo el que la ha salvado. Y no sólo la ha salvado, sino que, por decirlo en un lenguaje que es más familiar para nosotros de San Pablo, no sólo quiso vivir como un hombre cualquiera, “sino que se sometió incluso a la muerte y a una muerte de cruz” (la muerte más espantosa, creo yo, que los hombres han imaginado jamás en la Historia). Y quiso someterse para sembrar (“si el grano de trigo no muere, no da fruto…”) en nuestra carne la Vida divina; y para, al retornar a la Casa del Padre, al retornar al Cielo, introducir nuestra carne. En ese velo rasgado ya no hay una distancia infinita: somos hijos libres de Dios, porque en nosotros mora el Espíritu de Dios, por el don de Cristo y por los Sacramentos, y porque Cristo ha introducido nuestra carne en el Cielo, y como decía un gran cristiano, “desde la Ascensión, Dios huele a sudor”. En el Cielo huele a sudor, porque nos ha introducido, a sus criaturas, pobres, pequeños. Y para eso se ha unido y se ha unido a nosotros hasta la muerte. (…)

Cristo se ha ofrecido de una vez para siempre y se ha ofrecido todo lo que es, y permanece ofrecido, lo que pasa es que se hizo hombre, y si se ha hecho hombre de verdad, no se vive más que una vez; si no, hubiera sido como un artista que se disfraza y se disfraza en cada generación. No. Murió bajo Poncio Pilatos y fue a la muerte por nosotros, pero su muerte ha devorado a la muerte, la ha vaciado de poder y nos ha introducido a nosotros en el Cielo. San Pablo llegará a decir que estamos sentados a la derecha de Dios con Cristo en el Cielo, lo dice en una de sus cartas de la cautividad. Nos ha introducido ya en el Cielo. Cuando cantamos el “Santo” en cada Eucaristía estamos proclamando que estamos exactamente igual, en la misma posición, que los serafines, los querubines, los arcángeles… Los querubines son los que están más cerca de la Gloria de Dios. Y cantamos “Santo, Santo, Santo”, igual que ellos. ¿Qué significa eso? Que cuando Cristo viene a nuestro altar, el Cielo está en la tierra; y cuando Cristo viene a nosotros, el Cielo está en nosotros, porque poseemos a Cristo. Por cierto, que tenemos que ir yendo a la Seguridad Social. Esa es la única diferencia que hay entre el Cielo y esta vida. Y que tenemos que seguir yendo al dentista, y que nos duelen los huesos, y que nos acatarramos o envejecemos, y un día tendremos que pasar por la muerte, pero ya vivimos y morimos de la mano de Jesús. (…) “Dichosos los que mueren en Jesús”, dice San Pablo. Dichosos los que mueren de la mano de Jesús. Que al Señor no le han dado vergüenza nuestras heridas, nuestras llagas, la pus de nuestras miserias. No le ha dado vergüenza nada de eso. Se ha acercado y se ha unido a nuestra carne pecadora, siendo Él el inocente, el puro, el limpio, el médico -cito a un Padre de la Iglesia: “El médico limpio que no teme tocar ni contagiarse con las heridas de los pecadores”. Ese es el Señor para nosotros.

Ese es el Sumo Sacerdote. Una vez vencido el pecado y vencida la muerte, intercede por el mundo, por este mundo al que Dios ama. Nosotros ahí tenemos que cambiar algunos chips nuestros. Yo sé que es un lenguaje muy común entre nosotros que el mundo está espantosamente mal… Los que estamos mal somos los cristianos. El mundo está como siempre. El mundo siempre ha sido el mundo. Los que estamos mal somos nosotros. Pero el mundo que no ha conocido a Jesucristo, pues no ha conocido a Jesucristo. No tiene culpa de no haberlo conocido. Y está como estaba en tiempo de Jesús. En tiempo de Jesús muchas prácticas que hoy nos rasgamos las vestiduras por ellas eran habituales. En la ciudad de Corinto, adonde San Pablo escribió dos Cartas, había un verbo en el Mediterráneo que se decía “corintizar”, que significaba hacer toda clase de desmanes. Se usaba el verbo corintizar (…).

El mundo siempre será mundo. Y el Señor ha pedido y ha intercedido por el mundo, y se ha ofrecido Él. ¿Sabéis por qué es Doctora de la Iglesia Teresa de Lisieux, fundamentalmente? Porque participó de esa actitud sacerdotal de Jesucristo, que es la de ofrecerse. Es una locura, parece. Se enteró de que había un condenado a muerte que no había querido confesarse. Entonces, en la teología de aquel momento ella pensaba que aquel hombre podría haber ido al infierno, y en el caso de que hubiese ido al infierno, ella dijo “prefiero ir yo y que él Te conozca, Señor”. Es fuerte para una niña mimada, como había sido Teresa de Lisieux. Mimadísima. Una niña que tenía tanto deseo de ser el centro del mundo que, a la hora de describir su vocación, en el Cuerpo de Cristo ella no quería ser nada menos que el corazón. (…) Hay que tener eso en cuenta para caer en la cuenta de la grandeza que significa privarse toda la eternidad. ¡Qué amor al mundo! ¡Qué amor al mundo! Qué amor a un hombre que había rechazado a Cristo; que había rechazado la Gracia; que había rechazado el Sacramento. Ésa es la actitud de los cristianos, si somos de verdad discípulos de Cristo. Y esa es la actitud sacerdotal de Cristo, que se ofrece a Sí mismo. No le dice al Padre, “Señor, mira qué desastre, a ver si arreglas esto”. Ese lenguaje no está en el Evangelio. Sobre todo, a ver si no tenemos que arreglarlo nosotros si encontramos unos buenos gobernantes que nos lo arreglen ellos y nosotros podamos seguir viviendo tranquilitos viendo el telediario todas las noches y siguiendo algún culebrón de vez en cuando…. No. No es ése el lenguaje de Jesús. El lenguaje de Jesús es “Señor, aquí estoy para hacer Tu voluntad”, “por ellos me santifico yo”. Ese “santifico” es “me ofrezco”, por ellos, “me ofrezco yo”, por este mundo de pecado, en el que hasta los mismos discípulos le dejaron solo. O sea, que lo de dejar solo al Señor y lo de que los discípulos no estamos a la altura de las circunstancias no es de hoy, fue desde el primer momento. En la noche aquella, María y las mujeres se quedaron, pero Pedro le negó y sólo Juan se quedó con María. El Señor sabe de qué madera estamos hechos y, sin embargo, se sigue ofreciendo y entregando por nosotros.

Es providencial y a mí me da una alegría especial el inaugurar esta tarde una capilla de adoración perpetua. Una alegría muy grande, porque significará que día y noche habrá personas con esa actitud sacerdotal de Jesucristo, ofreciéndose por el mundo. No pidiendo como el fariseo: “Señor, yo que soy tan buena, te pido por este mundo tan malo. Mira que yo me levanto por las noches y vengo aquí para verte, y no soy como ese publicano que se porta tan mal y que roba…”. No. Ésa no es la oración de los discípulos de Jesús. “Señor, conTigo, yo me ofrezco por la vida del mundo”, “Señor, contigo yo quiero amar a este mundo como Tú lo amas. Yo quiero amar a quienes te odian, sonreír a quienes te maldicen, poder abrazar a quienes se han apartado de Ti con ese abrazo con que Tú me abrazas a mí, que no soy digno jamás de recibirlo de tu Amor infinito, y Tú me lo das todos los días”. Que haya unas pocas personas en una iglesia con ese espíritu, que es el de Cristo, intercediendo por nuestro mundo, pidiendo también por los sacerdotes, para que no seamos funcionarios, como dice el Papa; que tengamos el espíritu de Cristo. Que amemos apasionadamente a su Esposa, la Iglesia, a la que Él nos ha encomendado cuidar. Y apasionadamente significa apasionadamente, como un padre ama a sus hijos, y se apasiona y sufre cuando sufren, y gozan cuando gozan, y goza cuando les ve bien, y se le revuelven las tripas cuando les ve mal.

PedidLe al Señor por las vocaciones; por que los sacerdotes sean eso, verdaderos sacerdotes de Jesucristo, que hacen presente el Misterio de Cristo, no sólo en los sacramentos, sino en la vida. Especialmente en la vida, especialmente fuera de los Sacramentos, especialmente cuando se les ve por la calle o cuando tienen que tratar a las personas; que su trato, su mirada, su afecto, su relación sea una relación como la del Señor con nosotros.

No os podéis imaginar cuántas gracias doy por la inauguración de esta capilla. Granada es una diócesis eucarística. Su fiesta grande es el día del Corpus, y cuando yo no conocía apenas Granada, más que había venido, como cualquier español que se digne, nada más que a ver la Alhambra hace muchísimos años, siendo Obispo de Córdoba había oído en Córdoba decir la frase: “Esto es más grande que el Día del Señor en Graná”. Es decir, que en toda Andalucía había conciencia que el Día del Señor en Granada era lo más grande y luego he podido comprobarlo.

Va a haber más capillas, si Dios quiere, en la diócesis. Yo hace tiempo que animo a que se pueda ir constituyendo un grupo de gente en torno a la iglesia parroquial del Sagrario y que el Sagrario pueda ser también una capilla de adoración permanente. Y si el Señor lo quiere, lo hará y la establecerá. Y las riquelminas, que son Misioneras del Santísimo Sacramento y de María inmaculada, con motivo de la próxima beatificación de la Madre Riquelme, su fundadora… (…) quiero decir que es posible que acabemos teniendo tres capillas de adoración permanente. La de las riquelminas se especializará probablemente más en presencia de universitarios, pues está muy vinculada a la Pastoral Universitaria y porque está al lado del Campus de Fuentenueva; la del Sagrario, que moverá más a gente del centro, y el Zaidín, que es media Granada, tiene su capilla de adoración aquí y bendito sea Dios.

Una última cosa. Y lo advierto porque hay una tendencia que hemos advertido muchos obispos, y que muchos otros obispos también me han comentado, a valorar más la adoración eucarística que la misma celebración de la Eucaristía. Como si fuera algo más grande, o más importante, o más pleno. Eso sería un gravísimo error. Es decir, el Hijo de Dios no se ha encarnado en las entrañas de la Virgen, ni se ha quedado en el Sacramento de la Eucaristía para que lo adoremos. Lo voy a decir de otra manera: yo voy a bendecir una custodia esta tarde, pero esa custodia no vale nada comparado con el valor que tiene vuestro cuerpo. Para lo que Cristo ha venido es para venir a vuestro cuerpo, que es la custodia más grande que hay en la Iglesia de Dios, y esa custodia, que somos cada uno de nosotros, es la que lleva a Cristo a todas partes adonde va. Quiero decir: ¿entráis en el Mercadona?, entra Cristo en el Mercadona; sois profesora de inglés, de latín o de ciencias sociales…, entra Cristo en la clase contigo, porque entras tú, porque tú eres miembro de Cristo y porque esos niños que tienes delante no van a tener a lo mejor en su vida otra ocasión de ser mirados como Cristo les mira, más que a través de tus ojos. ¿Entendéis? Entonces, la verdadera custodia sois vosotros. Y el Concilio mismo subrayó, con toda claridad, y lo repitió varias veces: el centro de la vida de la Iglesia es lo que estamos celebrando en este momento, porque en este momento suceden, en un solo gesto sacramental, la Navidad, sucede el Calvario, sucede la mañana de Pascua, sucede el día de Pentecostés. Y la Alianza que Cristo hizo con cada uno de nosotros en el Calvario, y que hemos ratificado en el Bautismo y en la Confirmación, se consuma (y estoy hablando de una alianza matrimonial) en la Comunión, que nos comunica el Espíritu del Señor hoy y nos hace miembros vivos de su Cuerpo, y por lo tanto custodias vivas, de sangre y hueso, custodias que pueden amar, que pueden decirle al hombre, de lejos, “Dios te ama. Cristo ha venido por ti”. San Juan Pablo II solía decir: “El mensaje de la Iglesia es muy sencillo y se le puede decir a cualquier hombre y a cualquier mujer, es más, la Iglesia tiene el deber decírselo a cualquier hombre y a cualquier mujer: ‘Dios te ama, Cristo ha venido por ti’” (y eso, mirando a los ojos). Pero eso, sólo lo podéis decir vosotros, las custodias vivas, las piedras vivas de la Iglesia, los miembros vivos del Cuerpo de Cristo. ¿Significa eso disminuir la importancia o el valor que pueda tener la adoración eucarística? Por favor, no; pero cada cosa en su sitio. Es decir, el centro de la vida de la Iglesia es la Misa. (…)

Sé que necesitamos silencio y en la adoración eucarística tenemos silencio. Sé que necesitamos en silencio estar junto al Señor o, mejor dicho, darnos cuenta de que Él está siempre al lado nuestro y en la adoración eucarística lo tenemos. Pero la cumbre y la fuente de todo el cristianismo, de toda la vida de la Iglesia, es la celebración de la misa. A lo mejor, tenemos que cambiar la manera de celebrar de manera que nos demos cuenta de qué está sucediendo.

La misa es el Acontecimiento de la Venida de Cristo a nosotros, a su templo, que somos nosotros, a su Esposa, que es su Iglesia, que sois vosotros, Dios mío. Cada misa es una boda. (…) ¿Para qué ha venido Cristo? Para desposarse con nosotros, con la Iglesia, para comunicar su vida a la Iglesia. Y no hay nada más grande, ni más importante en la vida cristiana que la Comunión.

Si ese don de la Comunión existe soportar un poquito a los curas, pues nos soportáis, (qué le vamos a hacer). Y luego, venís a la adoración eucarística. Pero que sepáis que la primera custodia sois vosotros. Y eso también ayuda… que es una tendencia que se da también ahora mismo: que a la adoración eucarística se le añaden luces teatrales, lucecitas de colores tipo ‘pub’, aspectos que son propiamente teatrales, que no los necesita la Eucaristía, que no los necesita la Presencia del Señor. La Presencia del Señor es sobria. Él está ahí. “Señor, Tú estás ahí”. Yo sé que Tú estás con nosotros “todos los días hasta el fin del mundo”. Pero si habéis comulgado esa tarde, está ahí, en cada uno, no perdáis nunca esa conciencia. (…)

Vamos a darLe gracias al Señor, porque está con nosotros todos los días hasta el fin del mundo, porque viene a nosotros sin cansarse jamás de nosotros, y porque no nos abandona nunca.

+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada

13 de junio de 2019
Parroquia del Santo Ángel Custodio (Granada)

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