Queridísima Iglesia del Señor, Esposa amada de Jesucristo, pueblo santo de Dios (son algunos de los nombres que la Iglesia da al Misterio de la vida divina de la que Ella es portadora y que se hace presente cada vez que celebramos la Eucaristía);
muy querido Hermano Mayor;
miembros de la Junta de gobierno;
antiguos hermanos mayores;
presidente de la Real Federación;
Sebastián, tú tuviste el honor de subir aquellas escaleras (que no sabíamos si nos íbamos a caer o no; al final, gracias a Dios, no nos caímos):
El momento de la Coronación arrancó aquel larguísimo aplauso en la Catedral, que todos recordamos y resuena todavía en nuestro corazón.
Estamos en los días en los que, celebrando la Resurrección de Jesucristo, el paso final, por así decir, el cumplimiento de toda su obra redentora nos dispone a la recepción del Espíritu Santo. Y yo quisiera con mucha sencillez tratar de explicar: ¿Para qué ha venido Jesús? Para que podamos vivir una vida divina. Es decir, para unir su vida divina con nuestra humanidad ansiosa del Cielo, ansiosa del Paraíso, ansiosa de una vida plena, cumplida y feliz.
En los días últimos se han multiplicado las conversaciones que por una razón o por otra expresaban, no estrictamente sufrimientos causados por las dificultades de la vida, sino como que la vida, una conciencia de que la vida, aunque todo salga bien, no llena plenamente nuestro corazón. Y yo les decía a estas personas, a varias, en estos últimos días: “Mira, todo sufrimiento humano es, de algún modo, nostalgia del Paraíso, nos duele -como decía Calígula en aquella obra de Albert Camus-, lloramos, porque las cosas no son como queremos que sean”. ¿Pero cómo queremos que sean? Quisiéramos todos una vida feliz, anhelamos todos una vida de hermanos verdaderamente, anhelamos todos una vida donde podamos querernos bien unos a otros, cuidar bien unos de otros, acompañarnos bien unos a otros, y esas cosas tan bellas que todos anhelamos en nuestro corazón, que todos buscamos en el camino de la vida, de una forma o de otra, pero que las buscamos siempre, no somos capaces de dárnoslas, los hombres, a nosotros mismos. Y no sólo por la herida del pecado. Es verdad que el egoísmo envenena, la envidia envenena, la lujuria envenena. Todos los pecados capitales son formas corrompidas del amor. Los celos, por ejemplo, es una de las formas de la envidia.
Granada es una ciudad de jóvenes. Uno muchas veces se encuentra con chicos o chicas que están haciendo “el oso” en la calle, y dices: Dios mío, estos chicos buscan la felicidad, la buscan equivocadamente, se creen que por achucharse se quieren, y no. El amor es una cosa muy diferente, muy diferente, y muy trabajosa, y que requiere mucha paciencia. El amor es un milagro siempre. Y la comunión, empezando por la comunión de un hombre y una mujer, después la comunión de los padres y los hijos, después la comunión entre los hermanos. Una de las personas a las hacía referencia hoy, me contaba: “Dios mío, somos una familia grande en la que hemos tenido muchos hermanos, no nos hablamos, ninguno de los hermanos nos hablamos (personas ya crecidas con nietos)”. Que dolor, ¿no?
Pero aunque no hablemos de ningún pecado, seguiríamos sintiendo esa nostalgia porque estamos hechos para algo mucho más grande que nada de lo que nosotros nos pudiéramos dar: estamos hechos para Dios. San Agustín lo dijo en una frase de esas de oro de 24 quilates (primer número del libro de “Las Confesiones”): “Nos hiciste, Señor, para ti, y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en Ti”. Ahí no habla de pecado. Habla simplemente que nosotros estamos hechos para algo más grande. El amor con el que soñamos (…) es un amor de verdad para siempre. Es un amor donde el bien del otro prende siempre, sea la fuente de la felicidad mía, yo soy feliz cuando tú eres feliz; yo deseo tu bien, deseo tu plenitud, deseo tu vocación; es un amor que se parezca al amor de Dios. Sólo un mundo que se parece a la vida de Dios es un mundo humano. Pero ése es nuestro drama y eso es todo un misterio. Ahí se despliega en la historia el misterio de la paciencia de Dios y de los métodos educativos de Dios en el Antiguo Testamento, el misterio de la Encarnación, el misterio de la Pasión y muerte, el triunfo de Cristo sobre el pecado y sobre la muerte en su Resurrección y el don del Espíritu Santo, que es la semilla de la vida divina que Él deja en nosotros.
Ahí es donde se unen nuestra pobre humanidad. Para eso ha venido Cristo: para dejar sembrado en nuestra carne esa semilla de divinidad, que hace dos cosas. En primer lugar, que en nosotros sea una semilla de vida divina que el Padre no puede mirarnos sin reconocer a su Hijo. Somos pobres, somos pecadores, somos torpes, somos mediocres, somos mezquinos, somos pobres criaturas, pero el Espíritu que hemos recibido por la fe y el Bautismo es esa semilla de vida divina, y cuando el Padre nos mira, no puede no reconocer a su Hijo, porque su Espíritu Santo, el espíritu de su Hijo, está sembrado en nuestra carne. Pero, al mismo tiempo, la vida divina está aquí (vamos a celebrar la Ascensión el domingo que viene) y nuestra carne está allí. Como decía un poeta francés, Péguy (grande porque en su poesía, a pesar de que él nunca pudo recibir los Sacramentos, y nunca vio ni a su mujer ni a sus hijos convertidos, ni a sus hijos bautizados siquiera, lloraba a la Virgen todos los días por sus hijos, y sin embargo, su poesías y sus escritos han sido ya magisterio para tres papas: para Juan Pablo II, para Benedicto XVI y para el Papa Francisco): desde que Cristo ha retornado al Cielo, en el Cielo “huele a sudor”. Es decir, Dios huele a sudor, Dios huele a nuestra humanidad. Él ha sembrado en nuestra carne su vida divina, y la vida humana se ha introducido en la vida divina de una manera que Dios ya no puede dejar de sentir, de vibrar, de sentir lo humano como parte de su vida divina.
Eso es el resultado de la Encarnación. Y ésa es la gran novedad que fue para el siglo primero -hemos estado leyendo todo este tiempo pascual los Hechos de los Apóstoles-, pero que sigue siendo hoy la novedad cristiana, no sólo unos ritos y unas prácticas, o unas costumbres o unos principios morales: es el anuncio de un hecho inimaginable para los hombres, pero que ha transformado la historia.
Un día le preguntaba un periodista durante su exilio en Brasil al literato, novelista, Bernanos (otro novelista maestro, como Péguy, de esos mismos tres papas de nuestro tiempo): “Usted parece creer en la revolución”. Y él le dijo (estaba en Brasil): “Mire, soy francés, y en francés la palabra revolución es una palabra casi que forma parte de la conciencia nacional nuestra. Claro que creo en la revolución”. Y dijo el periodista: “¿Pero en qué tipo de revolución?”. Dice: “En la única seria que ha habido en la historia; la que empezó la mañana de Pentecostés”. Esa revolución que empezó la mañana de Pentecostés, que nos hizo a nosotros hombres débiles, igual que nuestros hermanos no creyentes, pero nos hizo hombres divinos, por esa semilla que el Señor ha dejado en nosotros, no porque nosotros lo hayamos merecido por ser mejores que nadie. Ese acontecimiento que ha cambiado la historia sigue vivo, sigue generando. Tal vez desde nuestra perspectiva en este momento de la historia de España podemos ver, diríamos, como un momento de decadencia en la fe, o así. No os engañéis, lo único que tiene futuro ahora mismo en el mundo es la fe, y la fe cristiana. Aunque todos los signos parezcan decir lo contrario, pero los regímenes pasan, las culturas pasan y la cultura secular nacida de la Revolución francesa está agotada, súper agotada, súper agotada en Francia, súper agotada en toda Europa, súper agotada en Estados Unidos; y en los ambientes donde a nosotros todavía nos pilla la secularización como si fuera una novedad, somos niños pequeños jugando con un juguete, pero los países que llevan dos siglos y medio de sociedad secular empiezan a nacer brotes diciendo “esto se ha acabado, tenemos que volver a vivir otra cosa”.
Yo creo que en ese contexto se inserta la misión de la Iglesia en este mundo de hoy. El Papa ha dicho: “La Iglesia es hoy un hospital de campaña”. Y me parece una definición preciosa, de esas que tiene el Papa Francisco que dicen todo un tratado de teología en una frase, pues así. Qué es un hospital de campaña todos lo hemos visto, al menos en alguna película. A veces una tienda en la que no hay ni suero suficiente, nada más que la intuición de los médicos y el buen hacer y unas pocas vendas o trapos que sirven de vendas, o lo que sea, pero donde llega cualquier herido y es abrazado, acogido, y se lucha por su vida con pasión. Eso estamos llamados a ser, mis queridos hermanos. La Iglesia no soy yo, no somos los obispos, no somos los sacerdotes; es el pueblo cristiano, acompañado, guiado por vuestros pastores, pero sois vosotros.
Y ahora, otra imagen que a mí me gusta recordar y estoy recordando mucho en estas semanas, y voy a seguir recordando: islotes de humanidad en medio de un mundo que cada vez ha perdido más el secreto de la humanidad verdadera, porque el secreto de la humanidad verdadera pasa por la Encarnación del Hijo de Dios. Una humanidad verdadera. Las culturas grandes, grandísimas (yo tengo un amor y un respeto inmenso, por ejemplo, por la cultura árabe, la cultura beduina árabe, a la cultura japonesa, por ejemplo), dices: cuando van hasta el fondo de lo humano, son culturas trágicas. Y la cultura árabe menos, porque tiene mucho de herencia cristiana y de herencia judía; pero las culturas que no han sido para nada expuestas a la tradición cristiana, como la japonesa, como la griega, lo mejor de ellas mismas, ¿qué es?: la tragedia, la tragedia del destino humano, que es un misterio para el hombre. Ése es el misterio que Cristo ha iluminado, y perder a Cristo significa perder la clave de la humanidad que ese misterio ha iluminado. La Iglesia está llamada a ser un islote de humanidad.
Me diréis: La Iglesia es una cosa muy grande, que está en Perú y en China y en Malasia y en Sudáfrica y en la República del Congo. No. Nosotros somos una comunidad de la Iglesia, vuestra Cofradía. Tenemos que pedirLe al Señor, vuestra Cofradía, nuestra Diócesis, que está hecha de parroquias, de cofradías, de movimientos, de grupos, de comunidades…, toda esa muchedumbre de identidades que el Señor ha ido suscitando en la historia y que amamos profundamente y que Dios mima.
PedidLe a la Virgen. Pidámosle juntos a la Virgen que podamos ser un islote de humanidad, desde matrimonios que se rompen, desde hijos de repente que se encuentran divididos entre el padre, la madre, y que son a veces usados como arma de guerra entre el uno y la otra. Lo que os decía antes, hermanos donde el odio ha sembrado, o la avaricia de que lo que ha roto muchas familias (esa, en concreto, la había roto, por ejemplo, la partición de una herencia); en mi historia sacerdotal, si tengo que señalar la cantidad de familias en las que se ha introducido una herida inmensa justo por la partición de una herencia, ¿qué nos dice el Señor?: advertirnos que el dinero es el ídolo más peligroso de todos los que los hombres hemos dado culto a lo largo de la historia, desde siempre, el becerro de oro.
Yo le suplico al Señor que en esta ciudad nuestra, que en este barrio del Realejo, que en esta iglesia de San Cecilio que estáis vosotros, la Hermandad del Santísimo Cristo de los Favores y de María Santísima de la Misericordia, podamos ser justamente ese fermento de humanidad verdadera. Y no es una cosa artificial, porque la humanidad verdadera tiene el nombre de la misericordia. El libro que escribió el Papa Francisco es justo así: “El nombre de Dios es misericordia”. El nombre de una humanidad que lleve en su frente el signo de Dios, por así decir, es la misericordia: el querernos bien, el buen querer de unos para con otros. Ése es el mayor signo. Jesús no dio otro. ¿Cómo hacer que el mundo crea? ¿Vamos a imponérselo? No sirve para nada. Eso se vuelve siempre contra la Iglesia, siempre.
Otro maestro de los últimos papas que escribió un librito muy pequeño, difícil, por desgracia, de leer, pero cuyo título lo dice todo, y el título no es difícil de entender: “Sólo el amor es digno de fe”. Es decir, ¿queremos que el mundo crea? Otro camino, de amar a cada persona, poder tratarla con respeto, con afecto, con misericordia.
PidámosLe a nuestra Madre, que ya que nos ha permitido ser fieles suyos de una manera especial mediante esta advocación, que seamos verdaderamente portadores de misericordia en nuestras familias, en nuestros lugares de trabajo, en nuestros barrios, en nuestra vecindad, de unos para con otros. Veréis, en el gimnasio, en la peluquería, en los sitios donde los hombres se encuentran y las mujeres se encuentran, que podamos ser signo de alegría y de la alegría que brota de sabernos bien queridos por Dios, y por tanto, deseosos de querer lo mejor posible a todos aquellos que se crucen en nuestro camino.
+ Mons. Javier Martínez
Arzobispo de Granada
20 de mayo de 2017
Iglesia de San Cecilio