Queridísima Iglesia del Señor, puñadito de la Iglesia del Señor reunidos hoy aquí para esta celebración familiar, entrañable y llena de significado que es la reapertura de la iglesia de San Andrés;
muy queridos sacerdotes concelebrantes, D. Francisco, párroco de San Andrés; D. Jesús, prácticamente el último párroco que en un tiempo suficientemente largo estuvo aquí ejerciendo su ministerio casi en el momento en que se cerró la iglesia hace 20 años;
Hermano Mayor, Junta de gobierno, autoridades, amigos todos;
El día de la Ascensión es un día muy especial. De alguna manera es la última preparación para lo que ha sido la finalidad entera del acontecimiento cristiano. Todo lo que celebramos a lo largo del año litúrgico no tiene más que una finalidad que le pido al Señor ser capaz de expresar en muy pocas palabras.
El mundo creado vive dentro de Dios, vive en Dios. Todas nuestras imágenes y todas nuestras palabras acerca de Dios y de lo divino son siempre infinitamente inapropiadas. El mundo no existe fuera de Dios y Dios fuera del mundo. El mundo creado es participación en el Ser de Dios, y dentro de la Creación esa criatura única a la que el Señor –como decía san Juan Pablo II- la ha amado por sí mismo, la ha llamado por su nombre a cada uno de nosotros, le ha hecho un tú para Dios, que es el ser humano, imagen y semejanza de Dios; no sólo por su razón, como alguna vez se ha querido pensar, sino también por su libertad y por su capacidad de amar y de acoger y de distinguir y de discernir el amor verdadero, el amor auténtico.
Toda la Creación existe en Dios. Pero, desde el principio –sea ese principio cuando el comienzo de la libertad humana, ciertamente, de la forma que haya tenido lugar-, los hombres nos hemos alejado, nos hemos apartado de Dios. Y hemos empezado a ver el mundo como nuestro único horizonte y a Dios como alguien que está fuera de esa realidad. Ahí es donde yo quisiera enmarcar todo lo que celebramos en el año litúrgico. El Hijo de Dios ha querido nacer de las entrañas de la Virgen para hacerse compañero nuestro en el camino de la vida; se ha querido sembrar en nuestra humanidad sencillamente para sembrar a nuestra humanidad de nuevo en el Ser de Dios. Y eso es lo que alguna manera se cumplirá plenamente cuando el Hijo de Dios, terminada su misión y cumplida su obra, retornado al Padre después de haberse entregado por nosotros, siembre y derrame, y empiece a extender, el Espíritu del Hijo de Dios, el Espíritu de Dios por el mundo: el domingo que viene Pentecostés.
La Ascensión ya expresa ese aspecto: el Hijo de Dios se ha sembrado en nuestra carne como el grano de trigo que si no muere, quede infecundo, pero que si muere, da mucho fruto, en una espiga, en una cosecha que Dios bendice. Eso es lo que el Hijo de Dios ha hecho en el comienzo de la historia cristiana, que es el comienzo de una nueva Creación, de una nueva historia. De una nueva historia que nos permite volver a vivir en nuestra condición original, la condición de hijos de Dios, en la libertad gloriosa –como dirá San Pablo- de los hijos de Dios.
Hoy el Hijo ha vuelto al Cielo, pero, como decía un poeta francés de comienzos del siglo XX, desde la Ascensión del Señor en el Cielo “huele a sudor”. Es decir, la humanidad ha entrado ya a formar parte para siempre en el Ser de Dios, de una manera mostrando la fuerza invencible, la victoria invencible del amor y de la misericordia divinas. Nuestra fe cristiana se resume en eso. Nosotros, por Jesucristo, sabemos que en nuestra historia personal, en nuestra historia comunitaria, en la historia del mundo, por muchas fuerzas aparentes o por mucho poder que pueda parecer tener el mal, la victoria pertenece al amor; que, no lo olvidéis, toda forma humana verdadera de amor (es verdad que el amor tiene muchos disfraces, y se puede trasmutar y presentarse de mil formas aparentes al amor, hasta los amores más sagrados –no sólo de los esposos, también de los padres y de los hijos, oculta a veces una posesividad o un querer prolongarse a uno mismo, en lugar de querer reconocer al otro como es, que puede tener limitaciones y pobrezas, nuestro amor la tiene siempre-); pero todo amor verdadero, la más pequeña brizna de amor verdadero, dentro y fuera de la Iglesia, en la humanidad, es de Dios, es parte de Dios, participa del Ser de Dios, realmente, porque Dios es Amor. La primera Carta de San Juan lo decía con una claridad meridiana: todo el que ama ha nacido de Dios, porque Dios es Amor. Eso, lo que hemos aprendido en Jesucristo es que Dios es Amor; que Dios no es el juez que está detrás de nosotros a ver en qué fallamos; que Dios es puro amor. Es más, la razón y la libertad nos han sido dadas para que podamos realmente amar, para que podamos realmente amar con un amor semejante al de Dios.
Celebramos hoy por eso una fiesta preciosa, una fiesta grande. Hemos sido sembrados con Cristo, nuestra cabeza, en la vida divina, en la vida de Dios. Podemos volver a tener nuestras raíces en la vida de Dios y en Dios, y por lo tanto, podemos vivir como hijos de Dios.
¿Y esto qué tiene que ver con la reinauguración de San Andrés? Tiene mucho que ver, porque Dios tiene que ver con todo en la vida cristiana. La Iglesia existe para comunicar al mundo ese amor invencible de Dios. Yo todavía he conocido alguna persona cuya abuela conocía San Andrés antes de que se hiciera la Gran Vía, y para quien la calle Elvira era la calle central de Granada. El mundo ha cambiado mucho desde entonces. Pero el mundo sigue necesitando la misma medicina que necesitaba hace dos mil años, y es un amor invencible. Y ésa es la medicina que contiene la Eucaristía cuando la acogemos con sencillez de corazón, y ése es el cambio de corazón que Dios, por medio de Jesucristo, su Hijo, quiere operar en nosotros, perdonándonos mil veces y millones de veces, las que hagan falta, nuestras torpezas.
A la luz de Jesucristo, la vida se nos es dada para aprender a querernos. No tiene otra razón de ser. No para hacer ciertas cosas, para conquistar situaciones de poder o de éxito, para nada de eso; ni para ciertas obras a veces en las que sacrificamos con mucho esfuerzo y con mucha energía la vida. No. La vida se nos ha dado para que los hombres podamos aprender a querernos. Decía yo ayer a alguien, con esta misma liturgia, es un noviciado para la vida de Dios, es un noviciado para el Cielo. Y la vida de la Iglesia tiene que ser un signo visible de que ese Cielo allí donde está Jesucristo ha empezado ya, por su pasión, por su entrega, por su cruz, pero ha empezado ya como una posibilidad real para todos los que nos sabemos hijos de Dios. Quiera Dios que no defraudemos al mundo, que espera de nosotros esa palabra. Decía yo: abrir, San Andrés, hoy, en un mundo tan absolutamente diferente. El otro día cuando salimos del Cabildo, pedimos que nos hicieran una foto, porque queríamos salir todos, a dos chicas que pasaban. Les dije: “De dónde sois”. Respondieron: “Somos de Alemania”. “¿Y tocáis en algún coro o en alguna orquesta?”. Dijeron: “No, tocamos en la calle”. Y ya fue una ocasión de saludarlas a ellas y a dos chiquillos que estaban sentados justo enfrente y con los que pude cruzar unas palabras.
El mundo sigue necesitando el anuncio. Es verdad que hoy sólo abrimos la iglesia de San Andrés. Y es verdad que en esta parroquia, donde antes vivía mucha gente y hoy vive poquita, hay tres iglesias. Mi deseo es que podamos abrir cuanto antes la parroquia de San Andrés en este templo. Eso no quita nada a nadie. Pero da la casualidad que en esta parroquia hay una cofradía, y una cofradía es un trocito de pueblo cristiano que existe para anunciar justamente ese amor. ¿Cómo hay que anunciarlo en el siglo XXI? Igual tenemos que sentarnos muchas veces, equivocarnos, aprender mediante el método de probar una cosa, vemos que produce frutos, seguimos adelante; si vemos que nos hemos equivocado, corregimos y volvemos a empezar.
El mundo, y el mundo del barrio de San Andrés, entorno a la parroquia de San Andrés, es un mundo que necesita ese anuncio y queremos hacer ese anuncio; y queremos hacerlo desde la que fue sede de la parroquia. Lo que tenemos hoy es un precioso comienzo de algo muy bello. Tiene todos los signos de la provisionalidad, y ni el arquitecto ni la misma hermandad han querido que se oculten, porque sabemos que es provisional, sabemos que es un espacio relativamente pequeño, pero juntos, con la ayuda de Dios, todos, iremos recomponiendo y restaurando lo que queda. Y volverá a ser un lugar donde personas que quieren entrar en la iglesia, que las hay, constantemente… como en la antigüedad, como en los primeros siglos: es un goteo, pero un goteo de personas adultas, de personas muy alejadas, de personas que no provienen de la tradición cristiana; pero es un goteo permanente de personas que quieren acercarse a Cristo porque justo cuanto más parece que hay sectores, o grupos del mundo, o realidades en el mundo que tienen como una resistencia (a veces porque nos la hemos ganado a pulso por la sencilla razón de que no hemos sabido mostrar el rostro de Dios, claramente, y que entonces tienen resentimiento, o algún tipo de fobia a la existencia misma de la Iglesia), eso es una llamada a nuestra conversión.
Que podamos mostrar el rostro misericordioso de Dios. Hago eco del título que el Papa puso a su libro: “El nombre de Dios es misericordia”. Que podamos mostrar ese rostro misericordioso de Dios a personas, que son la mayoría hoy, que ya no han conocido nada de la tradición cristiana; que si les decimos la Virgen de las Angustias, o si les decimos Jesucristo, o se preguntan qué es ese “aspa” que tiene esa imagen ahí delante; la palabra Sagrario no les dice nada, porque no han recibido, no han crecido en un contexto cristiano, para nada. Hay que empezar por el abecedario. Y el abecedario empieza y termina, su alfa y su omega están justo en que el nombre de Dios es Amor. Un Amor invencible por esta pequeña criatura e inmensa criatura, imagen y semejanza de Dios, que somos los seres humanos, a pesar de todas nuestras mezquindades y de todas nuestras pobrezas.
Empezamos un camino. Hemos dado gracias. Las ha dado vuestro párroco al principio y vuestro Hermano Mayor a todos. Yo las doy también. Al arquitecto también. Empezamos una andadura de aprendizaje nosotros, de qué significa ser cristiano a finales casi de la segunda década del siglo XXI, y qué significa anunciar a Jesucristo de nuevo a finales casi de la segunda década del siglo XXI. Vamos a hacerlo, porque el mundo necesita esa medicina y el Señor la ha puesto en nuestras pobres manos. Vamos a responder lo mejor que sepamos todos juntos y fruto de eso el Señor lo bendecirá. Estad seguros.
+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada
Iglesia parroquial de San Andrés Apóstol
28 de mayo de 2017