Fecha de publicación: 8 de abril de 2024

Homilía en la Eucaristía del II Domingo de Pascua (Divina Misericordia), celebrada en la catedral el 7 de abril de 2024.

Queridos hermanos sacerdotes concelebrantes y diácono;
queridos hermanos y hermanas, que participáis en esta Eucaristía del Domingo de la octava de Pascua:

Acabamos de escuchar la Palabra de Dios. Por una parte, hemos oído la vida de las primeras comunidades cristianas, que nos viene relatado por el Libro de los Hechos de los Apóstoles y que se lee en el tiempo de Pascua este libro de la Sagrada Escritura. Y en él vemos reflejada cómo vivían los primeros cristianos después de la Ascensión del Señor a los cielos. Y es para la Iglesia, a lo largo de los siglos, para todos nosotros, un referente, un ejemplo. Y hoy hemos visto cómo compartían, cómo lo tenían todo en común, cómo vivían la caridad. El amor fraterno, que, en el decir del Maestro, es el distintivo de sus discípulos. Lo cual no quiere decir -y el propio Libro nos lo muestra- que hubiera disidencias, que hubiera dificultades, que hubiera incluso pecado. Pero una comunidad que quería vivir fiel al mandamiento de Jesús y daban testimonio de Jesús, incluso en medio de las persecuciones, incluso amenazados de muerte, qué gran testimonio para nosotros que muchas veces languidece nuestra vida cristiana.

Recordar y tratar de vivir como gente que ha visto al Señor Resucitado. No lo hemos visto corporalmente, pero sí lo hemos visto con los ojos de la fe. Nosotros somos de esos bienaventurados que hoy el Evangelio nos muestra cuando Jesús se dirige a Tomás, el incrédulo, modelo de incredulidad, pero, al mismo tiempo, de fe. Ese Tomás que no está con los discípulos cuando se aparece Jesús el día de la Resurrección, el Domingo de la Resurrección, por la tarde. Ese Tomás al que le dicen ‘hemos visto al Señor’.

Ese es el anuncio cristiano. El principal anuncio cristiano es Cristo ha resucitado. Qué bien lo refleja, pues esa secuencia, ese himno que acabamos de escuchar, el victimae pascuale laudi. Ese himno en que incluso le preguntamos a María Magdalena: “’Dinos María, qué has visto en la mañana’. ‘A mi Señor resucitado. Id a Galilea. Allí el Señor os aguarda’”.

Queridos hermanos, avivemos nuestra fe, esa fe que hemos pedido al Señor en la oración colecta. Que la avivemos tomando más conciencia del bautismo que nos ha purificado, del Espíritu que nos ha renovado -hemos dicho- y de la sangre que nos ha redimido. Eso que hemos escuchado, que es precisamente consecuencia de las palabras de la Primera Carta del Apóstol San Juan, donde nos ha dicho en que conocemos que amamos a los hijos de Dios y amamos a Dios y cumplimos sus mandamientos. Es decir, si hay coherencia en nuestra vida. Y nos ha dicho también que es la fe la que vence al mundo; que es la fe en Cristo Resucitado la que nos dará la fuerza y nos hará vivir de otra manera.

Hay una pregunta en el Evangelio que a mí siempre me ha inquietado y es una pregunta de Jesús a sus discípulos. También a nosotros. “Cuando vuelva el Hijo del hombre -dice Jesús- ¿encontrará fe en la tierra?”. ¿Tenemos nosotros también, como los apóstoles, que decirle ‘Señor, auméntanos la fe’? Porque muchas veces somos como Tomás, que queremos ver dónde estaban las señales de los clavos. Queremos entrar con nuestro dedo en la hendidura de los clavos y con nuestra mano tocar la hendidura de tu costado. Si no lo vemos, no creemos.

Vivimos en una sociedad secularizada que ha consagrado la única forma de ver, de lo comprobable, de lo que se ve y lo que se toca; que ha reducido a todos de tejas para abajo; que ha querido romper esa puerta abierta con la inmortalidad que ha abierto tu Resurrección precisamente en la vida eterna; que nos plantea la existencia únicamente en ‘comamos y bebamos, que mañana moriremos’.

Señor, necesitamos esa fe con la que Tomás a la semana siguiente se acercó a Ti. “Ven acá tú, Tomás, trae tu mano y métela en mi costado. Trae tus dedos y mételos en mis llagas. Y no seas incrédulo, sino creyente”. Y Tomás dice esas palabras, que son todo un ejemplo de fe: “Señor mío y Dios mío”.

Queridos amigos, necesitamos más fe y pedírsela al Señor. Una fe que nos hace mirar la vida con los ojos de Cristo Resucitado. Una fe que está cargada de esperanza. Una fe que se muestra y se autentifica en el amor a Dios y en el amor al prójimo. Una fe que vence los obstáculos y vence a nuestro mundo. Una fe que es la fe de los mártires, de los confesores. Una fe que no sea algo sólo intimista, algo guardado en el interior de nuestra conciencia. O a la que sólo echamos mano en los momentos difíciles, como si fuera un salvavidas o fuera un apaga fuego para cuando sentimos la angustia.

Queridos hermanos, necesitamos una fe más viva. Una fe que tome conciencia precisamente de las responsabilidades que nacen del bautismo. El bautismo que nos ha hecho renacer. El bautismo que nos ha injertado en Cristo y nos ha hecho criaturas nuevas. Una fe que nos lleve a vivir los dones del Espíritu que ha sido derramado en nuestros corazones. Una fe que sea fuerte en los momentos de dificultad. Una fe que se alegre; que no sea triste. Una fe que no vaya como pidiendo disculpas por ser confesada. Una fe que sea respetuosa con las convicciones de los otros, pero que no renuncie a las propias. Una fe que se note en la vida de familia, en la vida personal, en la vida social, en el trabajo, en la amistad, en el deporte, en la diversión. Una fe que lleve a vivir de manera distinta. Una fe que transforme el mundo según los valores del Evangelio, siguiendo al Señor Jesús como a los primeros discípulos. Una fe que valore la propia experiencia del Evangelio por encima de la propia vida. Una fe que vaya incluso contracorriente. Necesitamos, queridos amigos, vivir esa fe; esa fe que vence al mundo. Esa fe que nace del Señor Jesús y del Cristo Resucitado. “Trae tu mano y métela en mi costado. Trae tus dedos y mételos en mis llagas. Y no seas incrédulo, sino creyente. Dichosos los que crean sin haber visto”.

Y ahí, queridos hermanos, podemos estar nosotros. Pero sí hemos creído por el testimonio. Sí hemos creído, porque María Magdalena sale corriendo del sepulcro a decirle a los apóstoles “ha resucitado el Señor, no sabemos dónde está”. Y corren los apóstoles en la mañana de la Resurrección. Y después, aquellos discípulos de Emaús sienten la presencia de Cristo que les sale al encuentro cuando van desesperanzados, cuando van con la experiencia sola del Viernes Santo. Nosotros esperábamos que Él fuera el Salvador de Israel, y ya veis. Pero qué tontos sois, les dice Jesús. Y Jesús les fue explicando las Escrituras. Y Jesús partió con ellos el pan y se quedó con ellos. Y tienen esa experiencia de Cristo como nosotros podemos tenerla al escuchar su Palabra en la Eucaristía dominical, al compartir el Cuerpo del Señor y, al mismo tiempo, al encontrarnos con los hermanos, que es donde encontramos a Cristo, la Iglesia. No se puede decir Cristo sí, Iglesia no, porque Cristo nos ha llegado por el testimonio de los hermanos de la Iglesia.

Queridos hermanos, necesitamos una fe más eclesial, más convencida, una fe más fuerte, una fe más rezada, una fe que transforme el mundo como la levadura a la masa; que ilumine nuestro mundo tan oscuro muchas veces que necesita la esperanza y el testimonio cristiano.

Cristo ha resucitado. No está sólo la felicidad en las cosas de la tierra. Buscad los bienes de allá arriba, nos dice San Pablo. Por eso, la Resurrección no es una fiesta más. No es un pasar página en las del calendario. Es tomar conciencia precisamente de lo que hemos pedido. Del bautismo, que nos ha renovado, que nos ha purificado. Del Espíritu, que se nos ha renovado. De la sangre que hemos costado y que nos ha redimido la de Cristo.

Acudamos a María. La primera bienaventuranza del Evangelio es precisamente a María por su fe. Bienaventurada Tú, porque has creído lo que se te ha dicho de parte del Señor. Ojalá nosotros también confesemos que Jesús es el Hijo de Dios. Porque no lo dudemos, queridos amigos, de que vivamos esa fe, de que tengamos esa fe, va a ser posible nuestra salvación y la del mundo.

Así sea.

+ José María Gil Tamayo
Arzobispo de Granada

7 de abril de 2024
Catedral de Granada

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