Fecha de publicación: 8 de mayo de 2024

Homilía de D. José María Gil Tamayo, arzobispo de Granada, en la Eucaristía celebrada en la S.I Catedral, en el VI Domingo de Pascua y, por ello, Pascua del enfermo, el 5 de mayo de 2024.

Queridos hermanos sacerdotes concelebrantes;
un saludo especial al delegado, Diego, de la Pastoral de la salud, capellán y sacerdotes que atendéis a los enfermos de manera especial;
querido diácono, seminaristas;
queridos hermanos y hermanas, especialmente los de la Hospitalidad de Lourdes, los visitadores de enfermos y quienes ayudáis en la tarea pastoral el cuidado de los enfermos preferidos del Señor;
queridos todos:

Como os decía, son varias cuestiones que nos centran en este domingo sexto de Pascua, en que, por una parte, la Palabra de Dios nos presentan el libro de los Hechos de los Apóstoles, continúa mostrándonos esa apertura de la Iglesia a los pueblos gentiles en la figura de Cornelio, del gentil Cornelio, de su familia, de quienes los acompañan, sobre los que Pedro ve posarse el Espíritu Santo.

Así, la Iglesia se abre en ese sentido y de esa dimensión que confesamos en el Credo, la catolicidad, la universalidad. Nadie, ningún pueblo, tiene la exclusiva de la salvación. Nos dice la Sagrada Escritura que Dios quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad. Esa salvación viene necesariamente por Cristo, que es la piedra angular. No se nos ha dado otro nombre por el que seamos salvados. Y con la mediación de la Iglesia, de alguna manera, de una o de otra, plena o al menos implícita.

Pero, queridos hermanos, hoy hay una invitación a esta universalidad que se muestra también si pudiéramos contar las nacionalidades presentes en nuestra celebración eucarística, nos daríamos cuenta de que son muchas. Y ese corazón grande, ese corazón abierto, esa imagen del corazón de Dios, del Corazón de Cristo, de ese amor de Dios que nos ha amado hasta el extremo, ese amor de Dios que ha venido a nosotros por el Espíritu Santo que se nos ha dado y en la entrega de Cristo.

En esto consiste el amor, no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que Él nos amó y nos envió a su Hijo como víctima de propiciación por nuestros pecados. Este es el amor maravilloso, el amor grande, el amor que hemos de descubrir. Hasta qué punto nos ama Dios que hoy no sólo la Carta primera del apóstol Juan, sino también el Evangelio que suena a despedida de Jesús, esa despedida que ya nos preanuncia la Ascensión del Señor a los cielos el próximo domingo. El Señor nos habla de que somos sus amigos. El Señor nos habla de como el Padre me ha amado, así os he amado yo, permaneced en mi amor.

Queridos hermanos, hoy el amor está conjugado de una manera o de otra en esta celebración, que, en definitiva, es la celebración eucarística del memorial del Señor muerto y resucitado. Es el Sacramento del amor. El Sacramento de Cristo Resucitado y que se hace Eucaristía, se hace presencia, se hace sacrificio, se hace alimento, se hace compañía. Este Cristo que nos ha mostrado cómo Dios nos ama. Nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos. Vosotros sois mis amigos. Y este amor de Dios derramado en nuestros corazones, este amor por el que Dios nos llama amigos, este amor que nos lleva a ser elegidos por Dios y que se nos invita a que demos fruto, este amor de Dios es el que tenemos que redescubrir. No se entiende el cristianismo sin el amor.

Por tanto, qué razón tiene esa conclusión de los Diez Mandamientos, que todo está en el amor a Dios y en el amor al prójimo. O esa aseveración de san Agustín “Ama y haz lo que quieras”. Estamos llamados a amar, también en lo humano. ¿Qué sería de nosotros sin el amor? Pues, ese amor es el que ha movido a Dios a salir en nuestro rescate enviando su propio Hijo. Ese amor, el que se hace universal.

Pero, queridos hermanos, el amor tiene que concretarse. El amor no se queda en un sentimiento estéril y vacío y pasajero. El amor no se queda en un sentimiento fugaz, con fecha de caducidad, a golpe de incentivos exteriores. El amor tiene una razón profunda y es que el amor ha sido puesto en nuestros corazones por Dios. Necesitamos de los demás. Necesitamos de Dios. La pandemia nos ha enseñado que somos dependientes absolutamente de Dios y de los demás. Y este sentido relacional, este sentido de referencia a nosotros y al Otro con mayúscula y, al mismo tiempo, tan cercano, que como decía san Agustín, está tan dentro de nosotros, más dentro que nosotros mismos; este Dios es el que nos ha amado. Y la primera confesión de fe es precisamente que Dios es Amor. La primera confesión de fe, como decía el Papa Benedicto XVI, tomándolo de la Sagrada Escritura, nosotros hemos conocido el amor de Dios y hemos creído en Él. Pero el amor hay que conjugarlo, hay que desmenuzarlo. “Obras son amores y no buenas razones”, dice el refrán castellano.

El amor hay que llevarlo a la práctica. Ya San Pablo nos advierte en la Primera Carta a los Corintios que no es un texto para las bodas, sino que invita a los de Corinto y también a nosotros “aspirad a los carismas mejores -dice San Pablo- y aún os voy a mostrar un camino mejor. Ya hablara yo las lenguas de los hombres y de los ángeles. Si no tengo amor, de nada me sirve”. Incluso llega a decir: “Aunque repartiere todo lo que tengo y me dejará quemar vivo. Si no tengo amor, de nada me sirve”. Y después empieza a desgranar en actos concretos y a describirnos el amor: “El amor es comprensivo, es servicial, no tiene envidia, no lleva cuentas del mal, no se alegra con la injusticia. Disculpa sin límites. Cree sin límites. Espera sin límites”. “El amor no pasa nunca”, dice San Pablo. La fe pasará cuando veamos a Dios. La esperanza cuando lleguemos a la posesión de aquello a lo que anhelamos. Ya no hará falta la esperanza, porque estaremos ante la Realidad absoluta de la Presencia amorosa del Bien Supremo que es Dios. En cambio, el amor es lo que nos hace felices y nos hace infelices cuando no lo percibimos, cuando no lo ejercitamos.

Tenemos que recuperar la semántica, el significado de amar, porque la palabra se ha devaluado. Se llama amor a tantas cosas. El amor sacrificado, el amor de la entrega de las madres, que hoy dirigimos una mirada especial. Ese amor a sus hijos más que a sí misma. Ese es el amor de una madre. Es el amor que nos muestra también esa dimensión del amor de Dios, en paternidad y en maternidad. Ese amor que acoge, ese amor que hace una preferencia por quien más lo necesita. Ese amor que echamos de menos cuando no tenemos ya nuestra madre en la tierra. Hoy, pidamos especialmente por las madres y estemos agradecidos por el don de la vida que nos llega a través de ellas. De manera especial. Amemos a nuestras madres, apoyemos la maternidad. En definitiva, es un apoyo a la vida como don en nuestro mundo.

Queridos hermanos, amemos esto, recuperemos ese sentido profundo de la maternidad, de engrandecimiento de la mujer en su maternidad. Queridos hermanos, vamos a tratar de vivir esto con esta oración. Y no me olvido de vosotros, queridos hermanos enfermos, en esta Pascua. En esta Pascua que es un paso del Señor que siempre nos acompaña. Y no lo dudéis nunca, en vuestra debilidad, en vuestra necesidad, en vuestra postración, sois los preferidos del Señor. En el plan pastoral de Jesús estáis los primeros.

Nos resume la vida de Jesús la Sagrada Escritura diciendo “pasó haciendo el bien y curando a los oprimidos por el mal”. Por la enfermedad. Dios está a vuestro lado. Queridos hermanos, y especialmente dedica la Iglesia este año a la virtud de la esperanza como curación de la tristeza, y dirige una mirada especial a las personas que sufren algún mal. Y es enfermedad, no es locura. A los enfermos mentales, a los que viven en situaciones de debilidad psicológica, los que viven en depresión. Cada vez más, desgraciadamente, en este mundo utilitarista, en este mundo de que hay que hacer mil cosas, en este mundo en que no valoramos a las personas por lo que son, sino por lo que tienen, por lo que valen, por lo que ejecutan, por lo que producen.

Y necesitamos recuperar ese punto de humanidad. Y para un cristiano, ese punto de fe y de dignidad de la persona humana que se dirige especialmente, y ve en la persona, sea quien sea, desde el momento de su concepción hasta el final de su vida natural, una criatura de Dios, un hijo, una hija de Dios, alguien a imagen y semejanza de Dios.

Queridos visitadores, acompañad a los enfermos como esa presencia de Cristo, sin ser pesados. Acompañar con vuestra cercanía y, a veces, basta sólo con la escucha, a veces basta sólo con estar, a veces basta sólo con la mirada. A quienes os dedicáis a la tarea sanitaria, no perdáis ese punto de humanidad que va acompañando a vuestra competencia cada vez más lograda. Y ese punto cristiano de fe, de ver en el otro, en el enfermo, el rostro de Cristo. Nos va a juzgar el Señor. Es una de las preguntas del examen final de nuestra vida. “Estuve enfermo y me visitasteis. – ¿Cuándo lo hicimos, Señor? -Cuando lo hicisteis con uno de estos, conmigo lo hicisteis”. Luego, queridos hermanos, tener la capacidad, insuflar esperanza, que es un don de Dios, no es el puro optimismo de que salgan las cosas bien sin más, o de que nos sonría la vida, sino que la esperanza está basada en que Dios no me deja a un lado. Está basada en esa vida eterna que ya la anticipamos con la vida de la gracia.

Queridos hermanos, una fuente de esperanza es la oración. Decía el Papa Benedicto XVI que sólo espera quien reza. Pues, no dejéis la oración. No dejemos la oración por los enfermos. Y amigos, Dios nos quiere. Dios está a nuestro lado. Dios no nos deja. Dios tiene también, queridos amigos, un “libro de reclamaciones”. Los salmos tienen libros de reclamaciones. A veces el justo se queja a Dios, porque al que se comporta mal le van las cosas bien y, a veces, al bueno, al justo, le van las cosas mal. Pero, queridos amigos, Dios nunca llega tarde y Dios tiene sus momentos en nuestra historia. Y Dios tiene muchas maneras de llegar.

Queridos amigos, pongamos esa confianza en Santa María. Ella es salud de los enfermos. La Virgen de la Salud. Ella os ampare, os consuele. Ella es la Virgen de la Alegría. Ella es Nuestra Señora de la Esperanza. Porque nos ha dado la mayor alegría. Nos ha dado a Jesús, el fruto bendito de su vientre. Confiad en Ella y veréis cómo la esperanza aparece en el horizonte de vuestra vida.

Y no se va. Así sea. 

+ José María Gil Tamayo
Arzobispo de Granada
5 de mayo de 2024

 

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