Como todos los días, las Lecturas nos dan para mucho más de lo que es posible en los breves minutos de una homilía, porque son inmensamente ricos.

El Señor prueba a esta mujer pagana. La prueba sin duda para poder decir lo que dijo también del centurión: “No he encontrado una fe tan grande en Israel”. Y es cierto, los que habían recibido la Alianza no hubieran resistido una prueba como a la que Jesús somete a esta mujer, y eso nos habla a nosotros de la insistencia en el “pedid y recibiréis, llamad y se os abrirá, buscad y encontraréis”. Porque el Señor nunca niega el Espíritu Santo a quienes se lo piden.

Sí que no nos escucha cuando le pedimos que nos toque la ONCE, o sí que no nos escucha cuando le pedimos que nos toque la lotería o que nos vayan bien las cosas de esta vida, porque nunca sabemos nosotros del todo qué es que nos vayan bien las cosas de esta vida. Incluso cuando pedimos la salud, que es un bien indiscutiblemente, y que hay que pedirlo, pero no siempre es un bien y, sobre todo, no es el bien supremo. El bien supremo eres Tú, Señor. Y si Tú hiciste los signos para desvelar a los hombres quién eras, los signos de Tu Presencia en el mundo, sobre todo como signos de curación, es para mostrarnos que somos seres que necesitamos curación, pero que la curación del cuerpo no es la más importante, la más importante es la curación del alma. Y la búsqueda verdadera no es la salud del cuerpo, sino la salud de nuestra persona, el poder vivir sabiendo que somos hijos de Dios, cuál es nuestro destino, cuál es el sentido de nuestra vida aquí, y eso pone todas las cosas de la vida en su orden.

Por otra parte, está la Lectura del Génesis, de la creación de la mujer, que es una maravilla. Y basta con deciros que Juan Pablo II dedicó varias catequesis a estos pasajes del Génesis que estamos leyendo en estos días. Todo un ciclo de catequesis entero. Subrayo dos cosas. En todas las culturas antiguas, anteriores al judaísmo y en muchas culturas incluso cercanas a nuestro tiempo, o de nuestro tiempo incluso, pero que son culturas primitivas, no era tan evidente que la mujer tenía la misma dignidad que el hombre. Es más, se identificaba con frecuencia a la mujer con ciertos animales domésticos (perdonad que lo diga con tanta crudeza, pero eso es lo que ha sido en algunas culturas). Y ya el judaísmo, justo en la revelación del Antiguo Testamento, en su conciencia del Dios de la Alianza, pone primero la Creación de todos los animales para decir “ninguno de ellos es una ayuda semejante al hombre”, y toda la historia de la costilla es para decir lo que dice Adán: “Esta es hueso de mis huesos y carne de mi carne”, es decir, esta es idéntica a mí.

En el mismo judaísmo había límites a la percepción de la igualdad entre el hombre y la mujer. Sólo el Acontecimiento de Cristo, el Esposo que da la vida por su Esposa, desvela en toda su profundidad abisal la dignidad de la mujer. Y será San Pablo quien diga, en la Carta a los Gálatas, señalando las divisiones más importantes del mundo antiguo, “ya no hay judío ni gentil, ni griego ni bárbaro, ni esclavo ni libre, ni hombre ni mujer, porque todos sois uno en Cristo Jesús”. Es ahí. Otra cosa es que luego en la Historia se haya recaído, y recaído muchas otras veces, sin duda con el apoyo de la fuerza física superior que tiene el hombre, en ciertas situaciones humillantes o degradantes para la mujer. Pero, a la luz del Nuevo Testamento, somos compañeros de camino, iguales, absolutamente iguales en nuestra dignidad, y absolutamente complementarios en la forma de ser, en la forma de pensar, en la forma de sentir y eso tiene una razón de ser. Lo he dicho muchas veces y creo que es útil repetirlo, porque nuestro vocabulario de hoy es tan pobre que no se distingue entre atracción sexual y amor, y son dos cosas muy diferentes. La atracción sexual no tiene ningún misterio. Que el hombre y la mujer se atraigan, no tiene ningún misterio. Que el hombre y la mujer se quieran, requiere todo un camino larguísimo de Gracia de Dios y de educación mutua. Pero uno comprende que la creación del hombre y de la mujer es un bien, un bien inmenso, porque es la forma de aprender que, para querer de verdad, hay que salir de uno mismo. A nosotros nos es fácil, también por nuestra dignidad espiritual, el pensar que las cosa están a nuestro servicio, que todo está a nuestro servicio. Uno oye a veces expresiones de chiquillos o chiquillos que parece que el mundo entero o la realidad entera tiene que estar al servicio de lo que yo quiero. Y surge una violencia cuando las cosas no responden; las cosas o las personas, los mismos padres a veces, o los hermanos o los amigos, no responden a lo que yo quiero. Eso no es querer, evidentemente. Eso es aislarse y encerrarse en uno mismo, y morir en vida. Esa es la enfermedad más grave de nuestro ser, justamente esa, esa tendencia a cerrarnos en nosotros mismos. Para que un hombre y una mujer puedan amarse, y amarse sobre todo con un amor esponsal, que es un cheque en blanco, y con la gratuidad que exige ese tipo de amor, tanto por parte del hombre como por parte de la mujer (la mujer es más consciente de ello, el hombre lo es menos veces); para que se pueda dar ese tipo de amor, hay que salir de uno mismo. Y salir de uno mismo es imprescindible. Es lo que nos hace imagen de Dios.

Dios ha salido de Sí mismo para ponerse a nuestro servicio, y darse por nosotros, entregarse por nosotros, por amor. De hecho, la creación del hombre y la mujer, también a la luz de San Pablo y del Nuevo Testamento, están hechas para poder prefigurar la relación de Dios con la humanidad. La relación de Cristo con su Iglesia. La entrega y el amor de Cristo a su Iglesia. Y eso es -diríamos- lo que tendríamos que poder ver en el trasluz de este relato. Identidad de dignidad, identidad de vocación, compañeros de camino y necesidad absoluta de salir de uno mismo para poder amar verdaderamente al otro y estar dispuesto a dar la vida por el otro. Por el otro o por la otra, por el esposo, por la esposa.

Que el Señor nos ayude a vivir con esta visión, a ser conscientes de que, cada vez que celebramos la Eucaristía, se renueva el Misterio de un Dios que sale de Sí mismo para darse a nosotros, que no lo merecemos. Y que se da a nosotros sin temor, sin vergüenza, sin decir “bueno sí, pero yo ya sé que no vas a funcionar”, o sea, sin resabios, sino con la misma frescura que el primer día de la Creación. Y nosotros, hombre y mujer, hemos sido creados a imagen y semejanza de Dios, y por lo tanto tenemos la misma vocación de amar como Dios nos ama a nosotros, que es el Mandamiento en el que Jesús resume todos los Mandamientos, poco antes de su Pasión. El mandamiento nuevo: que os améis unos a otros como yo os he amado.

+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada

11 de febrero de 2021
Iglesia parroquial Sagrario-Catedral (Granada)

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