Fecha de publicación: 27 de diciembre de 2017

Querida Iglesia del Señor, Esposa de Nuestro Señor Jesucristo, Pueblo santo de Dios;
muy queridos hermanos y amigos todos:

Tal como han venido las fechas este año, estamos celebrando el IV Domingo de Adviento, pero a la puerta misma de la Navidad. Estoy seguro de no equivocarme demasiado si en muchos de nosotros los sentimientos, al levantarnos esta mañana, de domingo, prácticamente día de Nochebuena, son sentimientos encontrados, que se agolpan en nuestro corazón y en nuestra mente. Tal vez porque nos hacemos una imagen de la Navidad como si fuera una celebración tierna del final de una película del periodo clásico o “la clase de la pradera” (todo tierno, todo dulce, todo amable, todo bondadoso, todo bonito y con música alegre, cantos de los niños). Es inevitable que nos hagamos una imagen así, no sólo porque hemos sido educados a ver la Navidad y las imágenes de la Navidad desde siempre así.

Hace años hubo alguien que escribió un libro que se titulaba “Teología y comida”, que parece que no tiene nada que ver una cosa con la otra. Tiene mucho que ver. No en vano lo que hacemos los cristianos cada vez que nos reunimos a celebrar la Eucaristía es recibir al Señor, recibir el Cuerpo de Cristo como alimento, como comida; como alimento para el camino de peregrinación que es nuestra vida humana. Un capítulo de ese libro se titula “Nuestra nostalgia de haber comido juntos en jardines”, refiriéndose al Paraíso, a cómo en el fondo hay en el corazón humano un anhelo de estar juntos, y de estar juntos a gusto. Cuando el Antiguo Testamento quiere describir la paz dice: “estar juntos sentados debajo de su parra y de su higuera”.

Tenemos una nostalgia. Tenemos una nostalgia del Paraíso. Es una nostalgia de una vida en comunión con Dios y en comunión de unos con otros. Por lo tanto, es inevitable que esa imagen esté en nosotros. Pero se acentúa porque parece que los hombres de nuestro tiempo nos sentimos como dueños de nuestra vida y en la medida en que se nos escapa de nuestras medidas para eso está el consumo, que nos permite comprar aparatos que nos haga sentirnos más dueños de nuestra vida, o la tecnología en general. En todo caso, parece que tenemos derecho a “estar sentados debajo de la parra y de la higuera”.

Llega la Navidad y miramos a lo mejor a nuestro panorama y “no estamos debajo de la parra y de la higuera”, no estamos juntos “comiendo en jardines”. En la cena de esta noche es posible que nos falte alguien, o que haya personas presentes que van a estar presentes sólo a medias porque tienen demencia o porque tienen alzheimer, o porque las familias una parte vive aquí y otra parte vive en Santander, en Valencia o en Castellón; o sencillamente, porque uno se levanta el día de Nochebuena con un dolor especial de huesos o de cabeza, y parece que eso nos podría estropear la Navidad. Ésa es la sensación. Es decir, la Navidad sería bonita si nada de eso pasase. La Navidad sería bonita, entonces, si el mundo no fuera mundo. Entonces, nunca podríamos celebrar la Navidad.

El mundo está hecho de estas realidades. Está hecho de la nostalgia de haber estado juntos “comiendo en jardines”. Está hecho de la nostalgia del Paraíso. Pero este mundo no es nunca el Paraíso. Y tal vez el engaño más poderoso de nuestra cultura, en donde coincidían el mundo marxista y el mundo de los países comunistas con el mundo occidental, es que nos hemos creído que nosotros podríamos convertir este mundo en un paraíso; en un paraíso hecho por nosotros, hecho a la medida de nuestros deseos. Y no sólo que lo podíamos construir, sino que tenemos derecho a que el mundo sea el paraíso que anhelamos. No hay mentira más venenosa. No hay un ácido que sea capaz más sutilmente de destruir la esperanza verdadera en nuestro corazón. Percepción, porque muchas veces esto no es un pensamiento que hagamos explícitamente, pero está ahí, como flotando en nuestra conciencia. No, esta tierra no es el Paraíso. Lo grande, lo que celebramos es que hubo –casi estoy glosando las palabras de un gran poeta cristiano de comienzos del siglo XX, de Thomas Elliot, en una obra suya, que se llama “Los coros de la roca”, donde describe el cristianismo y la situación de la Iglesia en el mundo-, refiriéndose a la Encarnación, dice: Hubo un momento preciso y concreto en el tiempo y en el espacio, y sin embargo ese momento da sentido, da plenitud a todo el tiempo. Fue un momento en el tiempo, pero el tiempo no existiría sin él. El tiempo no sería, porque no tendría ni principio ni fin, sería simplemente esa sucesión de accidentes de cosas que suceden, que van y vienen; nuestras mismas vidas no sería muy diferente del nacer y del morir de las hormigas. No habría historia propiamente dicha, no habría arte, no habría un punto que diera sentido a todo.

Es el Acontecimiento de Belén, es la Encarnación del Hijo de Dios la que irrumpe en el tiempo y rescata el tiempo de su vacío, de su sinsentido y lo llena de contenido, de valor, lo introduce en la eternidad de Dios. Entonces, ya no somos un accidente de la naturaleza. Nuestro nacimiento es un nacimiento fruto de un Amor infinito, personal, a cada uno de nosotros, no por desconocimiento, por ignorancia de Dios de lo que nosotros podíamos dar de sí, sino perfectamente consciente. Nuestro nacimiento, nuestro venir a ser es un gesto de amor perfectamente consciente y libre de Dios por nosotros, gracias al nacimiento de Cristo. Y nuestras vidas son unas vidas que tienen sentido, que tienen una meta: la que el Hijo de Dios nos ha abierto, la vida eterna, la participación en la vida divina. Y esa meta hace que el devenir del tiempo no sea una cosa absurda.

Nuestras vidas son un don que tiene su cumplimiento en Dios. Y celebrar la Navidad tiene entonces sentido cuando uno ha perdido a un hijo; y tiene entonces sentido cuando a uno le duele el alma porque la vida no ha sido lo que uno soñaba de niño que pudiera ser, sino algo mucho más dramático, mucho más roto, o más mezquino o más pobre. Y celebrar la Navidad tiene sentido cuando nos faltan los seres queridos. Nunca tiene más sentido que cuando nos faltan los seres queridos celebrar la Navidad. Porque es gracias a Ti, Señor, que esa despedida dolorosa no es lo que determina la vida, ni la existencia, ni lo que somos, ni presente, ni futuro, ni el para qué del vivir. No es lo último la muerte. Lo último es tu amor. Tu amor que es fundamento de todo; que me ilumina; que me ilumina la Creación; ilumina también la nostalgia de estar juntos, alimenta esa nostalgia y me permite desear el Cielo, cuando el resplandor de tu Gloria brille ya sin velos, sin nieblas y sin oscuridades, y tu amor sea transparente, y a pesar de todo no abrase, queme, destruya, mi pobre corazón humano.

Mis queridos hermanos, mis queridos amigos, puede parecer que esto es muy poco propio de la Navidad comercial una reflexión así esta mañana. Pero yo deseo que podáis celebrar la Navidad con alegría profunda; que podáis celebrar la Navidad desde el fondo de vuestro corazón sin reservas, sino “Señor, gracias a Dios, Tú has venido. Gracias a Dios, Tú vienes siempre”. El regalo grande, grande, que hace posible percibir la vida entera como un regalo, eres Tú. Y si te tengo a Ti, todo es gracia. Pero si faltaras Tú; si Tú no hubieras venido, la vida sería un andar a tientas sin sentido de un lado para otro, sin meta, sin origen, sin alivio para el dolor, y sin plenitud para el gozo, porque el mismo gozo sería una especie de trampa mortal, puesto que la muerte iba a devorarlo todo.

Gracias, Señor, por venir a nosotros. Gracias por este don que Tú eres. Y por la luz que este don que Tú eres abres nuestras vidas. Gracias por tu misericordia, por tu perdón, por tu amor incondicional. Gracias porque, sea cual sea la circunstancia concreta y la situación concreta de nuestra vida, y de la vida de las personas que tenemos cerca, Tú eres nuestra esperanza, nuestro gozo, nuestra plenitud. El único capaz de dar sosiego a nuestros deseos, de dar sosiego a nuestro corazón.

Muy feliz Navidad a todos, mis queridos hermanos. Que la podamos vivir con conciencia de lo que estamos viviendo, con alegría y gratitud por un don que, esté el mundo como esté, que estén nuestras familias como estén, que esté nuestro corazón incluso como esté, no se avergüenza de nosotros. Dios no se avergüenza de ninguno de nosotros. El Hijo de Dios no se avergüenza de nosotros, sino que nos dice “Yo te quiero con un amor infinito y no dejaré jamás de quererte”. Ése es el contenido esencial de la Navidad.

+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada

24 de diciembre de 2017
S.I Catedral

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