Queridísima Iglesia del Señor, Esposa muy amada de Jesucristo, Pueblo santo de Dios;
muy querido deán, que concelebras hoy conmigo;
queridos hermanos y amigos todos:
Toda la mañana he tenido yo la tentación de haberme ido yo al último banco y estar allí, en ese último banco, y hacer la oración del publicano. Os hubiera escandalizado, probablemente. Pero, sin embargo, en el fondo de mi corazón, siento el deseo de poder ser como el publicano. Los publicanos eran proscritos en el pueblo de Israel. Uno que se hacía publicano como uno que se hacía pastor, o pastor de cerdos, como el hijo pródigo, no podía nunca volver a entrar en una sinagoga, no podía nunca volver a participar del culto judío; no podía entrar en la casa de un judío que se considerase ortodoxo y piadoso. Y sin embargo, aquel hombre que era un pecador, agradó a Dios con su oración. No hacía más que pedir perdón al Señor.
Y a mí la Lectura de esta parábola siempre me acusa. Siempre he dicho que yo nunca he podido hacer la oración del fariseo, pero llevo toda la vida queriendo hacerla. Llevo toda la vida queriendo que llegue una noche y le pueda decir “Señor, mira, mira lo guapo que soy, qué bien me he portado hoy, qué cosas tan buenas he dicho, qué contento tienes que estar…”. Nunca lo he podido hacer, pero siempre he tenido en mi corazón el deseo de poder hacerlo alguna vez. Y eso pone de manifiesto que mi corazón es más el corazón del fariseo que del publicano. Y luego hay momentos en la vida en los que uno echa cuentas con la propia vida inevitablemente. Y cuanto aparece, me examino yo, y veo que en mi corazón aparece el deseo de justificarme delante de Dios: “He hecho bien esto, pero esto, lo he hecho a medias. Pero todo esto lo he hecho mal, esto tendría que haberle dedicado más tiempo”. Todas esas cuentas son vanas. No que uno no se dé cuenta del bien y del mal que hay en la vida. Pero se pone de manifiesto el corazón del fariseo, es decir, que nuestra confianza está en nuestras obras. Estamos perdidos. Porque todo lo que hemos recibido es gracia de Dios, de tal manera, con una tal gratuidad, con una tal misericordia, sin que mediara nada por delante del mérito nuestro -empezando por la vida, Dios mío, que es un don absolutamente gratuito; pero luego el haberTe conocido, el haber podido vivir en la Iglesia, el estar hoy en la Iglesia y poder decir que somos hijos tuyos. Si que todo lo que tenemos es gracia Tuya y regalo Tuyo.
Y ese es el verdadero problema. Objetivamente hablando, puede decirse “bueno, pues el fariseo se portaba bien, podía decir y presumir de ello delante de Dios”. Pero, en primer lugar, delante de Dios no podemos presumir nadie. De verdad que si yo tuviera la libertad suficiente como para decir “¿cuál es el puesto que merezco?”, pues eso, el último banco, no levantar la cabeza del suelo y decir “Señor, ten piedad de mí, que soy un pecador”. De hecho, el “Señor, ten piedad” es la jaculatoria más breve que yo conozco. En ciertos momentos de mi vida es la oración a la que he recurrido con más facilidad, porque siempre puede ser escuchada. ¿Recordáis aquel Evangelio donde el Señor dice “¿si cualquiera de vosotros que no sois buenos le pide a su Padre pan, no le va a dar una piedra? ¿Y si le pide un pescado, no le va a dar una serpiente? Pues, si vosotros, que no sois buenos, sabéis dar cosas buenas a vuestros hijos, cuánto más el Espíritu Santo, cuánto más vuestro Padre del Cielo dará el Espíritu Santo a quienes se lo piden”.
Por tanto, Señor, ten piedad, danos tu Espíritu, danos la conciencia de que somos hijos tuyos, de que Tú estás con nosotros; de que Tú eres nuestro origen y nuestra plenitud; de que todo lo esperamos de Ti. Eso mismo nos ayudará a hacer cosas bien, las que sepamos hacer bien. Pero no tenemos que estar toda la vida analizándonos a nosotros mismos, mirando a nosotros mismos como si nuestras obras fuesen la medida del amor de Dios. ¿Que tendemos a pensar así? Pues, también porque somos humanos. Porque nuestras relaciones humanas, más en un mundo tan contractualista como el que vivimos, son relaciones de contrato: “Yo te doy, tú me das, te he dado tanto y tú no me das lo que yo te doy. Vale más de lo que yo te doy que lo que tú me das, por lo tanto, estás en deuda conmigo”. Y eso envenena. Envenena las familias, envenena los matrimonios, envenena la vida de la comunidad, envenena nuestras relaciones humanas y hasta nuestra vida política y social. Envenena la vida humana.
Señor, Tú eres todo don, todo gracia. Y contigo no hay que echar cuentas. Apoyarnos en Tu gracia, apoyarnos en Tu misericordia, que no nos va a abandonar y eso nos permite una alegría pura, limpia, fresca, bonita. Eso nos hace percibir la vida cristiana como un regalo fantástico del Señor que uno lo disfruta. Mientras que si uno tiene como medida de nuestra relación con Dios lo que nosotros somos capaces de darle a Dios, por lo que hemos sido capaces de darle o lo que le hemos dado, estamos condenados a la tristeza, porque si somos serios con nosotros mismos, Señor, nunca te hemos dado nada. Y lo que parecía que te dábamos a Ti eras Tú en realidad te dabas. Que hemos ido a Misa todos los domingos, que quebramos todos los días, eso es un favor que Tú nos haces. Que estaba en el Señor y me he hecho sacerdote, sí, eso es una gracia que Tú me das. El matrimonio, otra gracia. Cada día, cada segundo de mi vida es una gracia que Tú me das.
Tomar conciencia. El Papa ha insistido constantemente cuando dice que la gracia nos “primerea”, que va por delante de nosotros siempre, siempre, hasta lo más que puedo llegar, que es el momento de mi concepción. Cuando yo empecé a existir ya era una gracia tuya. Por lo tanto, no hay nada mío que pueda yo poner por delante de tu don. Lo dijo también Juan Pablo II: “No habrá evangelización en el tercer milenio si no redescubrimos la primacía de la Gracia”. Que Dios va por delante y que nuestra confianza está en Dios y en el amor de Dios, no en las obras que nosotros seamos capaces de hacer. ¿La conciencia de ese amor suscitará buenas obras? Claro que sí. Y mejor que si estamos siempre midiendo las nuestras, mejores, os lo aseguro, porque se hacen con más libertad de espíritu. Se hacen con más confianza, como un niño juega delante de su padre y de su madre cuando es pequeño: juega lleno de confianza porque están ahí su padre y su madre. Pues, si el Señor nos concediera vivir así, sin estar siempre haciendo cuentas con Dios, y menos todavía sin pedirle a Dios que nos tenía que agradecer lo que hemos hecho por Él. A lo mejor, para ayudar a un ciego a cruzar una calle y enseguida estamos pasando el recibo a Dios. Es un Evangelio que nos enseña mucho, desde lo más profundo que son nuestras relaciones con Dios. Y luego, estad seguros, si el afligido invoca al Señor, Él lo escucha. Nuestro Padre no nos va a dar una piedra…, a lo mejor no escucha si le pedimos cosas materiales de este mundo o bienestar material o incluso a lo mejor que se arreglen situaciones de familia que están rotas, muy deterioradas, pero nunca, nunca nos faltará la misericordia, el amor, la gracia, el afecto de Dios. Dios tendría que dejar de ser Dios para mirarnos, y no mirarnos con una sonrisa de ternura, con una sonrisa de afecto, como un reflejo del afecto y del amor infinito que siente por su Hijo, que ha entregado Su sangre y Su carne por nosotros.
Vamos a tratar de acercarnos así, hoy, a la Eucaristía. ¿Él despreciaba a los que no eran como Él? Dios mío, ¡no! Cuando uno cae en la cuenta de que todo es Gracia, cuando uno cae en la cuenta de que la Gracia de Dios nos precede, ¿cómo voy yo a despreciar? Es que es un pecador, es que es un sinvergüenza, es que es que está borracho perdido, y yo qué sé. Yo qué sé que hay en su corazón. Yo qué sé cuántas son sus heridas. El Señor nos dará poder dar un reflejo de esa mirada de Cristo sobre cada ser humano, llena siempre de misericordia y de ternura. No hay otra manera de cambiar el mundo, os lo aseguro. No existe, no hay otra. No esperéis que haya otra, porque os defraudaréis, nos defraudaremos. Sólo tu amor, Señor, es nuestra esperanza. Danos poder experimentarlo, poder vivirlo, poder vivirlo juntos también, unos con otros. Poder para que nuestro corazón pueda vivir la alegría de saber que Tú no nos abandonas jamás. Que así sea para todos y para las personas a las que queremos.
Yo no he hablado del DOMUND en la homilía porque me he centrado en comentar el Evangelio y como se dice “se me ha ido el santo al cielo”, porque era muy consciente de que era el día del DOMUND. El lema de hoy es “Seréis mis testigos”. La verdad es que cada uno, cada uno de nosotros, estamos llamados a ser testigos de que la salvación la esperamos de Jesucristo, no de nuestra justicia, ni de nuestras buenas obras. De que el amor de Dios es el único que hace posible vivir con alegría.
Y hoy las misiones están en todas partes. Como decía un poeta, “el frente está en todas partes”. Las misiones las tenemos en el descansillo de la escalera, en la propia familia, dentro de la propia casa. Y sólo hay un camino y es el ser testigos.
Que el Señor nos conceda vivir esa misión con alegría a cada uno de nosotros y ser generosos. Nuestra diócesis ha sido muy generosa enviando misioneros a todo el mundo y hay muchos, gracias a Dios, de las congregaciones religiosas. Sed generosos.
+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada
23 de octubre de 2022
S.I Catedral de Granada