Queridos hermanos y hermanas:
El año pasado reflexionamos sobre la necesidad de “ir y ver” para descubrir la realidad y poder contarla a partir de la experiencia de los acontecimientos y del encuentro con las personas. Siguiendo en esta línea, deseo ahora centrar la atención sobre otro verbo, “escuchar”, decisivo en la gramática de la comunicación y condición para un diálogo auténtico.
En efecto, estamos perdiendo la capacidad de escuchar a quien tenemos delante, sea en la trama normal de las relaciones cotidianas, sea en los debates sobre los temas más importantes de la vida civil. Al mismo tiempo, la escucha está experimentando un nuevo e importante desarrollo en el campo comunicativo e informativo, a través de las diversas ofertas de podcast y chat audio, lo que confirma que escuchar sigue siendo esencial para la comunicación humana.
A un ilustre médico, acostumbrado a curar las heridas del alma, le preguntaron cuál era la mayor necesidad de los seres humanos. Respondió: “El deseo ilimitado de ser escuchados”. Es un deseo que a menudo permanece escondido, pero que interpela a todos los que están llamados a ser educadores o formadores, o que desempeñen un papel de comunicador: los padres y los profesores, los pastores y los agentes de pastoral, los trabajadores de la información y cuantos prestan un servicio social o político.
ESCUCHAR CON LOS OÍDOS DEL CORAZÓN
En las páginas bíblicas aprendemos que la escucha no sólo posee el significado de una percepción acústica, sino que está esencialmente ligada a la relación dialógica entre Dios y la humanidad. «Shema’ Israel – Escucha, Israel» (Dt 6,4), el íncipit del primer mandamiento de la Torah se propone continuamente en la Biblia, hasta tal punto que san Pablo afirma que «la fe proviene de la escucha» (Rm 10,17). Efectivamente, la iniciativa es de Dios que nos habla, y nosotros respondemos escuchándolo; pero también esta escucha, en el fondo, proviene de su gracia, como sucede al recién nacido que responde a la mirada y a la voz de la mamá y del papá. De los cinco sentidos, parece que el privilegiado por Dios es precisamente el oído, quizá porque es menos invasivo, más discreto que la vista, y por tanto deja al ser humano más libre.
La escucha corresponde al estilo humilde de Dios. Es aquella acción que permite a Dios revelarse como Aquel que, hablando, crea al hombre a su imagen, y, escuchando, lo reconoce como su interlocutor. Dios ama al hombre: por eso le dirige la Palabra, por eso “inclina el oído” para escucharlo.
El hombre, por el contrario, tiende a huir de la relación, a volver la espalda y “cerrar los oídos” para no tener que escuchar. El negarse a escuchar termina a menudo por convertirse en agresividad hacia el otro, como les sucedió a los oyentes del diácono Esteban, quienes, tapándose los oídos, se lanzaron todos juntos contra él (cf. Hch 7,57).
Así, por una parte está Dios, que siempre se revela comunicándose gratuitamente; y por la otra, el hombre, a quien se le pide que se ponga a la escucha. El Señor llama explícitamente al hombre a una alianza de amor, para que pueda llegar a ser plenamente lo que es: imagen y semejanza de Dios en su capacidad de escuchar, de acoger, de dar espacio al otro. La escucha, en el fondo, es una dimensión del amor.
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