Queridos hermanos;

Nos reunimos en el domingo, en el Día del Señor. Y en este XXXII Domingo del Tiempo Ordinario, cuando ya estamos enfilando el final del año cristiano, la Palabra de Dios nos trae textos de las Sagradas Escrituras que nos hacen pensar en esas realidades últimas del final de la vida y del final de la historia. Nos trae cuestiones que se le plantean a Jesús, por las que Jesús habla en los llamados discursos escatológicos, los del final.

En este mundo nuestro secularizado, en que Dios parece que estorba y ha sido quitado de en medio; en este mundo nuestro que incluso hasta del lenguaje, ya decirle a una persona “quede usted con Dios”, “quedaos con Dios” o “Dios se lo pague”, pues te miran con cara de extrañeza, como si fueses una persona de otro siglo; en este mundo nuestro que incluso a muchos cristianos rezar les da vergüenza y han reducido la vida religiosa a algo tan íntimo y tan privado que sólo está en el ámbito personal, sin manifestaciones en el ámbito de familia o en la vida social; Dios ha sido o es quitado, parece que molestan incluso los signos religiosos. Y lógicamente, cuando se quita a Dios de en medio, aunque se conserve ese sentimiento profundo que no se puede borrar nunca del anhelo de Dios en todo ser humano; cuando se quita a Dios de en medio, también “se nos caen los palos del sombrajo”, se quita el fundamento de nuestra vida y, sobre todo, el sentido.

El ser humano no es sólo un ser que busca medios de vida. No sólo busca reproducirse o sobrevivir o alimentarse, pervivir, sino que el ser humano tiene hambre de eternidad. Y sobre todo, no sólo busca medios de vida, sino también razones por las que vivir. Y cuando quitamos a Dios, quitamos el fundamento de nuestra existencia. No, no sabemos bien cómo es la vida sin un sentido. Y aparece la casualidad. Pero no somos unos seres lanzados a la existencia sin un sin sentido. Somos hijos e hijas de Dios y anhelamos una eternidad, para la vida eterna. Estamos hechos para Dios. “Nos hiciste, Señor, para Ti -decía san Agustín- y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en Ti”. Y ese anhelo lo tienen todos los seres humanos, incluso aquellos que nos parece que han vivido la antigüedad o en la increencia. El culto a los muertos, el anhelo de la vida eterna, el anhelo de una plenitud. El ser humano es el que pregunta que busca la verdad para las que sólo Dios tiene respuesta. O mejor dicho, para las que sólo Dios es la respuesta y busca el bien. Y porque quiere obrar por el bien, y se pregunta por la moralidad de las cosas, por la razón de ser de su existencia: ¿de dónde venimos?, ¿a dónde vamos? Y aquí, queridos hermanos, entre las grandes preguntas por el destino del ser humano, la muerte, dolorosa siempre, herencia y consecuencia del pecado del hombre, y la muerte que está ahí para un cristiano no es el final. Cuando no hay fe, pues no se quiere pensar en la muerte. Se hace como si fuese una cosa de fantasía o una cosa sólo de los telediarios o de las películas. Pero la muerte está como realidad, ahí aparece en nuestra vida y, sobre todo, la sentimos de manera más fuerte cuando perdemos un ser querido próximo. O aquellas personas con las que estamos relacionados por la sangre, la amistad, lástima. La muerte aparece siempre como interrogante, siempre es dolorosa, pero para un cristiano no es el final. Anhelamos la vida eterna. Es la vida eterna la que nos ha abierto Jesucristo.

Y esa vida eterna es la Resurrección. Y esa vida eterna nos hace plantearnos la vida de otra manera. Por eso, hoy la Palabra de Dios nos trae, por una parte, el testimonio de los siete hermanos que en tiempos de los Macabeos y ante la persecución de Antíoco IV, que pretende imponer al pueblo de Israel costumbres paganas, ellos quieren ser fieles a la ley de Dios y tienen un sentido. Luchan y se esfuerzan por vivir con coherencia su fe, su fe judía y su fe creyente. Es el Dios de Israel. ¿Y que ocurre? Que eso le lleva a la muerte. Y no andan con contemplaciones. Pero, ¿por qué pasa la muerte de esa manera? ¿Como nuestros mártires, como los mártires que fueron beatificados hace unos meses del siglo pasado, aquí en la Catedral de Granada? Porque esperan la Resurrección y van perdonando, pero, al mismo tiempo, van con la esperanza, que es la gran virtud que nos falta hoy. La esperanza en Dios, la esperanza en la vida eterna, la esperanza viviendo esa parte del Credo que es el final del Credo: “Creo en la resurrección de la carne y en la vida eterna”. Amén. Por eso tenemos que recordar estas verdades. Nuestra vida tendrá un fin aquí en la tierra y nos presentaremos ante Dios para ser juzgados ante el amor, como nos dice San Juan de la Cruz: “En el ocaso de la vida seremos examinados en el amor que el Señor ya nos ha dado”. ¿Cuáles van a ser las preguntas? “Venid, benditos de mi Padre, heredad el Reino preparado para vosotros desde la creación del mundo. Porque tuve hambre y me disteis de comer. Tuve sed, y me disteis de beber. Fui peregrino y me acogisteis. Estuve enfermo en la cárcel y me visitasteis. ¿Cuando lo hicimos Señor? Cuando lo hicisteis con uno de estos, mis hermanos, conmigo lo hicisteis”. Luego, sabemos las preguntas. Dios nos va a examinar de amor. No si tenemos mucho dinero, no si tenemos títulos. El Papa dice, de manera gráfica y al mismo tiempo con humor, que no he visto nunca detrás de un coche fúnebre un camión de la mudanza. Nos lo quedamos aquí. Entonces, tenemos que ir cargados de buenas obras cuando creemos en la vida eterna, cuando sabemos que nos vamos a presentar ante Dios para dar cuentas de nuestra vida. Y que ser juzgados en la misericordia de Dios, tenemos que vivir con coherencia. “No todo el que dice ‘Señor, Señor Jesús’ entrará en el Reino de los cielos, sino el que hace la Voluntad de mi Padre”, ése entrará, es definitiva, el que vive la Voluntad de Dios.

Queridos hermanos, el que vive como Dios manda, el que vive siguiendo a Jesús, viviendo con ese estilo que es el que tiene que vivir un cristiano con coherencia como nuestros hermanos Macabeos, con coherencia con su fe, con su fe en el creyente, en el Dios de Israel. Y vemos también cómo nosotros -nos ha dicho San Pablo- somos llamados a una esperanza; una esperanza que no la limita la muerte. “La vida de los que en Ti creemos -se dice en la liturgia- Señor, no termina, se transforma”. Y al deshacerse nuestra eternidad adquirimos una mansión eterna en el Cielo y esperaremos. Y por eso, rezamos por nuestros difuntos. Y por eso, porque tenemos fe en la Resurrección.

Los cristianos, queridos amigos, no seguimos a un muerto ilustre, no seguimos a un personaje con un gran mensaje que se nos empieza en la noche de los tiempos. Nosotros seguimos a Alguien que está vivo. Nuestro Dios es el Dios de vivos, es el Dios que en Su Hijo ha resucitado, vencedor del pecado y de la muerte, y ha resucitado primogénito de los que han muerto. Él nos ha abierto a esa esperanza. Por eso San Pablo, cuando hay cristianos que empiezan a dudar y que dice que no creen en la resurrección de los muertos, como los saduceos que hoy le plantean a Jesús, esta pregunta, cuando ocurre eso, San Pablo nos dice: “Si los muertos no resucitan, Cristo no ha resucitado, y si Cristo no ha resucitado, vana es nuestra fe”. Somos los más tontos de los hombres. Los cristianos no creemos en la Resurrección como si fuese un consuelo de tontos o un consuelo para pasar a injusticias de aquí abajo. No. Los cristianos creemos en la Resurrección como plenitud; como plenitud a la que estamos llamados, como ese abrazo de Dios con base al hombre, como ese abrazo de Dios que colma de belleza todo lo que aquí vemos. Como ese abrazo de Dios que colma de bienes y de amor aquellos que aspiramos y da sentido a la vida humana. Esta esperanza es la que trasciende la muerte. Y qué distinto es cuando te encuentras con un enfermo terminal, cuando te encuentras con una persona sufriendo y esa persona tiene fe; cuando asistes a un enfermo o moribundo que está esperando la muerte, pero sabe que no es el final, te dice un hasta luego, hasta un mejor ver. Pero hasta como hemos dicho, queremos ver tu rostro, Señor, “al despertar me saciaré de Tu rostro Señor”. Esa es la esperanza y por eso la vida merece la pena ser vivida. Y por eso el esfuerzo. Pensamos en el Cielo, no como algo que nos distraiga de ser labradores de un mundo mejor, trabajadores por una sociedad mejor. Ganarnos el Cielo a base de vivir como Dios manda y transformando la sociedad según los criterios del Evangelio. El Cielo no se gana con un cristianismo pasivo. El Cielo no se gana con un cruzamiento de brazos. El Cielo no se gana esperando sin más, como San Pablo recrimina precisamente a los cristianos de Tesalónica. El Cielo se labra viviendo como cristianos, siguiendo a Jesús, viviendo esa fe en el Señor resucitado, esa esperanza de que un día Dios nos acogerá y nos premiará. Y ese amor que no pasará nunca, que tendremos por toda la eternidad. Acudamos a la Virgen. La Virgen está en los cielos, en cuerpo y alma. Lo que un día será realidad en nosotros al final de los tiempos. La resurrección también de nuestros cuerpos, porque es la persona entera, no es el alma y un cuerpo, al final de la historia, al final de los tiempos, nuestros cuerpos resucitarán también gloriosos, de una forma nueva que sólo Dios conoce.

Pidamos a la Virgen que Ella nos haga dignos de alcanzar las promesas de Nuestro Señor Jesucristo. Que Ella nos muestre a Jesús, “el fruto bendito de tu vientre”, su vientre. Y en este día de la Iglesia Diocesana caminamos hacia esa Resurrección como pueblo, como es el pueblo de Dios, que es la Iglesia, que es el Cuerpo de Cristo en la historia. Dice San Pablo: “Vosotros sois el Cuerpo de Cristo”. Esta Iglesia que se hace presente en Granada y que este año tiene este lema “Gracias por tanto”. Gracias por tantas personas que ayudan y que trabajan en la Iglesia, desde catequistas a voluntarios de Manos Unidas, de Cáritas; a tantas personas que ayudan en las parroquias, a tantos cristianos que arriman por sacar adelante la Iglesia de Jesucristo presente entre nosotros.

Vamos a pedir hoy por los sacerdotes, por Javier, por este pobre obispo que os ha llegado. Vamos a pedir por todo el Pueblo de Dios, por todos cuanto trabajan, por todos los que formamos esta Iglesia de Dios que peregrina en Granada. Y ahora, todos juntos, confesemos nuestra fe.

+ José María Gil Tamayo
Arzobispo coadjutor

6 de noviembre de 2022
S.I Catedral de Granada

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