Fecha de publicación: 9 de octubre de 2014

 

 

Queridísima Iglesia de Dios,
muy queridos sacerdotes concelebrantes,
Hermanitas del Cordero,
personas consagradas,
queridos amigos y hermanos todos:

Aunque el Evangelio de hoy y las lecturas de hoy darían, como siempre, para una reflexión muy jugosa y rica que nos ayudaría a vivir la Eucaristía, ciertamente, y luego nuestra vida en general, el Evangelio de hoy es una provocación a nuestra libertad: el Señor nos ha puesto una serie de dones en nuestras manos y el primer don de todos es nuestra propia vida, son nuestras propias personas. Y de alguna manera nos pide la parábola de los viñadores que seamos responsables con esos dones que hemos recibido.

Sin embargo, estamos comenzando –comienza hoy- el Sínodo Extraordinario sobre el matrimonio y la familia. Me vais a permitir que en estas próximas semanas hablemos del matrimonio y la familia, con sencillez. Voy a ir apuntando algunas cosas que me parecen especialmente necesarias o útiles, que pueden serlo para vosotros, para todos, también los sacerdotes, y las religiosas y las personas consagradas. Y ése será a lo mejor mi primer punto de explicación, justo porque en las próximas semana -y ya llevamos unas cuantas semanas- vamos a estar bombardeos por los medios de comunicación, que, normalmente, no saben de lo que están hablando, sencillamente, y tienen sus intereses económicos y políticos en presentar la vida de la Iglesia de una determinada manera que, rara vez, coincide con el modo como la Iglesia se entiende a sí misma y comprende el tesoro del que es portador. Entonces, como una ayuda para que podáis pensar en libertad y tener criterios de juico a la hora de juzgar, no tanto las noticias como los comentarios que podáis oír, me gustaría ayudaros a hacer este servicio de iluminar ciertas cosas.

Lo primero que os he dicho es que una reflexión sobre el matrimonio es útil para todos. ¿Y es útil para todos por qué, tengamos el estado que tengamos en la Iglesia de Dios? Porque la dimensión esponsal de la vida es una dimensión absolutamente constitutiva de lo humano, de nuestro ser humano. De la misma manera que no se es un ser humano mas que siendo hombre o siendo mujer, de la misma manera que no se es un ser humano mas que siendo hijo de unos padres, no se es un ser humano en plenitud, no se desarrolla, no florece nuestra vida humana, mas que realizando en la vida esa dimensión esponsal que nos constituye. Luego explicaré qué es esa dimensión esponsal. Me diréis: ‘Los curas no se casan, las religiosas no se casan’. Pero, en todos, absolutamente en todos, se realiza de una forma diferente, sin duda, en el celibato y en la virginidad consagrada, esa dimensión esponsal. Yo no podría vivir bien mi ministerio sacerdotal si no estuviera pendiente de que tengo un anillo que me ata a vosotros, y que me ata con un amor y con una dedicación y con una llamada a donar mi vida que no es para unos años, que no es para un tiempo, sino para la vida entera. No podría entender mi vocación sacerdotal sino como una forma de paternidad. La otra alternativa es entenderlo como un funcionario que hace su trabajo. Y lo puede hacer muy bien, pero no deja de ser un funcionario, y el trabajo de un funcionario es distinto al amor de un padre o al amor de un esposo. Son constitutivamente distintos. Pero yo no podría vivir con alegría mi sacerdocio si no sintiese que es una vocación a cuidar de una familia y a tener en el centro de mi vocación justamente el bien y el cuidado de esa familia.

La relación esponsal no es como las demás relaciones: es una relación única, y eso lo entendemos todos. Es una relación única, es una relación que reclama para sí una exclusividad. No es que esté reñida, pero están las relaciones de los amigos, están las relaciones de los hermanos, están las relaciones de los hijos con los padres. Cada una de ellas tiene su especificidad. Pero la relación esponsal, la relación matrimonial es una relación única, y lleva dentro de sí un reclamo a la exclusividad. ¿Y eso por qué? Por el modo como estamos hechos. El corazón humano siempre tiene un centro, siempre. Está hecho de tal manera que tiene un centro, y en torno a ese centro se organizan las realidades de la vida, la distribución de los tiempos, hasta el uso del tiempo libre, la organización de las prioridades en la atención que uno tiene, etc. La relación esponsal es la que hace de otro ser humano justamente el centro en cuanto al cual se organiza todo lo demás en la vida.

He dicho que la vocación del sacerdote es una vocación esponsal. Claro. Es la vocación esponsal a hacer de representante de Cristo y de testigo de Cristo en medio de la comunidad, que es el Esposo. Habréis notado que desde hace un par de años o así yo comienzo mis homilías diciendo ‘Queridísima Iglesia del Señor, Esposa de Nuestro Señor Jesucristo’ -suelo añadir-, para tomar conciencia, porque es a la luz de Cristo donde aprendemos lo que es el matrimonio.

Lo que quiero decir, lo que me interesa subrayar hoy es que es una relación única, y que todos podemos entender que es una relación distinta, no es como las amistades. Cuando se pierde la conciencia de ese carácter único que tiene la relación esponsal, la relación del matrimonio, no tenemos los seres humanos otro esquema que entenderlo sino el de la amistad y uno se da cuenta que es insuficiente. O todavía peor: en nuestro mundo dominado por la lógica de la empresa -y por lo tanto por la lógica burocrática de las empresas privadas o de esa gran empresa pública que es la Administración y su burocracia- se envenena, se tumoriza la relación esponsal, porque se entiende como la relación de dos socios. Es decir, hacemos aquí una asociación de dos personas idénticas en su vocación, idénticas en su dignidad, idénticas en sus exigencias más profundas, y sin embargo distintas en todo el modo de vivir la vocación, la identidad y las exigencias más profundas. Pero desde el momento en que uno entiende el matrimonio como esa especie de asociación voluntaria regida por el contrato social que ha determinado en general las relaciones en nuestras sociedades el matrimonio se convierte en un infierno. Porque siempre lo que prevalece es el mirar a fin de mes si el balance está equilibrado o no está equilibrado; y en un sentido o en otro, por una causa o por otra, con unas excusas o con unas ocasiones, o con otras. Ese balance nunca está equilibrado. Nunca. Lo propio, lo específico de la vida esponsal, y de la vida esponsal, es una donación parecida a la modalidad del amor con que Dios nos ama, es decir, sin condiciones, sin límites, ni de tiempo, ni de espacio, es decir, el centro del corazón donde la otra persona ocupa el lugar de Dios en el corazón, y por lo tanto reclama el don de la vida entera. Y aun dos personas –como somos limitados- que se den la vida entera siempre existirá el límite. ¿Por qué? Lo decía el poeta alemán Rainer María Rilke en una de sus elegías (…): ‘Dos ansias de infinito que se tropiezan con dos límites’. Cada uno de nosotros, hombres y mujeres, necesitamos un amor infinito; está hecho nuestro corazón para un amor infinito. Por lo tanto, anhelaríamos ser amados con un amor infinito, pero la otra persona es limitada, lo mismo hombre que mujer. Y repito: las modalidades son, absolutamente, diferentes. Y como la otra persona es limitada el balance nunca está equilibrado en la perspectiva de ninguno de los dos. Conclusión: ‘No me quiere, no me da lo suficiente, no me satisface lo suficiente, no me hace feliz”. Fijaros que en toda esa reflexión el centro soy yo. Cuando uno dice esas cosas no está pensando en el otro, está pensando en uno mismo. Y ése es uno de los dramas del matrimonio en nuestra sociedad.

Hay quien dice que el matrimonio ha sido un milagro desde que se salió del Paraíso, y no le falta razón y hay puntos en los que lo puede uno subrayar y poner miles de ejemplos. En todo caso, hay un pensador norteamericano -creo que todavía vivo- que ha hecho toda su filosofía analizando películas del cine clásico. No es creyente, lo subrayo porque es importante su observación. No es un hombre creyente, no es un hombre cristiano, y comentando una obra de Shakespeare, en el siglo XVI, en concreto “Marco Antonio y Cleopatra”, dice él y pone muy de manifiesto que “Marco Antonio y Cleopatra” está escrita en el siglo XVI para poner de manifiesto que ya en los comienzos del Renacimiento el tipo de cultura que había impedía comprender lo que era el matrimonio. ¿Por qué? Y dice él: ‘Dos razones’. Una, la Reforma Protestante había eliminado la condición de sacramento del matrimonio, es decir, había dejado de poner a Cristo como referencia, a Cristo y a su entrega sin límites como referencia de la donación del hombre a la mujer. Y subrayo, del hombre a la mujer.

Perdido eso, sólo quedaba otra posibilidad, que era que fuese la sociedad la que sirviese de garantía y de protección de esa relación única que es la relación esponsal. Pero sucedieron todos los líos en torno a Enrique VIII, y entonces eso puso ya en el siglo XVI de manifiesto que la sociedad es incapaz de garantizar, y de proteger, y de cuidar a un matrimonio, porque ella misma está necesitada de ser garantizada, protegida y cuidada. Y la historia de Enrique VIII puso muy de manifiesto eso.

Y Shakespeare -que algunos dicen que era católico o al menos criptocatólico- escribe “Marco Antonio y Cleopatra” para poner de manifiesto justamente esas dos reflexiones. Y es curioso -dice él- que cuando Cleopatra está muriendo, dirige la mirada al cielo y dice: “Oh, mi esposo”.

Haciendo referencia a este mismo pensador a otra película, que a lo mejor las personas mayores o los cinéfilos conocéis, “Sucedió una noche”, de Frank Capra, dice que hay una escena en la que se les ve a los dos por una carretera, a los dos protagonistas, (…) de espaldas, cada uno con su maleta, es cuando deciden que se van a casar, y se les ve de espaldas por una carretera, cada uno con una maleta caminando un rato, un plano largo, hacia el paisaje de unas colinas hacia el fondo, y dice él: “En un mundo donde no está el sacramento y donde la sociedad no es capaz de garantizar la relación esponsal, cada pareja tiene que inventarse de nuevo lo que es el matrimonio”.

Bueno, yo creo que estas pequeñas pinceladas son parte de la genealogía del caos en el que nuestras sociedades, el matrimonio y la familia están. Dios mío, no penséis que no soy consciente de las heridas enormes que nos causamos, de las dificultades inmensas, del infierno que supone a veces la convivencia, de las dificultades tremendas… Lo que quiero es que seáis conscientes de que esas dificultades no significan sencillamente que es que los seres humanos hoy somos más malos: la lujuria ha existido siempre, la infidelidad ha existido siempre. Pero siempre, en todas las sociedades, menos en la nuestra, por el tipo de antropología que hemos construido y por el tipo de historia, de pensamiento y de cultura de la que venimos, todas las sociedades han protegido el matrimonio y la familia sabiendo que eran un bien sagrado: rituales de iniciación, hasta en las tribus más primitivas, protecciones del bien esponsal, incluso en las culturas donde existe la poligamia, pero siempre hay una protección de un bien que todo el mundo ha percibido que es un bien muy frágil. Sólo nuestra sociedad ha dejado ese bien, diríamos, en carne viva, al descubierto. Si cada pareja tiene que inventarse lo que significa esa relación esponsal, se deja a los hombres absolutamente solos ante su destino, solos ante aquéllo que determina más fundamentalmente quién soy, para qué vivo, qué merece la pena en la vida, cuál es el centro en mi corazón.

Sólo quiero que sepáis que, efectivamente, el drama del matrimonio y de la familia en nuestras culturas desarrolladas es un drama profundísimo y no se va a resolver con unas frases o con unas decisiones sobre las causas de nulidad o sobre pequeños detalles, a menos que surja una cultura diversa, a menos que seamos capaces de pedirle al Señor que ilumine y nos ayude a descubrir los verdaderos fundamentos, los fundamentos que hacen sólida esa institución, que es, al mismo tiempo, humana
-existe desde el principio del mundo-, y al mismo tiempo sobrenatural, porque exige de nosotros algo que está muy por encima de nuestras fuerzas y de nuestras capacidades y de nuestras posibilidades, y que sólo la Gracia de Cristo es capaz de sostener adecuadamente. Sólo la Gracia de Dios, también en otras culturas y en otras religiones; solo una Gracia más allá del hombre, más allá de las fuerzas del individuo es capaz de sostener.

No esperemos, por lo tanto, recetas mágicas del Sínodo. Que oremos, que oremos, como nos ha pedido el Santo Padre; que oremos y que pidamos la sabiduría necesaria para abordar los problemas en toda su profundidad, en todo su alcance y desde la luz que es Cristo.

Y os doy la última clave. Es decir, claro que hay una diferencia enorme entre lo que la Iglesia enseña acerca del matrimonio y de la familia, y nuestra cultura, pero ¿sabéis cuál es la tentación?, y ¿sabéis cómo en esa tentación van a caer uno tras otro todos los medios de comunicación social del mundo secular, y también una buena parte de los medios de comunicación social de dentro de la Iglesia? Pensar que es nuestra cultura la que tiene que ser el paradigma de lo que la Iglesia pueda hacer, no pueda hacer, deba pensar o no deba pensar.

Si nuestra cultura -que es una cultura que se muere a chorros sólo desde el punto de vista puramente matemático, demográfico, salvo que cambien las premisas en las que se sostiene-, toda la cultura europea, americana, en estos momentos es una cultura en plena implosión porque es incapaz de mantenerse a sí misma en la Historia, porque es incapaz de la esperanza y el amor, que son necesarios para mantenerse en la Historia. ¿Eso lo vamos a hacer el paradigma y la medida de lo que la Iglesia tiene que decir? ¿Queremos que la Iglesia no cumpla su misión profética y sea colaboradora de esta cultura de la muerte? No, no, no, la cultura no puede ser la medida. No es problema de hoy, fue un problema en los primeros siglos y vuelve a serlo hoy.

Es la luz de Cristo la que hace posible el amor, la vida, y el gozo, y la alegría, y la esperanza, que son posibles con la ayuda del Señor en un matrimonio, no sin sacrificio, no sin momentos de dificultad. Y sólo la Gracia de Cristo tiene las medicinas para curar las heridas, a veces incurables de otro modo, de un matrimonio que se ha roto, de un amor que no era matrimonio, de una apariencia de matrimonio o de una apariencia de amor que no era realmente, ni siquiera, amor.

Es a Cristo a donde tenemos que volver, cada uno y cada matrimonio. No por una carretera de espaldas hacia un horizonte imprevisible. No. Hacia Cristo y desde Cristo nuestra humanidad se hace posible. Pero de eso hablaremos el domingo que viene. Vamos a proclamar nuestra fe.

+ Mons. Javier Martínez
Arzobispo de Granada

5 de octubre de 2014
Santa Iglesia Catedral de Granada
XXVII Domingo del Tiempo Ordinario

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