Queridísima Iglesia del Señor, Esposa de Jesucristo, pueblo santo de Dios;
muy queridos Juan Bautista, Vicario Episcopal de esta zona;
Vicente, párroco de la Encarnación;
muy querido D. Eugenio, que nos acompañas en esta celebración;
queridos hermanos sacerdotes todos;
miembros de la Hermandad;
hermanos, amigos y curiosos, que nos hemos unido esta tarde para este momento especialmente bello, para esta celebración especialmente gozosa, bella, agradecida, alegre:
En las primera páginas de la Biblia, donde nos puede dar la impresión de que lo que nos cuentan ahí son historias un poco como cuentecitos antiguos o cosas así que no tienen mucho que ver con la realidad y que, sin embargo, están absolutamente llenas de sabiduría, y de sabiduría perfectamente aplicable para nosotros hoy, una de las cosas que aparece es que desde el principio de la historia inició el pecado. Los hombres hicimos mal uso de la libertad que el Señor nos había dado. Y eso es descrito en el momento de la expulsión del Paraíso como el anuncio de una permanente lucha entre la serpiente y la mujer. La mujer ahí representa la humanidad. Eva es el símbolo de la humanidad; el símbolo, la madre de todos los vivientes, el símbolo de todos nosotros, de toda la historia humana. Y bastaría seguir leyendo el Antiguo Testamento para darse cuenta, inmediatamente después, está el asesinato de Abel por su hermano Caín, e inmediatamente después, guerras, destrucciones.
Hay un misterio del mal en la vida del mundo que, además, no está fuera de nosotros, sino que primeramente reconocemos cada uno en nuestro propio corazón y que reconocemos también en los demás. A nivel individual, que todos tenemos defectos, heridas causadas por la vida. Pero las reconocemos también en el mundo. No hace muchos días, el Papa en Cracovia nos decía: “Hay una guerra en ciertos países”. Decía: “Estamos en guerra”. E invitaba, diríamos, a responder de la manera adecuada cristiana. Pero, ¿cuál es esa manera?
También ha habido una mujer en la que empezó a nacer, empezó a despuntar como el alba un mundo nuevo. Esa mujer es María. Ella, por la gracia de su Hijo, preservada del pecado, es el símbolo también de la humanidad nueva, una nueva Eva, el comienzo de una humanidad redimida por la gracia y la misericordia de Dios. No es casual. Es una circunstancia bella y providencial: celebramos esta Coronación de la imagen de María y de Jesús, en sus brazos, en el Año de la Misericordia.
La salvación no viene de que nosotros nos empeñemos en un mundo humano, fraterno, amable, un mundo que no podamos percibir como un mundo hostil o unas relaciones humanas marcadas por la desconfianza, que es a lo que tiende mucho de lo que vemos en los medios de comunicación, día tras día: sembrar en cada corazón el miedo, la desconfianza, el no fiarse de nadie; en un mundo, es verdad, en buena medida, de personas que no se conocen. Pero también nos lo decía el Papa: “Nosotros, cristianos, no estamos hechos para construir muros, sino para tender puentes”. Esa humanidad, fruto de la gracia de Dios, empieza en la Virgen. Pero nosotros hemos leído una lectura que no se refiere a la Virgen, sino a la Iglesia, pero que dice de la Iglesia muchas cosas de las que se dicen de la Virgen. Describe la vocación de la Iglesia como la vocación de una manera muy similar a como nosotros describimos y a como el Nuevo Testamento describe la vocación de la Virgen. La vocación de la Virgen se prolonga en la Iglesia. La Encarnación del Hijo de Dios se prolonga en la Iglesia. Cada Eucaristía Cristo viene misteriosamente al más humilde de nuestros altares, pero viene para venir a nuestro corazón y unirse a nosotros con una unión que los mismos Padres decían era análoga a la de la Virgen, y alguno de ellos pone en boca de la Virgen decir: ” Mejor te ven los que se alimentan de tu cuerpo que los que lo veían”, porque quienes veían tu cuerpo podían creer y no creer, mientras que quienes se alimentan de tu cuerpo, te conocen y te aman.
La Iglesia prolonga en el mundo esa novedad que Cristo trae. Lo que dice la lectura, bendito seas, Padre de Nuestro Señor Jesucristo porque nos ha bendecido en Cristo con toda clase de bendiciones espirituales y celestiales. ¿Cuál es esa bendición? Tu misericordia Señor, tu gracia, tu amor incansable. ¿Qué somos torpes? Lo sabemos. Lo sabe el Señor. No somos mejores que los demás seres humanos. También nosotros nos mataríamos como Caín y Abel. A veces, también entre nosotros el Enemigo siembra la discordia, la envidia, el egoísmo, circunstancias que hacen que podamos realmente volvernos los unos contra los otros, o aislarnos o separarnos, y vivir en esa soledad, que es el signo del dominio del pecado y del Maligno. Lo que el Maligno quiere es que estemos solos. Solos, porque solos somos frágiles; solos perdemos. Lo que el Señor quiere es que estemos unidos, que seamos un cuerpo. Es lo que somos: el cuerpo de Cristo, la Esposa de Cristo. Yo lo he dicho al comienzo de esta homilía, os he llamado así, porque eso es lo que es la Iglesia, la Esposa, a la que Cristo se une de tal manera que no hay ninguna unión, ni matrimonial, ni esponsal, ni de otro tipo en este mundo, que pueda ser tan profunda; se hace de tal manera uno que sí, en este caso, son los dos una sola carne, somos los dos una sola carne: Cristo y nosotros. Cristo vive en nosotros, y nosotros somos su cuerpo, por la fuerza de su gracia, por la fuerza de su misericordia, con las mismas fragilidades, con las mismas torpezas, con las mismas pasiones, con las pobrezas. Pero, nos invita el Año en el que estamos a reconocer una y otra vez eso que el Papa ha dicho de una manera tan expresiva y tan sencilla: “Dios no se cansa de perdonar. Somos nosotros los que nos cansamos de pedir perdón”. Dios no sabe más que amar. Somos nosotros los que dejamos de creer que, siendo como somos, Dios pueda seguirnos queriendo.
Celebrar esta tarde es celebrar el triunfo de la gracia, del amor, de la misericordia de Dios sobre nuestra humanidad. Lo celebramos en María, pero también lo celebramos en nosotros, que esperamos participar de su misma Gloria, por la gracia de Dios, no por nuestras cualidades, no por nuestros méritos, sino por la fidelidad del amor de Dios, que es el objeto de nuestra esperanza. La esperanza se llama teologal por eso, porque lo que esperamos no es que nosotros un día consigamos como el fariseo decir ‘Señor, mira qué guapos somos, mira qué bien lo hemos hecho, no tenemos ninguna clase de defectos, hoy no hemos metido la pata en nada’, y ya está. ¡No! Nosotros, Señor, esperamos la vida eterna porque sabemos que el perdón de nuestros pecados por tu parte no tiene límite y porque Tú eres fiel, y una vez que nos has dicho te amo nunca vas a dejar de amarnos; nosotros podremos darte la espalda, podremos olvidarnos de Ti, pero Tú nunca dejarás de amarnos. Esa es nuestra esperanza y esa esperanza es una roca. Si tuviera que depender nuestra esperanza de lo que nosotros somos capaces de hacer, estaríamos perdidos, y nuestra alegría sería siempre muy chiquitita, muy frágil, muy poco sólida, porque nos conocemos; si tenemos uso de razón, nos conocemos y sabemos lo poca cosa que somos, y lo poquito que nos llevamos entre unos y otros, entre el mejor de nosotros y el más pobre de nosotros hay muy poca diferencia, muy poca, comparada con la diferencia que hay entre nosotros y Dios. Y Tú, Señor, has salvado esa distancia infinita. Te has querido hacer uno de nosotros, te unes a nosotros, para que surja un pueblo que sea como una antorcha, como una luz encendida en medio de la noche de este mundo. Repito, vivimos en un mundo muy roto, muy herido, donde el ser humano está muy machacado. Tenemos más aparatos y más posibilidades técnicas que ninguna generación antes que nosotros, pero no somos más felices, no somos mejores hermanos unos de otros, no sabemos querernos mejor, no sabemos tratarnos como hermanos, no sabemos perdonar, sobre todo no sabemos perdonar.
Tu Presencia en medios de nosotros y la Presencia de la Virgen es un signo de que esa humanidad nueva no es una utopía. Es algo que empezó en Ti. Que no ha dejado de desbordar en los innumerables santos que hay en la Iglesia. En la Iglesia hay mucho pecado, mucho, mucho, pero hay mucha más santidad. Es una multitud innumerable, en todas las clases sociales. Y no sólo los santos que la Iglesia ha canonizado. Un montón de ellos, muchísimos más son los que no ha canonizado y que, sin embargo, su vida está llena del amor del Señor y son verdaderamente una luz en medio del mundo. Como decía el autor de la Carta a los Hebreos: “Aquellos por los que se sostiene el mundo”, que no es poca cosa. Y sólo Dios conoce sus nombres.
Vamos a pedirLe a Nuestra Madre que su Presencia en medios de nosotros, que su Coronación pueda significar efectivamente que nosotros vivamos la vocación a la que hemos sido llamados, que es justamente esa vocación de acoger el amor y la gracia de Dios, dejarnos transformar por ello y ser, ser un pueblo de hermanos en medio de este mundo de hombres y mujeres en buena parte desesperados, en buena parte solos, sin más esperanzas que esperanzas pequeñitas que no son capaces de dar sosiego ni alegría verdadera ni paz al corazón.
Que eso es posible -perdonadme que termine haciendo una referencia a algo que hemos vivido algunos hace pocos días y muchos más a lo mejor a través de los medios de comunicación: la JMJ-, justo en el contexto del mundo en el que estamos, con sus atentados terroristas, con todas las noticias terribles, una detrás de otra, que parece que terminan invitando a que nos acostumbremos a ellas como si no pasara nada mientras desayunamos, en medio de eso aparecía una belleza de alrededor de dos millones de jóvenes (la televisión polaca decía la tarde después de la misa del Papa, dos millones y medio, alrededor de dos millones de jóvenes, en una ciudad pequeña, Cracovia no es mucho más grande que Granada, son más o menos las mismas dimensiones, y aquello era un espectáculo de un pueblo de hermanos donde había iraquíes, malasios, indios, canadienses, africanos de 187 países. Yo me encontré con un grupo de doscientos iraquíes que habían ido desde la ciudad de Erbil hasta la JMJ llenos de alegría proclamando su fe, sin temor y sin avergonzarse de proclamarla, porque esa fe lo que hace posible es que amemos también a nuestros enemigos, que amemos a todos los hombres, esa es la humanidad; miraba aquello y decías: ‘Señor, aunque humanamente no hubiera motivos para la esperanza, la existencia de estos jóvenes, que han vivido esto, que han establecido constantemente puentes entre unos y otros, que se entendían sin entenderse, que han sido acogidos en familias polacas que les ponían todo a disposición, hay familias que han dormido en el suelo para dejar sus camas y sus alcobas a los peregrinos, pues eso te vuelve a abrir la esperanza del mundo’). Pero es la secuela de la Virgen. Es la secuela de María. Es tú que has acogido la gracia y has dicho sí a la gracia, la gracia ha hecho posible en ti esa humanidad nueva. Que la hagas Señor en nosotros, en este comienzo del siglo XXI; que la haga aquí, en Almuñécar; que la haga en nuestro mundo, donde vivamos cada uno de nosotros, y un día podamos celebrar en la vida eterna con más alegría y mas gratitud aún que hoy que tu gracia ha triunfado sobre el mal, que la mujer ha triunfado sobre las insidias de la serpiente.
+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada
6 de agosto de 2016
Almuñécar